TODAVÍA LOS LLAMAMOS INDIOS
Homar Garcés
El trastorno que supuso para los pueblos originarios la concepción europea de la tierra como mercancía y heredad otorgada por el Dios bíblico representó, en palabras de Carlos Rivas, profesor de la Universidad Politécnica Territorial del estado Mérida “Kléber Ramírez” (De la Cultura Comunera al Movimiento Comunero. Los Andes Venezolanos en su largo proceso histórico), “un proceso de re-ordenamiento, territorial, de un re-planteamiento cultural” que conducirá al despojo del territorio ocupado y a la desaparición de sus creencias y demás elementos que conformaban su cultura ancestral. Como reseña Rivas, “la propiedad de la tierra era una concepción absolutamente desconocida por las poblaciones indígenas en los Andes venezolanos, lo común formaba parte del devenir cotidiano, por tanto, el proceso posterior a la llegada del europeo, va a consistir, no sólo en desarrollar la noción de propiedad sobre la tierra y sobre los cuerpos, sino en implementar una cultura del robo y apropiación de la fuerza de trabajo del individuo en resguardo”. Por eso, a los ojos de los europeos y de quienes en el presente defienden esta postura, la tierra no debería ser una posesión colectiva o comunitaria ni, menos, estar ocupada por seres inferiores y poco interesados en explotarla a gran escala, contentos con una exigüa producción agrícola.
El nuevo modo de producción surgido en el amplio territorio de nuestra América gracias al saqueo y al robo, legitimado luego por la usurpación formalizada de la soberanía de los pueblos originarios, implicó la puesta en práctica de conceptos que eran, en gran parte, ajenos a su idiosincrasia, por lo que opusieron resistencia a los conquistadores europeos, ya de una forma activa, ya de una forma pasiva. Aferrándose a su creencia católica o protestante, muchos conquistadores europeos estaban convencidos de estar ejecutando los dictámenes de su dios al combatir y sojuzgar a quienes consideraron, indiferentemente, adoradores del diablo e infieles y, por tanto, merecedores de cualquier castigo o tortura que decidieran hasta producirles una muerte atroz, indistintamente de su edad o condición. Con el paso de los tiempos, esta concepción o visión racista respecto a las poblaciones indígenas apenas ha sufrido algún cambio, como lo demuestra el uso despectivo de la palabra indio para referirse a una persona inferior, de poco lustre o ignorante, en una clara demostración de endoracismo. Así, aún cuando se reconozca que han habido avances significativos en materia legislativa en pro del abordaje de la diversidad étnico-cultural que benefician a los pueblos originarios de nuestra América, también debe reconocerse que esto no ha sido obstáculo alguno para que subsista, de distintos modos, el racismo heredado de la sociedad colonial hispana; lo que obliga a preguntarse si realmente hay un cambio relevante, dada la desigualdad social estructural y la pobreza en que éstos se encuentran todavía. El racismo también se pone de manifiesto en la negación que se le hace a la historia de ciertos pueblos, desconociendo sus contribuciones al progreso general de la humanidad. Resulta algo común que se haga -en palabras de Gabriel García Márquez- «la interpretación de nuestra realidad con ojos ajenos», en este caso, pertenecientes a quienes, al otro lado del océano Atlántico, llegaron a dudar sobre si a los indígenas podrían considerárseles seres humanos, con alma incluida, por lo que sería razonable y legítimo que España y Portugal, en una primera etapa, y el resto de Europa, en una etapa posterior, emprendieran la conquista y la colonización del amplio territorio recién «descubierto», ignorándose adrede los derechos de aquellos pueblos que lo habitaban desde hacía miles de años.
Prueba de lo anterior, es la negativa sostenida de las autoridades de los países del continente en admitir como válidas las demandas indígenas de autonomía y de defensa de los recursos naturales existentes en el espacio geográfico que ocupan desde tiempos inmemoriales, lo que representa el colofón de la historia de despojo y desposesión que nuestros pueblos originarios han sufrido desde el momento que los conquistadores europeos plantaron sus banderas en este continente; hallándose interesados los Estados en atraer inversiones, tanto de origen nacional como extranjero, en una actitud de desprecio y superioridad semejante a la seguida hace dos siglos por sus antecesores hispanos, portugueses y anglosajones en el poder. Es lo que ocurre con el pueblo mapuche, cuyos derechos le son negados sistemáticamente por los diversos gobiernos de Chile, aplicándosele con arbitrariedad una legislación antiterrorista para hacerlo desistir de sus luchas. Igual pasa en Chiapas con los indígenas que conforman el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, cuyo enfrentamiento con las élites políticas y económicas de México ha representado un replanteamiento serio de la lucha social y política, cuyos efectos han sido adoptados por otros movimientos en contra del neoliberalismo económico. En igual sentido, podría incluirse al pueblo yukpa de la sierra de Perijá, en Venezuela, acosado por terratenientes en complicidad con autoridades regionales y nacionales hasta el punto de sufrir el asesinato de algunos de sus defensores más destacados, en completa impunidad.
Quizás entre estas demandas, las de mayor trascendencia hayan sido las llevadas a cabo en Bolivia bajo el liderazgo de Evo Morales, gran parte de las cuales fueron plasmadas en la Constitución, dando nacimiento al Estado Plurinacional que, a pesar de la oposición de los grupos oligárquicos, rige dicha nación. Esto no obvia el hecho que se continúe hostigando a los indígenas de ese país, al igual que en Perú, padeciendo golpizas, humillaciones e insultos de parte de aquellos que pretenden secesionar la nación, escudándose con el pretexto de querer vivir bajo un régimen democrático y asumiendo una conducta y un lenguaje abiertamente supremacistas. Como bien lo refleja Ricardo Virhuez, "lo que empezó el siglo XVI continúa en el XXI. Todavía los llamamos indios, indígenas, amerindios y no reconocemos sus nombres propios. Todavía les arrebatamos las tierras para beneficio de mineras y petroleras. Todavía insultamos su rica cultura llamándola mitos, cosmovisión, rituales, sagrados. Todavía creemos que sus fiestas y alegrías son folclore, y su arte que viene desde el nacimiento de la humanidad es artesanía. Todavía no comprendemos su equilibrada visión y relación con la naturaleza y les inventamos religiones y dioses. Están ahí y no los vemos. Ellos son nosotros y no podemos vernos". Sin embargo, hay una realidad que no podrá ocultarse: los pueblos indígenas han irrumpido con voz propia en los escenarios políticos de nuestros países, apoyándose para ello en su cosmovisión y sus costumbres ancestrales, lo que ha permitido imprimirle un sello de originalidad a las propuestas de transformación estructural en oposición al actual modelo civilizatorio. Esto, por otra parte, incide en la percepción tradicional que se tiene respecto a la naturaleza y las demás personas, en lo que será, sin duda, una sucesión de cambios en el modo de entender la vida en sociedad, al margen de cuál sea la denominación que le demos.
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