EL CHAVISMO Y EL «SUEÑO DE LA REVOLUCIÓN» DE LOS 60
Homar Garcés
Las masacres de Cantaura en 1982, de Yumare en 1986, de El Amparo en 1988 y de el Caracazo en 1989 se producen en el marco de la doctrina de la seguridad nacional, elaborada por el imperialismo gringo y extendida, desde la época de los años 60 del siglo XX, a Venezuela y a todo el conjunto de naciones de nuestra América, cumpliéndose así con el objetivo de asegurar su hegemonía continental a través del poder detentado por las camarillas políticas y las clases sociales dominantes. Son también una demostración más que evidente de su internalización entre los miembros de los distintos organismos policiales y militares que, respondiendo a la tradición y a la instrucción con que fueran (o son) formados, ven en las demás personas (salvo aquellas que se encuentran encumbradas en posiciones de poder político y económico) a seres que poco importan y, por lo tanto, a quienes se puede inferir cualquier clase de daño, gracias a la autoridad que representan. De ese modo, mediante la aplicación de esta doctrina de seguridad nacional en nuestro país quedaban abolidas de facto las garantías a la inviolabilidad de la libertad personal, la inviolabilidad del hogar, la inviolabilidad de las correspondencias personales, la libertad de tránsito, la libertad de expresión, la libertad de reunión y el derecho a la protesta, en lo que son, indudablemente, delitos de lesa humanidad. Cuando se consideraba necesario, aparte de la detención y de la tortura, se recurrió a la llamada ley de fuga, con la cual los funcionarios quedaban exonerados de cualquier recurso ante las instancias legales competentes; auxiliados, en muchos casos, por los medios de información que divulgaban, como un hecho verdadero y comprobado, la versión oficial, a pesar de sus inconsistencias y el escenario inverosímil en que sucedieron cada uno de estos acontecimientos.
En el contexto de la Guerra Fría (la modalidad de guerra mundial sostenida por los polos imperialistas de la URSS y Estados Unidos), la hipótesis de conflicto interno que contemplaba la doctrina de seguridad nacional estableció que la existencia y la acción de organizaciones consideradas subversivas por los estrategas militares debía considerarse el enemigo a derrotar y, por tanto, quedaba justificado no solo el uso de la fuerza sino cualesquiera método que permitiera el logro de este propósito. De esa manera, hechos como la huelga iniciada en julio de 1977 en la C.A. Bananera de Venezuela, ubicada en el estado Yaracuy, quedaron insertados en esta categoría, llegándose a suprimir la vigencia de los derechos humanos, incluso de personas ajenas a los mismos. Lo que no sería ninguna novedad para estos ciudadanos venezolanos, dados los antecedentes de represión padecidos durante las décadas de los 60 cuando las fuerzas militares maltrataron y ejecutaron campesinos en su estrategia de exterminio de los frentes guerrilleros que se hallaban en esta zona geográfica.
El 4 de octubre de 1982, en el sector Los Changurriales, adyacente a la vía entre las poblaciones de El Tigre y Cantaura del estado Anzoátegui, funcionarios de las Fuerzas Armadas Nacionales y de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (cuya jefatura era ejercida por Remberto Antonio Uzcátegui Bruzual) llevan a cabo la ejecución de veintitrés militantes de la organización Bandera Roja, del Frente Guerrillero Américo Silva, en lo que sería, según la versión oficial, un «encuentro armado» en el cual destaca el uso de aeronaves tipo Canberra y OV-10 Bronco y la participación del tenebrosamente famoso comisario de la DISIP Henry Rafael López Sisco, con un largo historial de asesinatos de diversos luchadores políticos y sociales. Pese a ser capturadas con vida, se evidenció que fueron ajusticiadas sumariamente, sin un debido proceso, con disparos de armas de fuego de alto calibre en la parte posterior de la cabeza; lo que desmiente el relato de las autoridades, difundido ampliamente en los diferentes medios de información del país y el informe del médico forense Guillermo Antonio Solano, adscrito al Cuerpo Técnico de Policía Judicial (PTJ). Al igual que en otros sucesos similares, hubo encubrimiento de parte de todas las autoridades involucradas, incluso del Ministerio Público Militar, en lo que constituyó una clara violación de los derechos humanos y el desconocimiento del ordenamiento jurídico venezolano.
En la masacre de Yumare, en el sector conocido como La Vaca, del caserío Barlovento, distrito Bolívar, del estado Yaracuy, interviene también el tenebrosamente famoso comisario de la DISIP Henry Rafael López Sisco, director de operaciones de este cuerpo policial, además de jefe de su grupo de comando de acciones especiales. Allí, el 8 de mayo de 1986, se encontraba pernoctando un grupo de luchadores sociales y políticos con la idea de conformar la Corriente Histórico-Social, basada en el ideario revolucionario del Libertador Simón Bolívar, el cual fue infiltrado por cuatro funcionarios de la DISIP, quienes dan parte a López Sisco del lugar y de la cantidad de personas allí concentradas, alevosamente asesinadas, mientras dormían y totalmente indefensos al no poseer armamento alguno. Gracias a que hubo dos sobrevivientes, el país pudo conocer lo que realmente ocurriera, en momentos en que se suponía que la lucha guerrillera estaba en declive y sus últimos combatientes ya habían manifestado su intención de dejar las armas. Dicha masacre comprueba el grado de odio anticomunista (o anti-izquierdista) que, desde los años iniciales de la década de los 60, permeará a todos los grupos de poder existentes en Venezuela, en connivencia con el imperialismo gringo que los asesoró y los apertrechó ideológica y logísticamente para impedir que cualquier idea y movimiento popular contrario a sus designios pudieran prosperar y magnificarse en todo el territorio nacional.
La masacre de catorce pescadores ocurrida durante el mandato del presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) en el caño La Colorada, de la población de El Amparo del municipio Páez del estado Apure (octubre de 1988), a manos de efectivos del Comando Específico Antisecuestro y Antiguerrillero José Antonio Páez (comandado por el general Humberto Camejo Arias y conformado por miembros de las Fuerzas Armadas, de la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención, ahora llamada Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, y del Cuerpo Técnico de Policía Judicial, denominado en la actualidad como Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas) no sólo constituyó un escándalo por la cantidad de personas abatidas sino por el hecho que el presidente y su ministro de la defensa, general Ítalo del Valle Alliegro, mintieron descaradamente al país al afirmar que éstos eran guerrilleros integrantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia, versión que fue desmentida por dos sobrevivientes, Augusto Arias y Volver Gregorio Pinilla; resultando un falso positivo, del mismo modo que se haría algo común en el territorio colombiano.
Jesús Eduardo Brando, en un artículo publicado en el diario El Nacional, el 10 de julio de 1990, «Redefinición de objetivos de FAN obliga a revisar gasto armamentista», recordó que «personeros militares partícipes en lo que puede considerarse el acto represivo de mayor intensidad y escala de la historia contemporánea de Venezuela, el denominado Caracazo (27 y 28 de febrero y 1 de marzo de 1989), sin pudor alguno, calificaron a estos sucesos como fuente de inspiración para los fracasados golpes de Estado de febrero y noviembre de 1992, por cuanto en teoría rechazaron la acción brutal de la Fuerza Armada, pese a ser ellos, precisamente, los ejecutores de aquella masiva operación punitiva, para la cual recibieron, sin oponerse cuando debieron en función de los principios alegados posteriormente, la formación táctica necesaria, pues en mayo de 1990, valga la anécdota, fueron entrenados en el denominado Ejercicio Conjunto 01-90, diseñado según sus planificadores para …"evaluar el entrenamiento y capacidad de respuesta de las FAN ante el eventual desencadenamiento de disturbios civiles, bajo coordinación y supervisión permanente y continua de la Jefatura de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas"» . Resaltan entre estos ejecutores, Hernán Grüber Odremán, el contralmirante de la insurrección del 27 de noviembre de 1992, destacado en el Teatro de Operaciones número 3, y Carlos Vethencourt Rojas, coronel que llegó a integrar el Consejo Legislativo del estado Lara en representación del partido MVR, también destacado en el Teatro de Operaciones número 3. No obstante las explicaciones a posteriori, es innegable que la antigua doctrina de seguridad nacional se mantiene vigente en Venezuela, en uno u otro sentido, a pesar de lo establecido constitucionalmente en materia de respeto a los derechos humanos, lo que explica la actitud que algunos funcionarios asumen frente a cualquier ciudadano, sea éste o no un delincuente; lo que impondría la necesidad de una completa revisión legislativa y administrativa que tienda a eliminar este viejo vestigio de la Guerra Fría en este país bolivariano.
Homar Garcés
Pocos años después de su fallecimiento, en torno al Libertador Simón Bolívar se trazó una línea divisoria que buscó separar por siempre sus ideales, sus luchas y su personalidad de todo aquello que representara la historia de luchas e intereses redentores de los sectores populares. De esta manera, hubo una apropiación interesada de la figura de Bolívar por parte de los sectores dominantes, ubicándose a sí mismos como sus únicos y legítimos herederos, por lo que cualquier disidencia en su contra constituiría una herejía imperdonable, merecedora de excomunión y de todo castigo (encarcelamiento, expatriación o muerte). Toda referencia al Libertador tendría que hacerse según el canon establecido por la historia oficial, en lo que será el culto a su personalidad, convertido, para el caso de los sectores populares, en una deidad inalcanzable y en una dádiva celestial inmerecida, dada su rebeldía constante en oposición a los designios de dios y de sus insignes gobernantes, los «burgueses» criollos.
«Al analizar el pasado -según refiere Néstor Kohan en su libro "Simón Bolívar y nuestra independencia”- se descubren las fuentes de los sufrimientos actuales (que poco tienen que ver con “la ira de Dios” o algún “pecado original” y mucho con los robos, saqueos, matanzas y genocidios terrenales). Los poderosos prefieren una visión discontinua y entrecortada de la historia donde cada generación rebelde, sin conocer las experiencias anteriores, debe comenzar de cero. Así, ellos terminan siendo los propietarios del pasado como son propietarios de todo lo demás. Por eso intentan esconder los orígenes y borrar la historia. Eludirla, ocultarla o convertirla, como propone la filosofía del posmodernismo, en un videoclip esquizofrénico, una secuencia azarosa de hechos sin ninguna racionalidad ni sentido global. Cuando no pueden borrar, tergiversan y deforman, construyendo 'historias oficiales'». De ahí que, pese al esfuerzo continuo de quienes buscan que se vea la historia de nuestros pueblos como una cuestión marginal y de poca trascendencia, se imponga la recomendación del mismo Kohan, al exponer que «conocer la historia nos permite crear conciencia y consolidar la identidad personal, comunitaria, de clase y nacional enriqueciendo la autoestima popular para la lucha». Esto requiere revolucionar las distintas concepciones que se tengan de la historia, comenzando por rescatar y resaltar la historia local, aquella que comprende la historia de nuestras comunidades y regiones, e integrarla a la que define el pasado común de nuestras naciones; evitando en todo lo posible la reproducción ideológica del eurocentrismo, lo que es decir, de la colonialidad.
Con Simón Bolívar, se debe evitar la visión simplista del proceso independentista que se ha transmitido tradicionalmente, haciéndolo el Libertador único, predestinado por la providencia, del mismo modo que la imagen de crueldad sádica que buscan imponerle algunos resentidos (como ocurre actualmente en el reino de España); sin ahondar mucho en las diferentes circunstancias que propiciaron su liderazgo y los cambios revolucionarios que asegurarían la soberanía y la prosperidad de cada uno de los países bajo su mando y sin olvidar su labor en pro de la integración federada de las antiguas colonias españolas. En esta orientación, es necesario enmarcar la independencia más allá de un simple deseo de desprenderse del dominio español, entendiéndola como un enfrentamiento entre opresores y oprimidos que trastocó, de raíz, el orden jerárquico que regía el tipo de sociedad existente entonces y que, aún, tras dos siglos, se mantiene irresoluto.
La insurgencia de los sectores populares tuvo, en consecuencia, una connotación más integral de lo que se ha divulgado a través de la historia oficial. No sólo motivada por razones económicas o de sobrevivencia sino también por su propia liberación y en contra de la explotación y de todas las injusticias sufridas. Se puede aseverar, sin mucha exageración, que el proceso independentista incluye múltiples rebeldías, no solo la protagonizada por los representantes de la clase pudiente o dominante ( lo que fue un rasgo común en todo el imperio español en la América meridional), lo que amplía los factores, los propósitos y las motivaciones que concurrieron en este proceso. Por eso, la insurgencia postergada de los sectores populares de nuestra América, producto de la ambición de sus nuevos gobernantes, en connivencia con los factores imperialistas de Europa y Estados Unidos, adquiere ahora un carácter anticapitalista y antiimperialista a nivel continental. En ésta, Bolívar es un referente imprescindible, lo que incomoda grandemente a quienes detentan el poder, dentro y fuera de nuestras naciones. La negación de Bolívar sería, por tanto, la negación de esa insurgencia postergada de nuestra América que es preciso desarrollar, con la misma visión internacionalista que caracterizara la acción estratégica de cada uno de los libertadores; sin obviar los aportes innovadores de nuestros grandes maestros Simón Rodríguez y José Martí, entre otros no menos destacados.
La historia de sometimiento, expolio, esclavitud, servidumbre, robos de tierras y de recursos naturales, asesinatos de dirigentes sociales y políticos, violaciones, masacres y marginalidad sistemáticas que algunos insisten en minimizar e ignorar en beneficio de sus mezquinos intereses es una parte fundamental del tipo de formación económico-social que conocemos como el sistema capitalista mundial. El cambio de élites (y de imperio) no produjo, prácticamente, ningún cambio significativo para el pueblo, lo cual le condujo a movilizarse y a emprender luchas, rebeliones y protestas de diferentes niveles para ampliar y conseguir sus derechos, garantizados constitucionalmente, pero pisoteados y desechados por todos aquellos que usufructúan el poder, en cualquiera de sus denominaciones. Todos estos elementos no podrán pasarse por alto si se aspira a lograr una verdadera transformación estructural del modelo civilizatorio imperante en toda nuestra América. La insurgencia postergada de nuestros pueblos, representada no únicamente por Simón Bolívar sino igualmente por otros próceres de la época independentista (hombres y mujeres de todo color de piel y condición económica), así también de épocas posteriores, debe asumirse como un amplio y profundo proyecto de liberación que se extiende más allá de nuestras fronteras locales. «Bolívar -escribe Néstor Kohan en su libro sobre el Libertador- vuelve a inspirar nuevas rebeldías, las antiguas y otras nuevas que resignifican sus antiguas proclamas de liberación continental incorporando nuevas demandas, derechos y exigencias populares». En el presente siglo, su legado se nutre de fuentes diversas y se expresa por medio de las acciones de múltiples tipos de organizaciones sociales, culturales y políticas que enfrentan, por igual, a los grupos oligárquicos criollos, al imperialismo gringo y al capitalismo neoliberal que este defiende; lo cual establece un nexo con las primeras luchas iniciadas y protagonizadas por indígenas, negros esclavizados, mulatos, zambos, mestizos y blancos criollos empobrecidos que desembocarían, posteriormente, en la liberación política del dominio hispano. Para finalizar, habrá que recordar las palabras de Bolívar al general José Antonio Páez en 1819: “¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días!”. Tal convicción deberá hacerse carne y lección de la insurgencia permanente que le tocará asumir, tarde o temprano, a los sectores populares, si aspiran al logro de una emancipación integral, sin desmayo ni vacilaciones.
Homar Garcés
Como lo testimonia Pedro Pablo Linares en su libro «La lucha armada en Venezuela», existe «una memoria clandestina y perseguida» que escasamente ha despertado el interés de la mayoría de nuestra población, haciendo que la misma sólo cuente para sus sobrevivientes y para quienes se empeñan en re-descubrir objetivamente el pasado, sin concesión alguna a las versiones oficiales que suelen ocultar lo ocurrido. En nuestra nación, las desapariciones de incontables seres humanos por causas políticas llevadas a cabo de modo sistemático por los cuerpos de represión del Estado durante las décadas de los 60, 70 y 80 (sin incluir los miles de asesinatos perpetrados en 1989 al ocurrir el Caracazo) siguen siendo un capítulo oscuro de la historia de la democracia representativa en Venezuela; todo lo cual impone la necesidad histórica y revolucionaria de indagar exhaustivamente sobre quiénes fueron los responsables y quiénes los ejecutores de semejante barbarie, exigiendo la justicia que se merecen las víctimas de la doctrina de seguridad nacional que le impusiera Washington a los regímenes bajo su control en nuestra América. Desde aquella aciaga época hasta la presente, las diferentes diligencias hechas con este objetivo han tropezado generalmente con un muro de silencio y de complicidades diversas con que se busca inutilizar el reclamo de familiares, amigos y compañeros de lucha, aun bajo un régimen que, en apariencia, reivindica sus banderas e ideales de liberación nacional y socialismo.
Como lo explicó el entonces diputado José Vicente Rangel: «La figura de los desaparecidos surge en Venezuela a fines de 1964. En realidad, el término quizás no sea muy correcto, ya que de lo que se trata es de un simple secuestro de ciudadanos por parte de un organismo policial. Producida la detención, ésta nunca llega a ser reconocida por las autoridades, provocando en consecuencia una intensa búsqueda del detenido por sus familiares con la consiguiente desesperación a medida que las gestiones resultan negativas. Este método despiadado ni siquiera fue empleado por Rómulo Betancourt, quien se prodigó en el ensayo de una variada gama de recursos represivos orientados a eliminar al adversario político, segregar ideológicamente y quebrantar la organización de las fuerzas revolucionarias. La desaparición corresponde, en propiedad, al régimen de Raúl Leoni; su gestación hay que buscarla en el progresivo debilitamiento del poder civil y en la hipertrofia de la actividad militar durante esta etapa. El vacío que se crea en la conducción de la política interior durante el ejercicio ministerial de Gonzalo Barrios, fue llenada por una actividad oscura y marginal, al comienzo reñida con toda norma civilizada, consagrada luego por la práctica como expresión regular. Muchas de las personas que se mencionan como desaparecidas se las ha ‘tragado la tierra’, como se dice en lenguaje popular. Sus familiares ya perdieron la esperanza de encontrarlas». Una práctica que fue continuada por el gobierno de Rafael Caldera, a quien se le creó una aureola de pacificador de las guerrillas venezolanas, olvidando lo realizado por las Fuerzas Armadas, las policías regionales, la Policía Técnica Judicial (PTJ) y la Dirección General de Policía (DIGEPOL), transformada luego en la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP), con similares objetivos, en contra de luchadores sociales y revolucionarios, principalmente de estudiantes y campesinos.
Como fórmulas para contener la disidencia y las olas de luchas sociales, manifestaciones callejeras y rebeliones armadas, en las instituciones militares y policiales del país fueron una práctica común los asesinatos selectivos contra dirigentes políticos y sociales acusados de ser guerrilleros o militantes comunistas, la aplicación de formas sádicas y tecnificadas de torturas y la desaparición forzada de hombres y mujeres, cuyo delito fue soñar y luchar por una mejor Venezuela. Todo esto bajo la supervisión de oficiales de la Misión Militar estadounidense (con oficinas en Fuerte Tiuna), del Pentágono y de la Agencia Central de Inteligencia (mejor identificada por sus siglas en inglés, CIA), en beneficio de los grupos oligárquicos nacionales, las grandes corporaciones transnacionales (especialmente, las dedicadas a la explotación petrolera) y, por supuesto, del imperialismo gringo. Hubo, además, la imposición anticonstitucional del Código de Justicia Militar, sin derecho al debido proceso, a personas que no integraban ningún cuerpo militar, convertido en instrumento de represión política; así como el control militar de diferentes territorios, bajo la presunción de hallarse grupos subversivos en ellos y con el deliberado propósito de causar terror en la población (sobre todo, de origen campesino), lo que constituyó una violación a los preceptos legales vigentes en esa época. En los llamados Teatros de Operaciones Antiguerrilleros, situados en diversas regiones, tales como Cabure (estado Falcón), Boconó (estado Trujillo), La Marqueseña (estado Barinas), El Tocuyo (estado Lara), Yumare (estado Yaracuy), Cachipo (estado Monagas), El Guapo (estado Miranda), Cocollar (estado Sucre) y Cumanacoa (estado Sucre), se aplicaron todos estos métodos, muchos de ellos aprendidos en la tétricamente famosa Escuela de las Américas, situada en la Zona del Canal de Panamá en manos de Estados Unidos y ahora convertida en Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, en Fort Benning, en el estado de Georgia. Como complemento, hubo grupos parapoliciales y paramilitares organizados por el partido Acción Democrática, conocidos como la Cobra Negra, la Sotopol (capitaneada por Hugo Soto Socorro) y la Manzopol (liderada por José Manzo González, ministro del presidente Jaime Lusinchi). Para tener una más detallada idea de lo que sucedió en estos Teatros de Operaciones, se puede recurrir al libro «TO3 - Campo antiguerrillero» de Efraín Labana Cordero, en el cual narra al periodista Freddy Balzán, en presencia de José Vicente Rangel, la detención, las acusaciones y las torturas padecidas a manos de funcionarios de la DIGEPOL y de las Fuerzas Armadas de Cooperación (FAC), comúnmente conocidas como Guardia Nacional (GN). De esta manera, Venezuela estuvo regida por una democracia burguesa militarizada.
En búsqueda de esa justicia postergada se elaboró la Ley para sancionar crímenes, desapariciones, torturas y otras violaciones de los derechos humanos por razones políticas durante el periodo 1958-1998, la cual fue aprobada por la Asamblea Nacional bajo la presidencia del diputado y ex combatiente guerrillero Fernando Soto Rojas y promulgada por el presidente Hugo Chávez el 15 de noviembre de 2011. En esta materia, se debe reconocer la labor cumplida por la ahora repudiada Luisa Ortega Díaz (ex militante del Movimiento Político Ruptura) en su condición de Fiscal General de la República y presidenta de la Comisión por la Justicia y la Verdad, lo que dió pie para que se conformara un equipo multidisciplinario encargado de imvestigar los miles de casos de violaciones de derechos humanos -haciendo caso omiso a lo establecido constitucionalmente como Estado de derecho- perpetradas durante las cuatro décadas de hegemonía de los factores políticos, sociales y económicos de lo que históricamente se denomina pacto de Punto Fijo. También es de resaltar el rol cumplido por el antropólogo Pedro Pablo Linares y el equipo técnico al rescatar los restos muchas de las víctimas de la represión puntofijista, entre ellos, los del Teniente Nicolás Hurtado en Ospino, estado Portuguesa. Como complemento de todos los esfuerzos hechos para darle un justo lugar a estos acontecimientos en la historia venezolana se puede mencionar al Museo Memoria Histórica de la Lucha Armada del Siglo XX en Venezuela 1969-1992, representado por los combatientes guerrilleros Teófilo Ramón Caro y Octavio Beaumont Rodríguez, dedicado a escudriñar y a sacar a la luz pública esa «memoria clandestina y perseguida» que conforma la historia no concluida de la democracia puntofijista que es necesario rescatar y difundir para una mejor comprensión de la historia contemporánea venezolana.
Homar Garcés.
A Hugo Rafael Chávez Frías se debe, fundamentalmente, que el ideario bolivariano dejara de ser una simple abstracción y pasara a convertirse en un concepto político motivador y práctico para que un vasto porcentaje de la población venezolana se animara a la acción efectiva de cambiar el mundo que le rodea. Unido a los aportes de Marx y de otros teóricos del socialismo revolucionario (rescatando la fusión del bolivarianismo con el marxismo, elaborada por Pedro Duno y Douglas Bravo en la época de las guerrillas), a través del mismo se pensó en generar un sistema de valores y de leyes justo que acabaría con la pobreza, la explotación, la discriminación, la desigualdad, el neocolonialismo, la corrupción y la ineficiencia estatales que habían mermado considerablemente la autoestima del pueblo venezolano; cuestión esta última que era reforzada por la ideología dominante, la cual -entre otras cosas- le hacía creer en su incapacidad para alcanzar los mismos niveles de desarrollo económico y de democracia logrados en otras naciones. De ahí que los grupos y las clases gobernantes se vieran a sí mismos como recompensados y destinados por la providencia para usufructuar el poder y defenderlo a toda costa de cualquier pretensión de modificar el status quo, así se hiciera en nombre de Bolívar, la Constitución, la democracia o de la soberanía nacional.
Sin embargo, la clásica embriaguez producida por el maná petrolero siguió siendo un rasgo distintivo de la nueva etapa histórica que vivió Venezuela, con el añadido que Chávez decidió que los excedentes de la renta petrolera se dedicaran a mejorar las condiciones socio-económicas de la población empobrecida a través de las diversas Misiones sociales que éste impulsara, más allá de los cánones tradicionales establecidos por el Estado. Estas sirvieron para que empezara a saldarse la deuda social que se mantenía respecto a los sectores populares, largamente excluidos, al mismo tiempo que se lograba la inserción de estos en el escenario político nacional con una presencia determinante en los momentos que los grupos y clases dominantes desplazados del control del Estado recurrieron al viejo formato golpista y al sabotaje abierto de la economía, en complicidad con el régimen imperialista estadounidense. Desde entonces se inició una ola de renovación democrática que presagiaba la factibilidad de constituir la organización de un verdadero poder popular, con la suficiente capacidad y autonomía para imponer cambios revolucionarios sustanciales en la manera de entender y de manejar el gobierno mediante la práctica de la democracia participativa y protagónica, sin la dependencia de partidos políticos ni del estamento burocrático estatal. Los Círculos Bolivarianos (a semejanza de los Soviets y de los Comités de Defensa de la Revolución, de Cuba) constituyeron una de las formas germinales de este poder popular que emergía y se proyectaba como la esencia del socialismo bolivariano del siglo XXI proclamado por Chávez Frías, coincidiendo con el auge de los movimientos sociales que tenía lugar en nuestra América y otros continentes en medio de la euforia capitalista ante el derrumbe del bloque soviético y, con él, del fin de la historia.
No obstante, se ha visto a muchos de estos nuevos dirigentes políticos convertirse en depredadores descarados de los bienes públicos; a pesar de los reiterados llamados hechos en su momento por Hugo Chávez y, ahora, por Nicolás Maduro para que el PSUV se depure de este tipo de personajes perniciosos y sean castigados con todo el rigor de las leyes. Con su comportamiento abiertamente contrarrevolucionario, esta nueva representación política del país busca promover un inmovilismo social que le permita usufructuar el poder indefinidamente sin que exista ninguna especie de contraloría social o de transformación estructural que disminuye el status alcanzado. Ella, en conjunto, es responsable de los intersticios de los que se aprovechan los grupos de la derecha pro-imperialista para desestabilizar el país e incrementar el descontento que pueda existir entre las mayorías populares. Por eso, vista y comprendida la utopía bolivariana como una herramienta de transformación radical del modelo de sociedad implantado en Venezuela, sus ideas matrices son incompatibles con el comportamiento observado entre tal «élite». Chávez mismo, en diferentes ocasiones, fustigó y puso en tela de juicio este comportamiento cuartorepublicano, instando al pueblo organizado a ejercer plenamente su soberanía y a aplicar los preceptos establecidos en la Constitución como un modo de insuflarle vitalidad permanente al proyecto revolucionario socialista bolivariano.
Como expresión y experiencia de la conciencia revolucionaria de los sectores, la utopía bolivariana, convertida en método, es acción colectiva liberadora. Lo que Paulo Freire llamó praxis auténtica. Esta acción se manifestaría en un entorno cohesionado por la unidad de criterios compartidos, de manera que exista la certeza de que ella no sólo es factible, o deseable, sino que es la piedra fundacional de la organización social futura, suprimidos los elementos negativos del presente; todo gracias a la puesta en marcha de un proceso dialógico, reflexivo, organizacional y participativo, nutrido y llevado a cabo de manera independiente por las diferentes organizaciones revolucionarias populares. Ésto exigía un replanteamiento profundo de la manera de ser de los activistas político-partidistas que accedieran a los diversos cargos de representación popular, sin quedarse en un mero cambio de nombres.
El proyecto nacional popular revolucionario bolivariano (entendido también como proceso), a la luz de los diferentes acontecimientos que, de una u otra manera, han marcado la historia reciente de Venezuela, requiere que se propicie un proceso de evaluación crítica, democrática y genuinamente socialista, que le permita a los sectores populares su reapropiación y relanzamiento de modo que se asiente la transformación estructural que el mismo contempla. Esto incluye acentuar la importancia de la teorización sobre la doctrina revolucionaria bolivariana como su puntal principal, sin el cual no habría un elemento convergente que pueda convocar a los sectores populares del país; comprendiendo y dándole espacio a sus distintas motivaciones e intereses, de modo que se elabore (o reelabore) entre todos un proyecto factible de país. Las herramientas están a la orden del día, como se dice popularmente. Falta generar una mayor voluntad colectiva para emprender los cambios políticos, económicos, sociales y culturales que allí están plasmados. Malamente, todavía estamos acostumbrados a la vieja forma de entender y de hacer política, lo que incide en que haya una dependencia de partidos políticos y del Estado, a pesar del cuestionamiento diario que se hace de ellos, la que resulta nociva (así se afirme lo contrario) para el funcionamiento y la organización de un poder auténticamente popular y revolucionario.