EL FASCISMO LOCAL Y LA TEORÍA DE LAS VENTANAS ROTAS
En 1969, el profesor de la Universidad de Stanford (EEUU), Philip Zimbardo, llevó a cabo un experimento de psicología social -que diera origen a la teoría de las ventanas rotas- en dos escenarios completamente diferentes: uno, el Bronx, por aquella época una zona pobre y conflictiva de Nueva York, y el otro, Palo Alto, una zona rica y tranquila del estado de California. En cada uno, colocó un automóvil, abandonado en la calle, de iguales características en cuanto a marca, modelo y color. A las pocas horas de dejar el auto en el Bronx, éste fue completamente desvalijado y, lo que no pudo llevarse, se destruyó. Al contrario del carro en Palo Alto, el cual se mantuvo intacto, sin daño alguno.
En el primer caso, sería fácil concluir que tal comportamiento se debe a la pobreza, predisponiendo a quienes la sufren al delito. No obstante, esta aseveración se debilitó cuando los investigadores decidieron romper un vidrio del automóvil de Palo Alto, con un resultado igual al proceso delictivo observado en el Bronx: robo, violencia y vandalismo.
El experimento demostró que esta conducta negativa o antisocial no aflora exclusivamente entre aquellos que viven entre la pobreza, sea moderada o extrema, sino algo enlazado con las relaciones sociales, sobre todo, si ellas reflejaban una ruptura creciente y escasamente atendida de los códigos de convivencia, escritos o tácitos, que debieran respetar los ciudadanos de una nación o de una comunidad determinada; causada, básicamente, por la ausencia de leyes y la convicción generalizada respecto a que todo es permitido, independientemente de si nuestros actos perjudican a otras. Si nadie toma acciones correctoras y sancionadoras al respecto, especialmente las autoridades encargadas de hacerlo, nada extraño será que los hechos delictivos (estén o no en el catálogo de delitos condenados por la sociedad en general) acaben por imponerse peligrosamente como una realidad cotidiana irremediable, con la que habría que convivir forzosamente, a pesar nuestro.
Algo similar sucede en Venezuela con las acciones violentas (terroristas, en todo caso) de la derecha, instigadas y ejecutadas por personas que, presuntamente, tendrían -según la percepción de sí mismas, como rasgo sobreviviente del régimen colonialista de castas- un mayor grado de moralidad y de raciocinio, dado su rango social privilegiado y sus pomposos títulos universitarios.
Todo lo atribuido al pueblo, en un extendido sentido peyorativo, es exhibido sin rubor alguno por aquellos que se han fijado la meta de aniquilar al chavismo gobernante: lenguaje soez, cargado, además, de odio racista y clasista; violencia sádica, vandalismo, consumo de drogas y utilización de bandas criminales, encargadas de aterrorizar a la población indefensa, sin importarles la edad ni las condiciones físicas de sus víctimas.
Esto es algo que llama poderosamente la atención, puesto que no forma parte de la idiosincrasia del pueblo venezolano. Prueba de ello es su conducta durante el golpe de Estado del 11 de abril de 2002. En vez de tomar represalias contra los diferentes representantes de la oligarquía golpista, se limitó a celebrar el regreso de Hugo Chávez a la presidencia. Igual pasa en fechas recientes, a pesar del acoso, los destrozos y los asesinatos causados por estos mismos representantes oligárquicos.
Vista en conjunto, la actual situación de crisis política y económica que golpea a Venezuela exhibe una impúdica anulación de valores éticos, una práctica clientelar escasamente diferenciada de la fomentada por el régimen puntofijista en cuanto a métodos y resultados, que afecta, además, todo sentido de responsabilidad ciudadana; y una hipertrofia de la presunción y del egoísmo (el síndrome de Hubris, heredado, entre otras cosas, de la vieja España monárquica) que se observa, sin mucho escudriñar, entre una gran parte del estamento gobernante (entendiendo por éste a quienes dominan, desde aparentes posiciones antagónicas e irreconciliables, el escenario político nacional).
Todo esto desemboca en una realidad fatal que quizás convenza a la mayoría de los venezolanos en relación a que ningún cambio positivo será eventualmente alcanzable; cuestión que conviene, por igual, a los bandos políticos que se disputan el poder, por lo que será necesario impulsar una verdadera propuesta de transformación que, sin descartar los avances logrados en Venezuela, motive el protagonismo y la participación de los sectores populares en la construcción y la consolidación de un modelo civilizatorio emancipatorio, soberano y de democracia plena.-
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