LOS GRINGOS NO TIENEN AMIGOS
Muchos analistas han anticipado -desde hace aproximadamente 30 años- las perspectivas de un orden internacional enteramente dominado por el complejo industrial-militar estadounidense, como lo denominara el presidente Dwight “Ike” Eisenhower. Actualmente, nadie niega que Estados Unidos abandera -junto con sus subordinados europeos y, un “poco” al margen, Israel- un proceso que pretende reencauzar y asentar sólidamente una política neoliberal y neocolonialista a escala mundial en beneficio de su predominio y de sus grandes corporaciones capitalistas transnacionales. Así, la clase gobernante gringa tiene como un asunto vital y de la máxima importancia para sus intereses la recuperación y el fortalecimiento de la situación hegemónica y dependiente que ha marcado la historia común de las naciones de nuestra América.
Para los gringos, la prédica de soberanía y pluralismo democrático que se forjó colectivamente en diferentes naciones al sur de sus fronteras en los últimos decenios resulta absolutamente amenazante, absurda e intolerable. Sobre todo, cuando ve en su horizonte la presencia, las inversiones y la influencia de otros poderes extraterritoriales (China y Rusia) minan esta situación histórica. Aunado, como secuela de ello, a lo que pudieran hacer algunos gobiernos “díscolos” o “forajidos” que actuarían en su contra, animados por un espíritu nacionalista y/o izquierdista.
Si revisamos con mayores detalles esta historia, a fin de no soltar la preciada presa que le correspondería de acuerdo a su “destino manifiesto”, Estados Unidos recurrió a lo largo de doscientos años a una diversidad de acciones. Algunas cruentas, otras más sutiles, pero todas orientadas a una misma y única meta. De este modo, la doctrina Monroe (1823), el corolario Roosevelt (1904), la Unión Panamericana (1910), la política del “buen vecino” bajo la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, la doctrina Truman (1948), que dio forma a la Organización de Estados Americanos y al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca mediante la cual Estados Unidos brindó apoyo financiero, político y logístico a regímenes que fueran abiertamente anticomunistas y, por lo tanto, enemigos de la URSS; la Alianza para el Progreso, promovida por el malogrado Jhon Fitzgerald Kennedy; el Consenso de Washington, aupado por William Clinton; y la propuesta fallida del Área de Libre Comercio de las Américas y la “guerra preventiva” (o “infinita”) contra el terrorismo internacional de George Walker Bush -pasando por lo propio de Barack Obama y Donald Trump, con su Estrategia de Defensa Nacional- han conformado los hitos principales de la sempiterna política estadounidense de dominación territorial de Nuestra América. A la par de ello, Estados Unidos patrocinó una serie de intervenciones militares (México, Cuba, República Dominicana, Haití, Panamá, Nicaragua y Grenada), golpes de Estado (Chile, Argentina, Perú, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Venezuela), asesinatos selectivos de líderes populares (Augusto César Sandino, Jorge Eliécer Gaitán, Omar Torrijos, Arnulfo Romero), y el respaldo logístico y entrenamiento militar a grupos contrarrevolucionarios (mercenarios en Guatemala, anticastristas en Playa Girón, “Contras” en Nicaragua, escuadrones de la muerte en El Salvador); condicionados a la voluntad estadounidense.
Esto le facilitó Estados Unidos “convencer” a nuestros pueblos de la fatalidad que pendía sobre ellos: convertirse en colonias o en Estados tutelados del imperio del Norte. A tal grado llega esta convicción inducida que existen grupos que se atribuyen la representación nacional (como acaeciera con Panamá antes de “independizarse” de Colombia o, en la actualidad, con la oposición de derecha en Venezuela) que merodean por los pasillos de la Casa Blanca, el Departamento de Estado o el Congreso gringos, vendiéndose como las mejores garantías para preservar el orden establecido; en tanto ellos sean quienes controlen el poder. Algunos ya no tienen necesidad de hacerlo, instalados como están en los palacios de gobierno (México, Colombia, Brasil, Perú, Argentina), pero igualmente comprometidos con este objetivo imperial. Olvidan, sin embargo, que para Estados Unidos lo esencial no es tener amigos (recuérdese la experiencia sufrida por el General Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, luego de reconocérsele como el mejor gobernante de Latinoamérica, o por la Junta militar que rigió Argentina cuando ésta desencadenara la guerra con Inglaterra por la posesión de las islas Malvinas), sólo intereses. -
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