EN NUESTRA AMÉRICA, LA LUCHA ES UNA SOLA
Sólo una práctica revolucionaria determina una conducta revolucionaria y ésta se deriva, básicamente, de los valores y de los conocimientos que delinean una conciencia social distinta a aquella que es aceptada tradicionalmente como normal en la sociedad, pero que responde a unos patrones de dominación imperceptibles. Nada diferente a ello podrá dar cuenta de la condición revolucionaria que exhiba alguna gente, aún la mejor intencionada, creyendo que es suficiente afirmarlo, adoptando incluso cierta simbología, sin tocar fondo. Si no existe esta convicción, acrisolada en la lucha diaria por lograr una emancipación superior al logro de algunas conquistas parciales, será difícil que haya algo cercano a la revolución.
Esta es, justamente, la realidad que ha arropado y caracterizado comúnmente la historia latinoamericana y caribeña desde las gestas independentistas, signada principalmente por el reformismo, aunque algunos hechos acaben revestidos de revolución (sin serlo) gracias a los historiadores, manteniéndose las mismas estructuras de dominación y de dependencia coloniales, ahora con ribetes nuevos. Todo esto ha representado un flujo y reflujo en las luchas sostenidas por los pueblos de nuestra América por una democracia más real y menos discursiva, con sus momentos estelares y sus momentos de agonía, pero de modo decidido y tenaz, a tal grado que las mismas capas dominantes de la sociedad tienen que ceder para conservar sus privilegios mientras logran la reconquista del poder, mimetizando las victorias populares. Tal realidad ocurre, en parte, por la misma tradición histórica de las luchas populares de nuestra América al depender demasiado de líderes carismáticos, sin alcanzar un grado óptimo de organización y menos de madurez política e ideológica, con los cuales crear una situación revolucionaria única, autogestionaria y de auténtico contenido popular. En la actualidad, se ha extendido por todo el Continente una corriente común de luchas sociales, germinada a través del tiempo, que presagia un cambio radical en los órdenes político, económico y social, con masas movilizadas en demanda de sus más sentidas reivindicaciones, pero con los elementos adicionales del antiimperialismo, la antiglobalización y la defensa de los recursos naturales de cada nación, evidenciando con ello una postura diferente a la observada en décadas pasadas.
Frente a tal corriente, el imperialismo yanqui y sus asociados latinoamericanos se hallan desarmados. Ya no pueden recurrir a las mismas fórmulas represivas, intervencionistas y golpistas del pasado de manera descarada e impune, sin levantar un revuelo mundial contraproducente. Quizás la experiencia más resaltante en este sentido sea la de Venezuela, donde se han estrellado las distintas variaciones desestabilizadoras del intervencionismo gringo frente a la voluntad soberana de todo un pueblo, cosa que angustia y desespera a la clase gobernante neoconservadora de Estados Unidos, ya que intuyen su declive hegemónico, de persistir el “mal ejemplo” de los venezolanos. Por eso reviven los viejos recursos mediáticos propagandísticos, inoculándole el miedo al comunismo a los sectores conservadores de la misma forma como se hiciera durante la Guerra Fría, explotando a su favor el “fracaso soviético” y escondiendo la verdad de los hechos. Ahora más cuando se dan cuenta que el fenómeno tiende a masificarse, a internacionalizarse y a diversificarse, sin tener que depender exclusivamente de sus dirigentes actuales, planteándose entonces mayores avances. De ahí que no descarten el fascismo como instrumento extremo para impedir ese auge prerrevolucionario que se palpa indeclinable en cada una de las naciones de nuestra América, comenzando por Venezuela, tal como se quiso con el golpe de Estado de 2002, en especial por los estrechos vínculos existentes con Cuba, una dupla incómoda para Washington.
Sin embargo, a pesar de los rasgos comunes que caracterizan las luchas populares latinoamericanas, cada una responde a la especificidad e idiosincrasia de sus países. Esto ha permitido -gracias a los encuentros internacionales celebrados desde hace algún tiempo- un enriquecimiento de sus posiciones particulares, llegándose a entender que la lucha es una sola y tiene un enemigo de clase común: el capitalismo. La comprensión de ello revivió la propuesta socialista, desmintiendo de esta manera la proclamada victoria del liberalismo y el fin de la historia, dándole en nuestro hemisferio una connotación diferente o aparentemente novedosa, más cercana a los contextos de nuestros pueblos y a las ideas expuestas por Simón Rodríguez, Mariátegui y el Che Guevara. De todos modos, esto no significa que el socialismo que se está enarbolando en este siglo XXI tenga una definición única y exacta, siendo ésta -quizás- su mejor fortaleza, entendiéndolo sin dogmatismo alguno como lo hicieran en su momento Carlos Marx y todos los luchadores socialistas auténticos del mundo. Todavía falta un largo trecho por andar para que haya conclusiones más acertadas al respecto. Lo trascendente es que vivimos una era de grandes transformaciones donde los pueblos son los protagonistas, como siempre se quiso a través de toda la historia.-
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