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LA REVOLUCIÓN BOLIVARIANA

27-F-89: LA RUPTURA DEL CONSENSO PUNTOFIJISTA

27-F-89: LA RUPTURA DEL CONSENSO PUNTOFIJISTA

 

Homar Garcés
En el corto, pero contundente, lapso que media entre el lunes 27 y el martes 28 de febrero de 1989 tiene lugar en Venezuela un acontecimiento de inusitadas proporciones nacionales. En opinión de muchos historiadores y analistas profesionales (tanto inmediatos como posteriores), hubo una división de la historia contemporánea de este país en un antes y un después que, luego de treinta y cinco años transcurridos, sigue todavía dando de qué hablar. Fue, ciertamente, una explosión social espontánea (el mismo presidente Carlos Andrés Pérez así lo señalaría), sin una clara orientación política (sin que ello niegue la connotación que tal hecho supone en lo político, al representar una seria amenaza para la estabilidad del orden establecido), y multiforme en su composición. Muchas veces catalogada como una reacción visceral contra el neoliberalismo económico que ya comenzaba a abarcar toda la extensión geográfica de nuestra América e implantado a sangre y fuego en Chile por la dictadura fascistoide de Augusto Pinochet, en connivencia con el imperialismo yanqui. Algo que, visto ahora con mayores detalles, no pareciera tener mucha sustentación, sin negarlo del todo; especialmente cuando se determinan cuáles fueron los sectores sobre los cuales se volcara la furia popular y la manera cómo actuaron los sectores populares involucrados. Otro tanto debe afirmarse respecto a que, como consecuencia directa del Caracazo, se producirían tres años después los alzamientos militares del 4 de febrero y del 27 de noviembre; ignorándose (sin indagar a profundidad) el papel represor-homicida cumplido por las diversas jerarquías de las Fuerzas Armadas Nacionales, culpables -al ejecutar el Plan Ávila- de los crímenes de lesa humanidad, cuyo número aún no ha sido determinado con exactitud. 
En referencia a este acontecimiento, en «Un lunes rojo y negro», el historiador Manuel Caballero desglosa (de una manera que podrá calificarse de sesgada y peyorativa) que «la gente que se echa a la calle el 27 de febrero de 1989 fue la misma que lo hizo el 23 de enero de 1958. La única diferencia es biológica: aquellos son hijos de éstos, y nietos de quienes habían hecho otro tanto el 14 de febrero de 1936. Y procedieron de igual forma: a lo vulgar, a lo plebeyo, a lo pobre». Es lo que sorprende a quienes se ubicaban en lo alto de la pirámide política, social, económica e intelectual, habituados a la mansedumbre y la resignación del pueblo ante sus decisiones y prebendas cupulares. Durante el Caracazo llegará a ocurrir algo semejante a lo definido y hecho por los indígenas zapatistas al insurgir contra el Estado mexicano en 1994; diferenciándose de las categorizaciones habituales, a pesar de la insistencia de varios analistas e historiadores en calificarlo como un enfrentamiento de clases sociales, o lo que es lo mismo, un enfrentamiento de pobres contra ricos (sin que sea algo preponderante del todo). En forma desproporcionada y desconcertante, las calles se vieron sacudidas por la irrupción airada de turbas que rebasan la capacidad de contención de la policía, primero, y de la Guardia Nacional, después; lo que mantiene en ascuas e indecisos a quienes dirigen al país, acostumbrados a lidiar con protestas rutinarias de estudiantes, obreros y residentes marginados. El director general de la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP) de aquel tiempo, Rafael Rivas Vásquez, admitirá que «no había información alguna sobre una acción que simplemente no había sido planificada». Aún así, serán acusadas algunas organizaciones de la extrema izquierda de fomentar la violencia social. 
En su obra «Psicología de masas del fascismo», editada en 1933, el psicoanalista austríaco Wilhelm Reich refiere: «Cuando los trabajadores que pasan hambre, dados sus bajos salarios, hacen una huelga, su acción se deriva directamente de su situación económica. Lo mismo ocurre en el caso del hambriento que roba. Para explicar el robo por el hambre o la huelga por la explotación, no se necesita una explicación psicológica suplementaria. En ambos casos, la ideología y la acción corresponden a la presión económica; situación económica e ideología se corresponden. La psicología burguesa tiene por costumbre en estos casos el querer explicar mediante la psicología por qué motivos, llamados irracionales, se ha ido a la huelga o se ha robado, lo que conduce siempre a explicaciones reaccionarias. Para la psicología materialista dialéctica la cuestión es exactamente lo contrario: lo que es necesario explicar no es que el hambriento robe o que el explotado se declare en huelga, sino por qué la mayoría de los hambrientos no roban y por qué la mayoría de los explotados no van a la huelga». Es una cuestión que amerita un estudio más profundo y detallado.
Lo que poco alarmaba era que, elección tras elección, los índices de abstención demostraban el divorcio existente entre gobernantes y gobernados. Por otra parte, se generalizó el saqueo del patrimonio nacional, lo cual contribuyó al incremento desproporcionado de la deuda externa y de la desconfianza nada disminuida de los venezolanos respecto a la moral de la dirigencia político-partidista del momento, convertida ésta en una casta de empresarios en el poder, cuyo único interés sería asegurar los privilegios económicos logrados gracias a la corrupción administrativa. Mientras esto sucedía, la frustración de las expectativas de parte de los sectores populares -creadas en torno a un tipo de sociedad democrática, igualitaria y redistributiva de la riqueza petrolera- iba en aumento frente a la realidad y al discurso oficial que pretendía presentar esa misma realidad como algo ideal o perfectible. La «ilusión de armonía», basada en la estabilidad e incremento de la bonanza petrolera, no era suficiente. La ola de medidas económicas neoliberales adoptadas por el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez por exigencia del Fondo Monetario Internacional (liberación de las tasas de interés y de los precios de los productos, incluyendo los de primera necesidad, de la gasolina y de las tarifas de servicios públicos y la eliminación del dólar preferencial) dejaba al salario de los trabajadores, en su mayoría desprovistos de beneficios socioeconómicos garantizados por una contratación colectiva, a merced de los intereses del sector empresarial, afectando su poder adquisitivo. Por muchos años las cúpulas políticas, empresariales, eclesiásticas y militares, pasaron por alto las graves condiciones de pobreza y deterioro de la calidad de vida de numerosas familias venezolanas; socavando su propia base de sustentación, el sistema de democracia representativa, implantada en la psiquis del pueblo venezolano a raíz del derrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, manteniendo la esperanza en que los diversos problemas sufridos serían solventados por la gestión de un buen gobierno.
De esta forma, por largos años, el pueblo de Venezuela fue acumulando rabia, frustración y desilusión frente a los discursos vacíos de quienes se atribuían representarlo en medio de un cuadro de miseria, derroche consumista, demagogia, nuevoriquismo y corrupción impune, entretanto las expectativas populares se mantenían insatisfechas, a pesar de los altos y constantes ingresos petroleros. Para Enrique Alí González (en su análisis «Estilos de saqueo y cambio cultural»), «si quisiéramos sintetizar en una sola palabra lo que sucedió durante el mes de febrero pasado, la más adecuada sería: saqueo. El término “saqueo” ilustra con precisión en la mentalidad de los venezolanos el “febrero blanco de 1989”. Cantidad de imágenes y de palabras brotan al solo oírla. Pero es adecuado tratar de organizar sus significados con el objeto de realizar un análisis minucioso de sus repercusiones sociales. Se efectuaron cinco tipos de saqueo: “el saqueo a la esperanza, el saqueo a los bolsillos, el saqueo a quienes tienen más (en todas las gradaciones posibles), el saqueo a la vida y el resaqueo a los sectores populares”».
Frente a la incómoda situación padecida por el ministro de relaciones interiores, Alejandro Izaguirre, en cadena nacional de radio y televisión, el gobierno optó por la figura del ministro de la defensa, el general ítalo del Valle Alliegro, quien hará el rol de garante ante el país de la restitución del orden más que el mismo presidente Pérez. Hay que mencionar, además, que los antecedentes represivos del régimen puntofijista, traducidos en desapariciones forzosas y asesinatos selectivos de dirigentes políticos y sociales durante las décadas de los 60 y los 70, cuyo máximo delito fue luchar por hacer de Venezuela una nación verdaderamente democrática y soberana, se renovaron con la represión ordenada contra los sectores populares. Los allanamientos hechos en los barrios caraqueños y de otras poblaciones en búsqueda de los enseres y  productos de primera necesidad saqueados en la fase inicial de la explosión social del 27-F dieron paso a un reciclaje del saqueo cuando funcionarios de distintos niveles se apropiaron de éstos, como botín de guerra, en una clara demostración del tipo de mentalidad que tenían en relación con el respeto al cumplimiento de las leyes y la justicia. 
Al revisar la respuesta punitiva del gobierno de Carlos Andrés Pérez, el editorial de la revista SIC del mes de mayo de 1989 concluyó que «el objetivo no era controlar la situación sino aterrorizar de tal manera a los vencidos que más nunca les quedaran ganas de intentarlo otra vez. Era una acción punitiva contra enemigos, no un acto de disuasión dirigido a conciudadanos». Por su parte, en su obra «27 de febrero de 1989: Interpretaciones y estrategias», el sociólogo Reinaldo Iturriza López afirma: «Había que lograr que los vencidos no tuvieran la experiencia de haber ganado una. Que esa semana se les clavara a fuego; no como el día que se adueñaron de la calle y compraron sin pagar, sino como las noches terribles e interminables en que llovían sin tregua las balas y se vivió agazapado en completa indefensión». 
Como lo reflejó en aquel trágico año un comunicado de la Asociación de Profesores de la Universidad Central de Venezuela (UCV) es tarea «recordar, hacer memoria y enjuiciar a quienes convirtieron al país en una presa codiciada para la depredación es imprescindible para cambiar el orden impuesto al país y establecer como objetivo estratégico fundamental garantizar óptimas condiciones de vida para todos los ciudadanos». En ese sentido, deberíamos deslastrarnos de los lugares comunes al referirnos a la explosión social que hemos denominado el Caracazo o el Sacudón, de manera que su comprensión sirva para escudriñar adecuadamente el presente y anticipar, en todo lo posible, un mejor futuro para todos los venezolanos y no únicamente para un bloque de poder.

 

VENEZUELA EN EL CONTEXTO DE LA DOCTRINA IMPERIALISTA DE SEGURIDAD NACIONAL

VENEZUELA EN EL CONTEXTO DE LA DOCTRINA IMPERIALISTA DE SEGURIDAD NACIONAL

Homar Garcés

 

Las masacres de Cantaura en 1982, de Yumare en 1986, de El Amparo en 1988 y de el Caracazo en 1989 se producen en el marco de la doctrina de la seguridad nacional, elaborada por el imperialismo gringo y extendida, desde la época de los años 60 del siglo XX, a Venezuela y a todo el conjunto de naciones de nuestra América, cumpliéndose así con el objetivo de asegurar su hegemonía continental a través del poder detentado por las camarillas políticas y las clases sociales dominantes. Son también una demostración más que evidente de su internalización entre los miembros de los distintos organismos policiales y militares que, respondiendo a la tradición y a la instrucción con que fueran (o son) formados, ven en las demás personas (salvo aquellas que se encuentran encumbradas en posiciones de poder político y económico) a seres que poco importan y, por lo tanto, a quienes se puede inferir cualquier clase de daño, gracias a la autoridad que representan. De ese modo, mediante la aplicación de esta doctrina de seguridad nacional en nuestro país quedaban abolidas de facto las garantías a la inviolabilidad de la libertad personal, la inviolabilidad del hogar, la inviolabilidad de las correspondencias personales, la libertad de tránsito, la libertad de expresión, la libertad de reunión y el derecho a la protesta, en lo que son, indudablemente, delitos de lesa humanidad. Cuando se consideraba necesario, aparte de la detención y de la tortura, se recurrió a la llamada ley de fuga, con la cual los funcionarios quedaban exonerados de cualquier recurso ante las instancias legales competentes; auxiliados, en muchos casos, por los medios de información que divulgaban, como un hecho verdadero y comprobado, la versión oficial, a pesar de sus inconsistencias y el escenario inverosímil en que sucedieron cada uno de estos acontecimientos.

 

 

En el contexto de la Guerra Fría (la modalidad de guerra mundial sostenida por los polos imperialistas de la URSS y Estados Unidos), la hipótesis de conflicto interno que contemplaba la doctrina de seguridad nacional estableció que la existencia y la acción de organizaciones consideradas subversivas por los estrategas militares debía considerarse el enemigo a derrotar y, por tanto, quedaba justificado no solo el uso de la fuerza sino cualesquiera método que permitiera el logro de este propósito. De esa manera, hechos como la huelga iniciada en julio de 1977 en la C.A. Bananera de Venezuela, ubicada en el estado Yaracuy, quedaron insertados en esta categoría, llegándose a suprimir la vigencia de los derechos humanos, incluso de personas ajenas a los mismos. Lo que no sería ninguna novedad para estos ciudadanos venezolanos, dados los antecedentes de represión padecidos durante las décadas de los 60 cuando las fuerzas militares maltrataron y ejecutaron campesinos en su estrategia de exterminio de los frentes guerrilleros que se hallaban en esta zona geográfica.

 

 

El 4 de octubre de 1982, en el sector Los Changurriales, adyacente a la vía entre las poblaciones de El Tigre y Cantaura del estado Anzoátegui, funcionarios de las Fuerzas Armadas Nacionales y de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (cuya jefatura era ejercida por Remberto Antonio Uzcátegui Bruzual) llevan a cabo la ejecución de veintitrés militantes de la organización Bandera Roja, del Frente Guerrillero Américo Silva, en lo que sería, según la versión oficial, un «encuentro armado» en el cual destaca el uso de aeronaves tipo Canberra y OV-10 Bronco y la participación del tenebrosamente famoso comisario de la DISIP Henry Rafael López Sisco, con un largo historial de asesinatos de diversos luchadores políticos y sociales. Pese a ser capturadas con vida, se evidenció que fueron ajusticiadas sumariamente, sin un debido proceso, con disparos de armas de fuego de alto calibre en la parte posterior de la cabeza; lo que desmiente el relato de las autoridades, difundido ampliamente en los diferentes medios de información del país y el informe del médico forense Guillermo Antonio Solano, adscrito al Cuerpo Técnico de Policía Judicial (PTJ). Al igual que en otros sucesos similares, hubo encubrimiento de parte de todas las autoridades involucradas, incluso del Ministerio Público Militar, en lo que constituyó una clara violación de los derechos humanos y el desconocimiento del ordenamiento jurídico venezolano. 

 

 

En la masacre de Yumare, en el sector conocido como La Vaca, del caserío Barlovento, distrito Bolívar, del estado Yaracuy, interviene también el tenebrosamente famoso comisario de la DISIP Henry Rafael López Sisco, director de operaciones de este cuerpo policial, además de jefe de su grupo de comando de acciones especiales. Allí, el 8 de mayo de 1986, se encontraba pernoctando un grupo de luchadores sociales y políticos con la idea de conformar la Corriente Histórico-Social, basada en el ideario revolucionario del Libertador Simón Bolívar, el cual fue infiltrado por cuatro funcionarios de la DISIP, quienes dan parte a López Sisco del lugar y de la cantidad de personas allí concentradas, alevosamente asesinadas, mientras dormían y totalmente indefensos al no poseer armamento alguno. Gracias a que hubo dos sobrevivientes, el país pudo conocer lo que realmente ocurriera, en momentos en que se suponía que la lucha guerrillera estaba en declive y sus últimos combatientes ya habían manifestado su intención de dejar las armas. Dicha masacre comprueba el grado de odio anticomunista (o anti-izquierdista) que, desde los años iniciales de la década de los 60, permeará a todos los grupos de poder existentes en Venezuela, en connivencia con el imperialismo gringo que los asesoró y los apertrechó ideológica y logísticamente para impedir que cualquier idea y movimiento popular contrario a sus designios pudieran prosperar y magnificarse en todo el territorio nacional.

 

 

La masacre de catorce pescadores ocurrida durante el mandato del presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) en el caño La Colorada, de la población de El Amparo del municipio Páez del estado Apure (octubre de 1988), a manos de efectivos del Comando Específico Antisecuestro y Antiguerrillero José Antonio Páez (comandado por el general Humberto Camejo Arias y conformado por miembros de las Fuerzas Armadas, de la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención, ahora llamada Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, y del Cuerpo Técnico de Policía Judicial, denominado en la actualidad como Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas) no sólo constituyó un escándalo por la cantidad de personas abatidas sino por el hecho que el presidente y su ministro de la defensa, general Ítalo del Valle Alliegro, mintieron descaradamente al país al afirmar que éstos eran guerrilleros integrantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia, versión que fue desmentida por dos sobrevivientes, Augusto Arias y Volver Gregorio Pinilla; resultando un falso positivo, del mismo modo que se haría algo común en el territorio colombiano. 

 

Jesús Eduardo Brando, en un artículo publicado en el diario El Nacional, el 10 de julio de 1990, «Redefinición de objetivos de FAN obliga a revisar gasto armamentista», recordó que «personeros militares partícipes en lo que puede considerarse el acto represivo de mayor intensidad y escala de la historia contemporánea de Venezuela, el denominado Caracazo (27 y 28 de febrero y 1 de marzo de 1989), sin pudor alguno, calificaron a estos sucesos como fuente de inspiración para los fracasados golpes de Estado de febrero y noviembre de 1992, por cuanto en teoría  rechazaron la acción brutal de la Fuerza Armada, pese a ser ellos, precisamente, los  ejecutores de aquella masiva operación punitiva, para la cual recibieron, sin oponerse cuando debieron en función de los principios alegados posteriormente, la formación táctica necesaria, pues en mayo de 1990, valga la anécdota, fueron entrenados en el denominado Ejercicio Conjunto 01-90, diseñado según sus planificadores para …"evaluar el entrenamiento y capacidad de respuesta de las FAN ante el eventual desencadenamiento de disturbios civiles, bajo coordinación y supervisión permanente y continua de la Jefatura de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas"» . Resaltan entre estos ejecutores, Hernán Grüber Odremán, el contralmirante de la insurrección del 27 de noviembre de 1992, destacado en el Teatro de Operaciones número 3, y Carlos Vethencourt Rojas, coronel que llegó a integrar el Consejo Legislativo del estado Lara en representación del partido MVR, también destacado en el Teatro de Operaciones número 3. No obstante las explicaciones a posteriori, es innegable que la antigua doctrina de seguridad nacional se mantiene vigente en Venezuela, en uno u otro sentido, a pesar de lo establecido constitucionalmente en materia de respeto a los derechos humanos, lo que explica la actitud que algunos funcionarios asumen frente a cualquier ciudadano, sea éste o no un delincuente; lo que impondría la necesidad de una completa revisión legislativa y administrativa que tienda a eliminar este viejo vestigio de la Guerra Fría en este país bolivariano. 

SIMÓN BOLÍVAR, CARNE Y LECCIÓN DE UNA INSURGENCIA PERMANENTE

SIMÓN BOLÍVAR, CARNE Y LECCIÓN DE UNA INSURGENCIA PERMANENTE

Homar Garcés

 

Pocos años después de su fallecimiento, en torno al Libertador Simón Bolívar se trazó una línea divisoria que buscó separar por siempre sus ideales, sus luchas y su personalidad de todo aquello que representara la historia de luchas e intereses redentores de los sectores populares. De esta manera, hubo una apropiación interesada de la figura de Bolívar por parte de los sectores dominantes, ubicándose a sí mismos como sus únicos y legítimos herederos, por lo que cualquier disidencia en su contra constituiría una herejía imperdonable, merecedora de excomunión y de todo castigo (encarcelamiento, expatriación o muerte). Toda referencia al Libertador tendría que hacerse según el canon establecido por la historia oficial, en lo que será el culto a su personalidad, convertido, para el caso de los sectores populares, en una deidad inalcanzable y en una dádiva celestial inmerecida, dada su rebeldía constante en oposición a los designios de dios y de sus insignes gobernantes, los «burgueses» criollos.

 

«Al analizar el pasado -según refiere Néstor Kohan en su libro "Simón Bolívar y nuestra independencia”- se descubren las fuentes de los sufrimientos actuales (que poco tienen que ver con “la ira de Dios” o algún “pecado original” y mucho con los robos, saqueos, matanzas y genocidios terrenales). Los poderosos prefieren una visión discontinua y entrecortada de la historia donde cada generación rebelde, sin conocer las experiencias anteriores, debe comenzar de cero. Así, ellos terminan siendo los propietarios del pasado como son propietarios de todo lo demás. Por eso intentan esconder los orígenes y borrar la historia. Eludirla, ocultarla o convertirla, como propone la filosofía del posmodernismo, en un videoclip esquizofrénico, una secuencia azarosa de hechos sin ninguna racionalidad ni sentido global. Cuando no pueden borrar, tergiversan y deforman, construyendo 'historias oficiales'». De ahí que, pese al esfuerzo continuo de quienes buscan que se vea la historia de nuestros pueblos como una cuestión marginal y de poca trascendencia, se imponga la recomendación del mismo Kohan, al exponer que «conocer la historia nos permite crear conciencia y consolidar la identidad personal, comunitaria, de clase y nacional enriqueciendo la autoestima popular para la lucha». Esto requiere revolucionar las distintas concepciones que se tengan de la historia, comenzando por rescatar y resaltar la historia local, aquella que comprende la historia de nuestras comunidades y regiones, e integrarla a la que define el pasado común de nuestras naciones; evitando en todo lo posible la reproducción ideológica del eurocentrismo, lo que es decir, de la colonialidad.

 

Con Simón Bolívar, se debe evitar la visión simplista del proceso independentista que se ha transmitido tradicionalmente, haciéndolo el Libertador único, predestinado por la providencia, del mismo modo que la imagen de crueldad sádica que buscan imponerle algunos resentidos (como ocurre actualmente en el reino de España); sin ahondar mucho en las diferentes circunstancias que propiciaron su liderazgo y los cambios revolucionarios que asegurarían la soberanía y la prosperidad de cada uno de los países bajo su mando y sin olvidar su labor en pro de la integración federada de las antiguas colonias españolas. En esta orientación, es necesario enmarcar la independencia más allá de un simple deseo de desprenderse del dominio español, entendiéndola como un enfrentamiento entre opresores y oprimidos que trastocó, de raíz, el orden jerárquico que regía el tipo de sociedad existente entonces y que, aún, tras dos siglos, se mantiene irresoluto.

 

La insurgencia de los sectores populares tuvo, en consecuencia, una connotación más integral de lo que se ha divulgado a través de la historia oficial. No sólo motivada por razones económicas o de sobrevivencia sino también por su propia liberación y en contra de la explotación y de todas las injusticias  sufridas. Se puede aseverar, sin mucha exageración, que el proceso independentista incluye múltiples rebeldías, no solo la protagonizada por los representantes de la clase pudiente o dominante ( lo que fue un rasgo común en todo el imperio español en la América meridional), lo que amplía los factores, los propósitos y las motivaciones que concurrieron en este proceso. Por eso, la insurgencia postergada de los sectores populares de nuestra América, producto de la ambición de sus nuevos gobernantes, en connivencia con los factores imperialistas de Europa y Estados Unidos, adquiere ahora un carácter anticapitalista y antiimperialista a nivel continental. En ésta, Bolívar es un referente imprescindible, lo que incomoda grandemente a quienes detentan el poder, dentro y fuera de nuestras naciones. La negación de Bolívar sería, por tanto, la negación de esa insurgencia postergada de nuestra América que es preciso desarrollar, con la misma visión internacionalista que caracterizara la acción estratégica de cada uno de los libertadores; sin obviar los aportes innovadores de nuestros grandes maestros Simón Rodríguez y José Martí, entre otros no menos destacados.

 

La historia de sometimiento, expolio, esclavitud, servidumbre, robos de tierras y de recursos naturales, asesinatos de dirigentes sociales y políticos, violaciones, masacres y marginalidad sistemáticas que algunos insisten en minimizar e ignorar en beneficio de sus mezquinos intereses es una parte fundamental del tipo de formación económico-social que conocemos como el sistema capitalista mundial. El cambio de élites (y de imperio) no produjo, prácticamente, ningún cambio significativo para el pueblo, lo cual le condujo a movilizarse y a emprender luchas, rebeliones y protestas de diferentes niveles para ampliar y conseguir sus derechos, garantizados constitucionalmente, pero pisoteados y desechados por todos aquellos que usufructúan el poder, en cualquiera de sus denominaciones. Todos estos elementos no podrán pasarse por alto si se aspira a lograr una verdadera transformación estructural del modelo civilizatorio imperante en toda nuestra América. La insurgencia postergada de nuestros pueblos, representada no únicamente por Simón Bolívar sino igualmente por otros próceres de la época independentista (hombres y mujeres de todo color de piel y condición económica), así también de épocas posteriores, debe asumirse como un amplio y profundo proyecto de liberación que se extiende más allá de nuestras fronteras locales. «Bolívar -escribe Néstor Kohan en su libro sobre el Libertador- vuelve a inspirar nuevas rebeldías, las antiguas y otras nuevas que resignifican sus antiguas proclamas de liberación continental incorporando nuevas demandas, derechos y exigencias populares». En el presente siglo, su legado se nutre de fuentes diversas y se expresa por medio de las acciones de múltiples tipos de organizaciones sociales, culturales y políticas que enfrentan, por igual, a los grupos oligárquicos criollos, al imperialismo gringo y al capitalismo neoliberal que este defiende; lo cual establece un nexo con las primeras luchas iniciadas y protagonizadas por indígenas, negros esclavizados, mulatos, zambos, mestizos y blancos criollos empobrecidos que desembocarían, posteriormente, en la liberación política del dominio hispano. Para finalizar, habrá que recordar las palabras de Bolívar al general José Antonio Páez en 1819: “¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días!”. Tal convicción deberá hacerse carne y lección de la insurgencia permanente que le tocará asumir, tarde o temprano, a los sectores populares, si aspiran al logro de una emancipación integral, sin desmayo ni vacilaciones.

EL FACTOR IDEOLÓGICO DE LA LUCHA GUERRILLERA EN VENEZUELA

EL FACTOR IDEOLÓGICO DE LA LUCHA GUERRILLERA EN VENEZUELA

DESAPARECIDOS: LA HISTORIA NO CONCLUIDA DE LA DEMOCRACIA PUNTOFIJISTA

DESAPARECIDOS: LA HISTORIA NO CONCLUIDA DE LA DEMOCRACIA PUNTOFIJISTA

Homar Garcés

 

Como lo testimonia Pedro Pablo Linares en su libro «La lucha armada en Venezuela», existe «una memoria clandestina y perseguida» que escasamente ha despertado el interés de la mayoría de nuestra población, haciendo que la misma sólo cuente para sus sobrevivientes y para quienes se empeñan en re-descubrir objetivamente el pasado, sin concesión alguna a las versiones oficiales que suelen ocultar lo ocurrido. En nuestra nación, las desapariciones de incontables seres humanos por causas políticas llevadas a cabo de modo sistemático por los cuerpos de represión del Estado durante las décadas de los 60, 70 y 80 (sin incluir los miles de asesinatos perpetrados en 1989 al ocurrir el Caracazo) siguen siendo un capítulo oscuro de la historia de la democracia representativa en Venezuela; todo lo cual impone la necesidad histórica y revolucionaria de indagar exhaustivamente sobre quiénes fueron los responsables y quiénes los ejecutores de semejante barbarie, exigiendo la justicia que se merecen las víctimas de la doctrina de seguridad nacional que le impusiera Washington a los regímenes bajo su control en nuestra América. Desde aquella aciaga época hasta la presente, las diferentes diligencias hechas con este objetivo han tropezado generalmente con un muro de silencio y de complicidades diversas con que se busca inutilizar el reclamo de familiares, amigos y compañeros de lucha, aun bajo un régimen que, en apariencia, reivindica sus banderas e ideales de liberación nacional y socialismo.

 

Como lo explicó el entonces diputado José Vicente Rangel: «La figura de los desaparecidos surge en Venezuela a fines de 1964. En realidad, el término quizás no sea muy correcto, ya que de lo que se trata es de un simple secuestro de ciudadanos por parte de un organismo policial. Producida la detención, ésta nunca llega a ser reconocida por las autoridades, provocando en consecuencia una intensa búsqueda del detenido por sus familiares con la consiguiente desesperación a medida que las gestiones resultan negativas. Este método despiadado ni siquiera fue empleado por Rómulo Betancourt, quien se prodigó en el ensayo de una variada gama de recursos represivos orientados a eliminar al adversario político, segregar ideológicamente y quebrantar la organización de las fuerzas revolucionarias. La desaparición corresponde, en propiedad, al régimen de Raúl Leoni; su gestación hay que buscarla en el progresivo debilitamiento del poder civil y en la hipertrofia de la actividad militar durante esta etapa. El vacío que se crea en la conducción de la política interior durante el ejercicio ministerial de Gonzalo Barrios, fue llenada por una actividad oscura y marginal, al comienzo reñida con toda norma civilizada, consagrada luego por la práctica como expresión regular. Muchas de las personas que se mencionan como desaparecidas se las ha ‘tragado la tierra’, como se dice en lenguaje popular. Sus familiares ya perdieron la esperanza de encontrarlas». Una práctica que fue continuada por el gobierno de Rafael Caldera, a quien se le creó una aureola de pacificador de las guerrillas venezolanas, olvidando lo realizado por las Fuerzas Armadas, las policías regionales, la Policía Técnica Judicial (PTJ) y la Dirección General de Policía (DIGEPOL), transformada luego en la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP), con similares objetivos, en contra de luchadores sociales y revolucionarios, principalmente de estudiantes y campesinos. 

 

Como fórmulas para contener la disidencia y las olas de luchas sociales, manifestaciones callejeras y rebeliones armadas, en las instituciones militares y policiales del país fueron una práctica común los asesinatos selectivos contra dirigentes políticos y sociales acusados de ser guerrilleros o militantes comunistas, la aplicación de formas sádicas y tecnificadas de torturas y la desaparición forzada de hombres y mujeres, cuyo delito fue soñar y luchar por una mejor Venezuela. Todo esto bajo la supervisión de oficiales de la Misión Militar estadounidense (con oficinas en Fuerte Tiuna), del Pentágono y de la Agencia Central de Inteligencia (mejor identificada por sus siglas en inglés, CIA), en beneficio de los grupos oligárquicos nacionales, las grandes corporaciones transnacionales (especialmente, las dedicadas a la explotación petrolera) y, por supuesto, del imperialismo gringo. Hubo, además, la imposición anticonstitucional del Código de Justicia Militar, sin derecho al debido proceso, a personas que no integraban ningún cuerpo militar, convertido en instrumento de represión política; así como el control militar de diferentes territorios, bajo la presunción de hallarse grupos subversivos en ellos y con el deliberado propósito de causar terror en la población (sobre todo, de origen campesino), lo que constituyó una violación a los preceptos legales vigentes en esa época. En los llamados Teatros de Operaciones Antiguerrilleros, situados en diversas regiones, tales como Cabure (estado Falcón), Boconó (estado Trujillo), La Marqueseña (estado Barinas), El Tocuyo (estado Lara), Yumare (estado Yaracuy), Cachipo (estado Monagas), El Guapo (estado Miranda), Cocollar (estado Sucre) y Cumanacoa (estado Sucre), se aplicaron todos estos métodos, muchos de ellos aprendidos en la tétricamente famosa Escuela de las Américas, situada en la Zona del Canal de Panamá en manos de Estados Unidos y ahora convertida en Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, en Fort Benning, en el estado de Georgia. Como complemento, hubo grupos parapoliciales y paramilitares organizados por el partido Acción Democrática, conocidos como la Cobra Negra, la Sotopol (capitaneada por Hugo Soto Socorro) y la Manzopol (liderada por José Manzo González, ministro del presidente Jaime Lusinchi). Para tener una más detallada idea de lo que sucedió en estos Teatros de Operaciones, se puede recurrir al libro «TO3 - Campo antiguerrillero» de Efraín Labana Cordero, en el cual narra al periodista Freddy Balzán, en presencia de José Vicente Rangel, la detención, las acusaciones y las torturas padecidas a manos de funcionarios de la DIGEPOL y de las Fuerzas Armadas de Cooperación (FAC), comúnmente conocidas como Guardia Nacional (GN). De esta manera, Venezuela estuvo regida por una democracia burguesa militarizada. 

 

En búsqueda de esa justicia postergada se elaboró la Ley para sancionar crímenes, desapariciones, torturas y otras violaciones de los derechos humanos por razones políticas durante el periodo 1958-1998, la cual fue aprobada por la Asamblea Nacional bajo la presidencia del diputado y ex combatiente guerrillero Fernando Soto Rojas y promulgada por el presidente Hugo Chávez el 15 de noviembre de 2011. En esta materia, se debe reconocer la labor cumplida por la ahora repudiada Luisa Ortega Díaz (ex militante del Movimiento Político Ruptura) en su condición de Fiscal General de la República y presidenta de la Comisión por la Justicia y la Verdad, lo que dió pie para que se conformara un equipo multidisciplinario encargado de imvestigar los miles de casos de violaciones de derechos humanos -haciendo caso omiso a lo establecido constitucionalmente como Estado de derecho- perpetradas durante las cuatro décadas de hegemonía de los factores políticos, sociales y económicos de lo que históricamente se denomina pacto de Punto Fijo. También es de resaltar el rol cumplido por el antropólogo Pedro Pablo Linares y el equipo técnico al rescatar los restos muchas de las víctimas de la represión puntofijista, entre ellos, los del Teniente Nicolás Hurtado en Ospino, estado Portuguesa. Como complemento de todos los esfuerzos hechos para darle un justo lugar a estos acontecimientos en la historia venezolana se puede mencionar al Museo Memoria Histórica de la Lucha Armada del Siglo XX en Venezuela 1969-1992, representado por los combatientes guerrilleros Teófilo Ramón Caro y Octavio Beaumont Rodríguez, dedicado a escudriñar y a sacar a la luz pública esa «memoria clandestina y perseguida» que conforma la historia no concluida de la democracia puntofijista que es necesario rescatar y difundir para una mejor comprensión de la historia contemporánea venezolana.

LA LUCHA GUERRILLERA EN LA COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE VENEZUELA

LA LUCHA GUERRILLERA EN LA COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE VENEZUELA

EL CHAVISMO Y LA UTOPÍA BOLIVARIANA COMO PROYECTOS Y PROCESOS DE CAMBIO

EL CHAVISMO Y LA UTOPÍA BOLIVARIANA COMO PROYECTOS Y PROCESOS DE CAMBIO

 

Homar Garcés. 

 

A Hugo Rafael Chávez Frías se debe, fundamentalmente, que el ideario bolivariano dejara de ser una simple abstracción y pasara a convertirse en un concepto político motivador y práctico para que un vasto porcentaje de la población venezolana se animara a la acción efectiva de cambiar el mundo que le rodea. Unido a los aportes de Marx y de otros teóricos del socialismo revolucionario (rescatando la fusión del bolivarianismo con el marxismo, elaborada por Pedro Duno y Douglas Bravo en la época de las guerrillas), a través del mismo se pensó en generar un sistema de valores y de leyes justo que acabaría con la pobreza, la explotación, la discriminación, la desigualdad, el neocolonialismo, la corrupción y la ineficiencia estatales que habían mermado considerablemente la autoestima del pueblo venezolano; cuestión esta última que era reforzada por la ideología dominante, la cual -entre otras cosas- le hacía creer en su incapacidad para alcanzar los mismos niveles de desarrollo económico y de democracia logrados en otras naciones. De ahí que los grupos y las clases gobernantes se vieran a sí mismos como recompensados y destinados por la providencia para usufructuar el poder y defenderlo a toda costa de cualquier pretensión de modificar el status quo, así se hiciera en nombre de Bolívar, la Constitución, la democracia o de la soberanía nacional.

 

Sin embargo, la clásica embriaguez producida por el maná petrolero siguió siendo un rasgo distintivo de la nueva etapa histórica que vivió Venezuela, con el añadido que Chávez decidió que los excedentes de la renta petrolera se dedicaran a mejorar las condiciones socio-económicas de la población empobrecida a través de las diversas Misiones sociales que éste impulsara, más allá de los cánones tradicionales establecidos por el Estado. Estas sirvieron para que empezara a saldarse la deuda social que se mantenía respecto a los sectores populares, largamente excluidos, al mismo tiempo que se lograba la inserción de estos en el escenario político nacional con una presencia determinante en los momentos que los grupos y clases dominantes desplazados del control del Estado recurrieron al viejo formato golpista y al sabotaje abierto de la economía, en complicidad con el régimen imperialista estadounidense. Desde entonces se inició una ola de renovación democrática que presagiaba la factibilidad de constituir la organización de un verdadero poder popular, con la suficiente capacidad y autonomía para imponer cambios revolucionarios sustanciales en la manera de entender y de manejar el gobierno mediante la práctica de la democracia participativa y protagónica, sin la dependencia de partidos políticos ni del estamento burocrático estatal. Los Círculos Bolivarianos (a semejanza de los Soviets y de los Comités de Defensa de la Revolución, de Cuba) constituyeron una de las formas germinales de este poder popular que emergía y se proyectaba como la esencia del socialismo bolivariano del siglo XXI proclamado por Chávez Frías, coincidiendo con el auge de los movimientos sociales que tenía lugar en nuestra América y otros continentes en medio de la euforia capitalista ante el derrumbe del bloque soviético y, con él, del fin de la historia.

 

No obstante, se ha visto a muchos de estos nuevos dirigentes políticos convertirse en depredadores descarados de los bienes públicos; a pesar de los reiterados llamados hechos en su momento por Hugo Chávez y, ahora, por Nicolás Maduro para que el PSUV se depure de este tipo de personajes perniciosos y sean castigados con todo el rigor de las leyes. Con su comportamiento abiertamente contrarrevolucionario, esta nueva representación política del país busca promover un inmovilismo social que le permita usufructuar el poder indefinidamente sin que exista ninguna especie de contraloría social o de transformación estructural que disminuye el status alcanzado. Ella, en conjunto, es responsable de los intersticios de los que se aprovechan los grupos de la derecha pro-imperialista para desestabilizar el país e incrementar el descontento que pueda existir entre las mayorías populares. Por eso, vista y comprendida la utopía bolivariana como una herramienta de transformación radical del modelo de sociedad implantado en Venezuela, sus ideas matrices son incompatibles con el comportamiento observado entre tal «élite». Chávez mismo, en diferentes ocasiones, fustigó y puso en tela de juicio este comportamiento cuartorepublicano, instando al pueblo organizado a ejercer plenamente su soberanía y a aplicar los preceptos establecidos en la Constitución como un modo de insuflarle vitalidad permanente al proyecto revolucionario socialista bolivariano.

 

Como expresión y experiencia de la conciencia revolucionaria de los sectores, la utopía bolivariana, convertida en método, es acción colectiva liberadora. Lo que Paulo Freire llamó praxis auténtica. Esta acción se manifestaría  en un entorno cohesionado por la unidad de criterios compartidos, de manera que exista la certeza de que ella no sólo es factible, o deseable, sino que es la piedra fundacional de la organización social futura, suprimidos los elementos negativos del presente; todo gracias a la puesta en marcha de un proceso dialógico, reflexivo, organizacional y participativo, nutrido y llevado a cabo de manera independiente por las diferentes organizaciones revolucionarias populares. Ésto exigía un replanteamiento profundo de la manera de ser de los activistas político-partidistas que accedieran a los diversos cargos de representación popular, sin quedarse en un mero cambio de nombres.

 

El proyecto nacional popular revolucionario bolivariano (entendido también como proceso), a la luz de los diferentes acontecimientos que, de una u otra manera, han marcado la historia reciente de Venezuela, requiere que se propicie un proceso de evaluación crítica, democrática y genuinamente socialista, que le permita a los sectores populares su reapropiación y relanzamiento de modo que se asiente la transformación estructural que el mismo contempla. Esto incluye acentuar la importancia de la teorización sobre la doctrina revolucionaria bolivariana como su puntal principal, sin el cual no habría un elemento convergente que pueda convocar a los sectores populares del país; comprendiendo y dándole espacio a sus distintas motivaciones e intereses, de modo que se elabore (o reelabore) entre todos un proyecto factible de país. Las herramientas están a la orden del día, como se dice popularmente. Falta generar una mayor voluntad colectiva para emprender los cambios políticos, económicos, sociales y culturales que allí están plasmados. Malamente, todavía estamos acostumbrados a la vieja forma de entender y de hacer política, lo que incide en que haya una dependencia de partidos políticos y del Estado, a pesar del cuestionamiento diario que se hace de ellos, la que resulta nociva (así se afirme lo contrario) para el funcionamiento y la organización de un poder auténticamente popular y revolucionario.  

EL CULTO A BOLÍVAR Y LOS DUEÑOS DE LA HISTORIA

EL CULTO A BOLÍVAR Y LOS DUEÑOS DE LA HISTORIA

 

Homar Garcés
 
En el discurso pronunciado el 24 de junio de 1983 en el Palacio de las Academias en Caracas, José Manuel Briceño Guerrero expuso lo que ha sido, de hecho, por más de un siglo, la religión laica de los venezolanos. Resaltó que «el culto oficial a Bolívar, característico y definitorio del Estado republicano, no guarda continuidad con la presencia innominada de Bolívar en nosotros más cerca de su corazón que de sus actos. El poder político venezolano, después del corto lapso de estupor que siguió al parricidio, recuperó el cadáver de Bolívar y lo hizo objeto de un culto supersticioso que encubre el terror de su resurrección y garantiza su muerte, separándolo de la tierra donde podría germinar». Desde el momento que la clase gobernante de Venezuela, encabezada por el General en Jefe y presidente José Antonio Páez, le levantara la medida de proscripción y exilio, decidiendo la repatriación de sus restos desde la República de la Nueva Granada, el Libertador Simón Bolívar ha sido objeto de una veneración interesada de parte de aquellos que se han escudado tras su nombre con fines completamente opuestos a los que él trazara para emancipar al país (junto con el resto de nuestra América) y consolidar definitivamente su independencia sobre las bases de una república sólida, ejemplar y enteramente igualitaria, justa y democrática. 

Al indagar respecto a la personalidad, los hechos, el pensamiento y el legado histórico de Simón Bolívar se debe estar en disposición de sostener un debate teórico, político y cultural que no solo permita comprenderlo y ubicarlo en el tiempo sino también establecer su conexión con el presente de luchas de nuestra América, sin que ello sea obstruido de algún modo por los prejuicios sembrados por las historias oficiales y el nacionalismo parroquial de nuestros países, según la ideología y los intereses de las minorías dominantes. Se debe considerar, como lo apunta Néstor Kohan en su obra «Simón Bolívar y nuestra independencia. Una mirada latinoamericana», que «la historia no es sólo la historia de las clases dominantes. Ellos, los poderosos, las elites, las clases dominantes explotadoras, no son los únicos protagonistas del drama humano. Al mismo tiempo y en paralelo, hay una historia de los de abajo, de las clases populares, de las clases subalternas, de las clases explotadas y de los pueblos oprimidos. Quien no enfoque su mirada hacia esta última terminará confundido, cantando alabanzas, consciente o inconscientemente, a los poderosos y a los (hasta ahora) vencedores. Para vencer hay que aprender —en el pasado, en el presente, en el futuro— a ver al pueblo actuando de pie, no sólo de rodillas, pasivo y como simple ’base de maniobra’».

Durante mucho tiempo, Bolívar y los demás grandes personajes de la nacionalidad fueron sometidos cada año a la liturgia de efemérides, donde los oradores y participantes resaltan sus cualidades, pero sin mencionar que eran hombres y mujeres de su tiempo, comunes hasta cierta medida, que supieron (o se vieron forzados) comprender cuál debiera ser su rol en el desarrollo de los acontecimientos en que se hallaron envueltos; quitándoles esa aura de gente predestinada con la cual sería muy difícil igualarse. Esto nos conduce a una evasión permanente hacia un pasado heroico y glorioso que, en vez de emularse, ocasiona entre el pueblo un sentimiento de frustración generalizado. Ese carácter de elegidos divinos que se les atribuye a estos hombres y estas mujeres obstaculizan, de un modo u otro, la conciencia histórica que debiera servir como elemento de la nacionalidad. Con Frantz Fanon, cabe decir que «el hombre colonizado que escribe para su pueblo cuando utiliza el pasado debe hacerlo con la intención de abrir el futuro, de invitar a la acción, de fundar la esperanza». En dicho caso, el culto creado en torno a Bolívar por aquellos que se han considerado a sí mismos como dueños de la historia lo alejan de lo que debiera conformar una relación de continuidad con los acontecimientos que, de algún modo, fueron determinantes en la fisonomía histórica venezolana y no simple anécdota familiar que se transmite de generación en generación como una cuestión única sin que haya ocurrido nada más que este episodio, digno de estudiar, actualizar y rememorar con criterio de objetividad.


La línea de continuidad histórica que han pretendido establecer los distintos gobiernos con la gesta bolivariana no debe ser un impedimento para acceder a una mayor aproximación, asimilación y comprensión de quien fuera el Libertador Simón Bolívar, sin que esto se entienda como su aislamiento del resto de los impulsores de la independencia, fueran hombres o mujeres, militares o civiles, de extracción social alta o baja. En palabras del historiador Germán Carrera Damas, «la conciencia histórica tradicional venezolana quiere que el pasado heroico, y específicamente Simón Bolívar, sirvan a un tiempo de acicate y de escudo que permitan compensar las alegadas deficiencias estructurales del pueblo venezolano. Bolívar ha de ser un paradigma, siempre presente, pero inalcanzable en su perfección por cuanto le sirve de base un patrón deificado. El pueblo cumple, en estas circunstancias, un rol más bien receptivo, por no decir pasivo; el cual, por otra parte, se corresponde con el que, según la historia patria, desempeñó en los momentos cuando la excelencia del paradigma -o sea durante las guerras de independencia- llevó ese pueblo a realizar tareas que estaban muy por encima de sus facultades demostradas, antes y después». Esta conclusión es lo que hace necesario estar prevenidos con la conveniencia de sostener el culto a Bolívar, tal como se ha estilado desde la primera magistratura de Páez, pese al reconocimiento de su necesidad, a la manera de entenderlo Nicolás de Maquiavelo o Antonio Gramsci cuando plantean que se debe recurrir al mito, de manera que este sirva de motor para impulsar y nutrir la acción y la organización que hará factible la transformación o la conservación de la nación y, junto con ella, principalmente, la realidad política, económica, social y cultural vigente de nuestra nación.