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EL MUNDO DEL CAPITALISMO

LA RELIGIÓN Y LA AMENAZA A LA LIBERTAD HUMANA

LA RELIGIÓN Y LA AMENAZA A LA LIBERTAD HUMANA

Homar Garcés
La religión es, sin lugar a dudas, la forma más extendida de superstición alrededor de todo nuestro planeta. La causa primera de todas las guerras de conquista. Incluso, de aquellas que son justificadas bajo argumentos más «plausibles», como la defensa del «mundo libre» frente a las acechanzas del comunismo. Para muchos, el significado de la religión se traduce en consuelo, bienestar, reducción de estrés y de culpas (ciertas o inducidas), además de la identidad particular que proporciona a cada individuo o comunidad respecto al resto de sus congéneres, diferenciándolos en muchos aspectos y ubicándolos, generalmente, en una posición de primacía al proclamar que su «Dios» es el único verdadero y, frente al cual, no hay otros dioses que adorar. En su libro «El espejismo de Dios», el biólogo británico Richard Dawkins plantea que «las personas devotas han muerto por sus dioses y han matado por ellos; han azotado sus espaldas hasta sangrar, se han jurado así mismas una vida de celibato o de silencio, todo al servicio de la religión. ¿Para qué sirve todo esto? ¿Cuál es el beneficio de la religión?». Aparte de esta descripción, la religión está ahíta de creencias que contradicen categóricamente la razón y los hechos científicos que la sustentan; incluso sostenidas por personas que, por su profesión o grado académico, debieran ser las primeras en mostrarse escépticas ante las mismas. Esto hace que la credulidad humana (creer sin evidencias) normalmente se halle saturada de fantasías religiosas que desafían cualquier noción de racionalidad y bordee los límites del fanatismo y de la locura. A tal efecto, es conocida la tradición de los presidentes de Estados Unidos que han recibido mensajes de «Dios», ordenándoles, por ejemplo, la invasión de Irak, en el caso de George W. Bush. Esto produce una credulidad servil que es aprovechada, en muchas ocasiones, en términos de nacionalismo o patriotismo (estimado como virtud absoluta), por quienes están al frente del Estado y de la política en su propio beneficio; una cuestión que se ha hecho común en las últimas décadas, en busca de capital electoral.
Las masacres genocidas perpetradas en nombre de la religión son los episodios de las acciones humanas que más resalta la historia. Principalmente en lo que se conoce como civilización occidental y cristiana. Sobre este punto, John Hartung señala que «la Biblia es una guía para la moralidad de grupo, completada con instrucciones para el genocidio, para la esclavización de los grupos ajenos y para la dominación del mundo». La religión amplifica y exacerba la división histórica entre muchas naciones, como ha ocurrido en Bharat (India), Medio Oriente y Kosovo, por citar aquellos escenarios donde la violencia ha sido extrema. Para aquellas personas (religiosas o no) que ven en este cuestionamiento a la influencia de la religión en la realidad diaria del mundo un ataque desconsiderado y, por tanto, inaceptable, habrá que citarles lo escrito en «Por qué no podemos ser cristianos (Y menos aún católicos)» por Piergiorgio Odifreddi: «el anticlericalismo constituye más una defensa de la laicidad del Estado que un ataque a la religión de la Iglesia». Todo ciudadano puede profesar el credo que mejor se avenga con sus gustos e inteligencia. Lo que no puede, ni debe, admitirse es que, en nombre de sus dioses y de la libertad religiosa, omitan y coaccionen el derecho de los demás a tener su fe o, en sentido contrario, a proclamarse ateos o agnósticos, sin que esto suponga la justificación para impedírselo o, en el caso extremo, para decretar su eliminación física, como podría ocurrir en los países de raigambre islámica.
Karl Marx, en su obra «Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel», ataca los efectos perniciosos y alienantes de la religión como institución entre los sectores populares. En ella expone: «La miseria religiosa es, a la vez, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo. Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real. La exigencia de renunciar a las ilusiones sobre su condición es la exigencia de renunciar a una condición que necesita de ilusiones. La crítica a la religión es, por tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo lo constituye la religión». Para muchos, es prueba fehaciente del ateísmo que carcomería el alma de Marx y de aquellos que lo secundan en el propósito de abolir la división de clases sociales y la explotación del proletariado por los dueños de los medios de producción; reflejada en la acusación de ser la religión «el opio del pueblo», pasando por alto todo lo referente a que ésta es «la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real». No hay más que releer en los Evangelios lo dicho, supuestamente, por Jesús de Nazareth para darse cuenta de que hay una profunda diferencia o contradicción entre lo que representa su mensaje de redención y el predicado por los representantes de la cristiandad (católicos, protestantes y demás derivados), sirviendo éstos de soporte al modelo civilizatorio creado según los intereses y la ideología burguesa capitalista.
Como lo expone Gore Vidal, ensayista y periodista estadounidense, «el gran mal inmencionable del centro de nuestra cultura es el monoteísmo. Surgidas de la bárbara Edad de Bronce, conocida como Antiguo Testamento, han evolucionado tres religiones antihumanas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Son religiones con dioses en el cielo. Son, literalmente, patriarcales —Dios es el Padre omnipotente— , y de ahí el aborrecimiento de las mujeres durante dos mil años en aquellos países afligidos por el Dios celestial y sus terrestres delegados masculinos». Aparte de su dosis de superstición, la religión genera intolerancia y persecución, siendo estos dos de sus rasgos más evidentes que se tratan de imponer  en nombre de la libertad religiosa, aún cuando muchos Estados se proclaman laicos constitucionalmente. La explotación política del celo religioso mostrado por alguna gente ha conducido a los gobernantes más recientes de Estados Unidos, Brasil y Perú, entre otros, a actuar de una manera intolerante e irracional, desconociendo los principios que sostienen la democracia; predisponiendo a las masas crédulas o fanatizadas a aceptar abiertamente el establecimiento de una teocracia. En todo ello se evidencia la tendencia de pervertir el sentido común de la democracia y de la moral, amenazando todo lo que implica la libertad humana. 
Una verdad poco apreciada y difundida es que las personas religiosas no difieren mucho en sus intuiciones morales de aquellas que se consideran ateas y agnósticas. Sin embargo, entre ambos grupos se han erigido barreras que hacen ver que entre estos y quienes son religiosos (más propensos, aparentemente, a tener una conducta moral mayor que aquellos que no lo son), por lo que es lícito segregar y atacar a los primeros, obligándolos a su conversión, de forma parecida a la lograda en España con judíos y musulmanes y, tiempo más tarde, contra los pueblos originarios en toda la gran extensión geográfica de nuestra América. Bien lo dijo el reformador religioso Martin Lutero: «La razón es el mayor enemigo que tiene la fe; nunca viene en ayuda de las cosas espirituales, aunque más frecuentemente lucha contra la Palabra Divina, tratando con desprecio todo lo que emana de Dios». Quienes se comportan de acuerdo con este tipo de fe imperialista y absolutista -interpretando de forma literal el contenido de sus libros sagrados, sin posibilidad de error- no muestran un ápice de aceptación de pluralismo en la sociedad o país que aspiran dirigir; lo que los empareja, sin duda, con quienes quisieron hacer del fascismo la nueva religión de Europa y, por consiguiente, del mundo conocido.

ÉTICA Y POLÍTICA: UN CONFLICTO ENTRE BANDOS OPUESTOS

ÉTICA Y POLÍTICA: UN CONFLICTO ENTRE BANDOS OPUESTOS

Homar Garcés

 

A través de la historia no ha habido ningún personaje que haya sido del todo justo y bueno aunque su imagen actual sea la de un santo o la de un héroe digno de emular por todos. En el pasado, los sectores populares solían exigir, generalmente, de quienes les gobiernan (especialmente en regímenes que proclaman la soberanía popular como el eje central de sus actuaciones e intereses) formas ejemplares de ser y de comportarse. Sin embargo, todo eso empezó a relativizarse y relajarse, dependiendo del momento y del tipo de dirigentes o gobernantes cuestionados y hallados culpables de cometer alguna clase de inmoralidad. En Estados Unidos, «paradigma» de la democracia mundial, por citar solo dos ejemplos, el presidente Richard Nixon tuvo que renunciar al cargo luego que se demostrara su responsabilidad al ordenar a funcionarios de seguridad espiar en las oficinas del comando nacional de campaña del Partido Demócrata, en lo que se llamó el escándalo de Watergate; mientras que al presidente Bill Clinton se le eximió de ser condenado por los tribunales que lo investigaron por mantener una relación sexual con Mónica Lewinsky. Otros casos podrían citarse, algunos vinculados con el crimen organizado, como en Colombia con el narcotráfico y el paramilitarismo durante las presidencias de Álvaro Uribe Vélez e Iván Duque Márquez. O en la vieja Italia con Silvio Berlusconi. En conjunto, la desafección y la deslegitimación de la actividad política viene aparejada por el relajamiento producido en la conducta de aquellos que acceden a las cúpulas del poder, aprovechándose de la buena fe y de las necesidades de quienes les otorgan, confiados, su voto.

 

Hay que entender que en cualquier latitud del planeta, el fin primordial de la política sigue siendo, sencillamente, la conquista del poder. No entenderlo así sería pecar de ingenuo, creyendo en el paraíso prometido, pero bajo parámetros terrestres. En síntesis, la conquista del poder supone la existencia de un conflicto entre bandos opuestos, ya sean organizaciones político-partidistas o clases sociales, que, normal y aparentemente, se fundamenta en el logro supremo del bien común. Aristóteles, uno de los padres de la filosofía occidental europea, al vincular la ética con la política, expresaba que “conducirse éticamente significa querer el bien por sí mismo. El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado”. Una concepción de virtud y vida buena que se ha visto rebasada y, hasta, ridiculizada por la moral imperante en el mundo político contemporáneo, haciéndola ver como algo arcaico e innecesario; todo lo cual incide en el comportamiento observado entre gobernados y gobernantes, tocados todos por el deseo de acceder a una existencia fácil y confortable, al alcance de la mano.

 

Como ya lo anotáramos, la política -entendida como el arte de un buen gobierno republicano- ha sido trastocada por intereses particulares, unidos a intereses comerciales usualmente extranjeros, pero que también pueden asociarse a conglomerados internos; lo que ha hecho de la misma un trampolín seguro para alcanzar un statu de riqueza que, de otra forma, resultaría difícil de disfrutar. Por eso, la justificación de la utilización de medios moralmente dudosos en la política no solo halla espacio en la mentalidad de los gobernantes y demás dirigentes políticos sino también (y es lo más preocupante) entre sus seguidores, soñando emularlos aunque únicamente les toquen algunas migajas. Esto ocasiona la erosión del principio político de isonomía o, lo que es lo mismo, la igualdad de todos ante la ley, respecto a derechos y deberes, en lo que debiera constituir una verdadera democracia. En vez de ello, pululan los políticos que ven al resto de individuos como meros instrumentos para alcanzar y usufructuar el poder, lo que influye, de una u otra manera, en la corrupción extendida de los funcionarios. 

 

No obstante, aún prevalece la convicción sobre el justo empleo de ese poder. Aunque no se pueda esperar una intervención divina en el curso de los acontecimientos humanos, sobre todo en los relacionados con la política. Por eso se requieren ciertas líneas de acción que permitan conjurar los riesgos que provienen de la ambición que corroe el escenario político. Como bien lo expusiera Nicolás de Maquiavelo en su época, la humildad (con el agregado de la inteligencia) no necesariamente le ganará a la soberbia por el mero hecho de que una es buena y la otra mala. Sería lo ideal. «Pero tan exigente empresa -afirmará en su más famoso libro- requiere la generación de ciudadanos virtuosos, políticamente capaces, obedientes a leyes que se dan a sí mismos, servidores del bien público, dispuestos a aprender, participando en política, cuáles son los costes de generar, conservar y desarrollar la libertad que comparten. Ciudadanos entregados a la acción y a la lucha pública por sus libertades». Esto nos obliga a entender y a comprender que la ética y la política se rigen por lógicas que se muestran contrarias entre sí, lo que hace que su estudio y su explicación tengan una complejidad aún mayor de la que pudiera inferirse, dado el sentido común predominante que es, básicamente, aquel que conviene a los intereses de las clases sociales dominantes.

DESCLASAMIENTO Y REENCLASAMIENTO SOCIAL COMO SUSTENTO DE LA CONTRARREVOLUCIÓN

Homar Garcés

 

Es innegable que, producto del mejoramiento sustancial de las condiciones materiales y económicas de las clases excluidas o empobrecidas que se suscitara en naciones como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela bajo los gobiernos de Néstor Kirchner, Evo Morales, Lula Da Silva, Rafael Correa y Hugo Chávez, se iniciara un proceso de desclasamiento y reenclasamiento social que, de alguna manera, permitió cierto ascenso social , económico y político de quienes se mantuvieron por largo tiempo excluidos del tipo de sociedad imperante. Consolidado este cambio, ocurre el despunte de algunos grupos políticos reaccionarios, diferentes en apariencia a los grupos políticos tradicionales, lo que explicaría el por qué éstos hayan triunfado electoralmente en tales naciones; a excepción de Bolivia y Venezuela, víctimas, sin embargo, de la violencia y de golpes de Estado fascistoides. En algunos casos, esto ha configurado la democratización del poder económico y político que antes fuera ejercido de modo exclusivo por las clases dominantes. Esto impone el uso de nuevos marcos interpretativos, adaptados a las circunstancias del presente, aún cuando haya todavía la hegemonía político-electoral que facilitó el surgimiento de este tipo distinto de gobiernos. En referencia a esto último, el sociólogo y ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, expresa que «hegemonía no es directamente sinónimo de continuidad de liderazgo», dada la situación que los ejes motivadores de la lucha y la organización populares, una vez alcanzados, ya no son los mismos y tienden más a la concreción de intereses focalizados o particulares. Conscientes o no del efecto de sus acciones, quienes dirigen el Estado en nombre de las clases populares propician una situación mediante la cual éstas se desactivan, desmovilizan y pasivizan, reduciendo de forma contraproducente sus márgenes de autonomía en función del control asumido. De ese modo, se diluirán los orígenes, los objetivos y el desarrollo de las luchas y de la organización populares, allanando la vía para que los sectores reaccionarios (dotados de mayores y efectivos mecanismos de difusión) exploten las deficiencias y los resentimientos existentes, colocándose en una posición ventajosa respecto a sus contrapartes. 

 

La falta de subversivismo o de iniciativa popular resulta ser una realidad antitética al de una revolución; es más, da pie para que haya una restauración del orden jerárquico (como contramovimiento de las clases dominantes, reforzadas por la clase emergente, surgida del nuevo estamento burocrático gobernante) que se pretendía demoler aunque esta vez con un discurso menos conservador y oligárquico. La condición de subalternidad en que se hallaban antes los sectores populares ahora sería de re-subalternización, lo que marca una contradicción abismal frente a los postulados fundamentales que hicieron posible la transición entre el viejo y el nuevo orden. En esta nueva etapa, la que se podría calificar como la clase emergente abandona la línea subversiva inicialmente trazada para enfocarse en retener su control del poder alcanzado, convirtiéndose en una clase reaccionaria, con intereses particulares que defender.

 

En muchos de nuestros países, el impacto negativo de los altos índices de pobreza y de desempleo en las condiciones de vida de millares de familias (generados por una política económica neoliberal), la ausencia de una gestión eficaz en materia de servicios públicos de salud y educación, la reducción del poder adquisitivo de los trabajadores ante el incremento especulativo de los precios de los productos alimenticios y la situación de impunidad de la corrupción que roe la confianza general en los valores y la efectividad de la democracia como sistema político adecuado, han minado el sentido común respecto a cuál sería la mejor forma de acomodar las cosas. Muchos de aquellos que sufren los embates materiales y psicológicos de tal realidad, se inclinan por opciones que, si bien lucen autoritarias y ajenas a cualquier propósito de garantía y de ampliación del ejercicio democrático, ofrecen alguna posible salida; estableciéndose cierto paralelo con épocas pasadas cuando, según su criterio, había orden y progreso. Todo esto sin permitirse descubrir cuáles son sus verdaderas raíces, contentándose con solo atacar los síntomas. El descrédito del estamento político-partidista, por ejemplo, a pesar del descontento de un número estadísticamente significativo de ciudadanos, no impide que éstos continúen eligiendo candidatos que sólo ven escaleras en las elecciones para ascender y mejorar económicamente, con poco o ningún apego al contenido de sus discursos, apenas diferenciados unos de otros. La distancia política, ideológica y/o afectiva que pudo existir en el pasado entre distintas fracciones partidistas (tanto de izquierda como de derecha, en algunos casos, mezclándose) se ha acortado considerablemente, con lo cual el espectro político se halla más expuesto a contradicciones que hace cincuenta o cien años. De ese modo, los marcos discursivos reaccionarios encuentran espacio en la opinión pública y se nutren de las frustraciones de un sector excluido de la población que se siente, en algún modo, amenazado en muchas de sus aspiraciones materiales por aquellos que, cree, no merecen alcanzar ni disfrutar de sus mismos privilegios y derechos, viendo en todo esto una injusticia intolerable.

 

En una entrevista que se le hizo a la autora del libro «Pocos contra muchos», Nadia Urbinati, ésta señaló que «si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al régimen democrático». El repudio a la política tradicional es el basamento principal para que se produzca esta situación. Sin embargo, las dirigencias de las organizaciones con fines político-electorales la pasan por alto, confiadas en la masa de votos cautivos que aún pudieran tener. Ya anteriormente, tras el fracasado intento de derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez, en su discurso en el Congreso de la República, el ex presidente Rafael Caldera lo enunció de forma certera: «Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad». Tras una larga sucesión de regímenes socialdemócratas y conservadores, así como dictatoriales, apegados a los programas económicos neoliberales, se produce una ruptura revolucionaria, teniendo como epicentro el descontento popular, lo que se concretó en la asunción de gobiernos de tendencia reformista, izquierdista y, en algunos países, derivados de la división de los partidos políticos tradicionales. En la actualidad, la autonomía de los individuos frente al poder del Estado es una demanda generalizada. Por consiguiente, ésta deberá concretarse a través de la participación, haciendo necesario el marco legal propio de un verdadero Estado de derecho, lo que nunca será posible de limitarse dicha participación a una adhesión forzada y no natural o espontánea a un determinado gobierno; además de impedirse las condiciones para que se produzca una profundización de la democracia.

LAS MINORÍAS EXCLUIDAS Y LA «NUEVA» IDEOLOGÍA DE LO SOCIALMENTE «CORRECTO»

LAS MINORÍAS EXCLUIDAS Y LA «NUEVA» IDEOLOGÍA DE LO SOCIALMENTE «CORRECTO»


Homar Garcés 
Como se ha definido, la disforia de género es el término utilizado para denotar una profunda sensación de incomodidad y aflicción que puede ocurrir cuando las personas perciben y manifiestan que su sexo biológico no coincide con su identidad de género. En el pasado, esto también se denominaba trastorno de identidad de género. En nuestro mundo contemporáneo, a la par de otras reivindicaciones, desde hace algunos años, se han reconocido los derechos que dichas personas reclaman, en lo que atañe, por ejemplo, al lenguaje y el matrimonio igualitario, obligando así a redefinir muchos aspectos de la vida social, al mismo tiempo que generan una serie de polémicas que, de momento, no parecen tener fin.
La inclusión forzada, discriminación positiva o diversidad forzada, como igualmente es conocida, ha tenido un fuerte impacto en lo que concierne -especialmente- a la producción de medios audiovisuales del entretenimiento y, hasta cierto punto, en la difusión de obras literarias clásicas, cuyos personajes y tramas estarían revestidos de una ideología heterosexual dominante que segrega, estigmatiza e invisibiliza a quienes difieren, en uno u otro sentido, de los convencionalismos sociales tradicionalmente establecidos. En tal sentido, gran parte de lo socialmente «correcto» en cuanto al sexo o la «raza» está siendo sacudido por el cuestionamiento y las exigencias de quienes se han señalado como minorías excluidas, lo que ha configurado la factibilidad de una sociedad más diversa e inclusiva que la existente en siglos pasados. Pero, a la par de ello, se hallan aquellos que se muestran en contra, apegados a los valores, las costumbres, las creencias y los estándares de un modelo de sociedad altamente jerarquizado que, producto de los cambios generados por los derechos logrados bajo el amparo de la democracia, el modelo económico predominante y las nuevas tecnologías de las telecomunicaciones y la informática, ahora son percibidos como elementos opresivos, obsoletos y retrógrados. 

En un artículo publicado en 2020, «‘Generación Woke’: las raíces de un nuevo puritanismo», Argemino Barro hace referencia a que las acciones y protestas de quienes promueven la inclusión forzada, discriminación positiva o diversidad forzada apuntan al establecimiento de «un paisaje tenso e hipersensible, sin baches ni ofensas, sin dobles sentidos, donde cada palabra es mirada con lupa, a las opiniones discordantes se las traga la autocensura y todo tiene que ser planchado para quedar perfecto: igualitario, diverso, politicamente correcto, justo». No obstante, lo que debiera apuntar al desmontaje de los mecanismos ideológicos de la desigualdad y al logro efectivo de una convivencia democrática entre personas realmente libres y reflexivas, es utilizado por algunos como herramienta para difundir y asentar lo contrario, estableciendo, de hecho, lo que podrá considerarse como una dictadura perfecta, sin disenso alguno, cuando muchos prefieren callar sus verdaderas opiniones para evitar que se les etiquete de una forma negativa, sufriendo, en consecuencia, otro tipo de discriminación. 

Sin embargo, otras muchas personas, ciegas o indiferentes ante las muestras de racismo, xenofobia, sexismo y misoginia que se producen en su sociedad, dan por sentado que éstas forman parte de la cotidianidad que deben vivir y, por lo tanto, que no podrían censurarse, al ser algo “normal” dentro de su cultura. Defienden, en este caso, un statu quo conservador, ajeno a cualquier cosa que llegue a alterar el modo de vivir establecido, lo que hace de ellas seres que no se atreverán a acompañar ningún cambio revolucionario, por muy pequeño o positivo que luzca, ya que hará tambalear la seguridad de sus convicciones y del papel que creen deben cumplir, sea por el lugar de origen, predestinación, tradición familiar o voluntad propia. La universalidad de la cultura y de la socialización generada por el modelo civilizatorio, de raíz eurocéntrica, bajo el cual mora el mayor porcentaje de la humanidad -sin incluir o reconocer la pertinencia de los valores y la cultura de los pueblos indígenas o nativos, presentes en cada continente- propicia la transmisión de estereotipos que legitiman la discriminación en todos los aspectos, a pesar de las denuncias y de las legislaciones en su contra. 

«En los últimos años -señala el periodista y ensayista español Pascual Serrano en la reseña que hace del libro «#Cancelado. El nuevo macartismo», de Carmen Domingo- han aparecido determinados movimientos muy loables, justos y necesarios. Desde el Metoo denunciando las agresiones sexuales y el acoso, al Black Lives Matter en defensa de la vida de la población afrodescendiente en Estados Unidos y contra la violencia que sufría. Se fueron sumando movimientos: de apoyo al colectivo LGTB, ambientalistas, anticolonialistas… Todo bien. El problema surge cuando, en un determinado momento, y en nombre de esas buenas causas, comienza la caza de brujas, la persecución de los que no las comparten, los que no ajustan a esas bienintencionadas cruzadas. Y digo problema porque ha resultado que no se sabe dónde está el límite de la intolerancia. Es evidente que debemos ser intolerantes al racismo, al sexismo, a la injusticia, pero ¿hasta dónde debe llegar esa intolerancia?, ¿cuál es el límite de lo que no debemos aceptar?». Vista la transnacionalización de la xenofobia contra los inmigrantes y la marginación de las minorías étnicas y sexuales, replicadas ambas actitudes por medio de las redes sociales, a veces con respaldo gubernamental, surge la necesidad de contrarrestarlas mediante la profundización de lo que éstas representan en el desencadenamiento de situaciones conflictivas que merman los valores que debieran sostener la sociedad humana, sin que ello signifique que haya sólo un cambio de una ideología heterosexual dominante por una «nueva» ideología de lo socialmente «correcto» que, en vez de eliminarla, incrementaría una mayor jerarquización de la misma.

EL PODER Y LAS «AMENAZAS» DE UNA CRÍTICA TRANSGRESORA

EL PODER Y LAS «AMENAZAS» DE UNA CRÍTICA TRANSGRESORA

 

Homar Garcés.

Todo ser humano es susceptible a la crítica. Especialmente, aquel que se halla ejerciendo funciones de poder, por lo que la crítica se convierte en una acción incómoda e intolerable, sobre todo si proviene de personas que, se supone, tienen una misma ideología o militancia político-partidista. En términos criollos, suele invocarse la máxima popular que señala que «los trapos sucios se lavan en casa» con lo que se busca acallar y estigmatizar cualquier señalamiento que sea visto como un ataque a la autoridad, con lo cual se pudiera inferir que todo poder, aún el ejercido bajo los cánones de la democracia, siempre tenderá a ser un poder despótico o arbitrario y, en consecuencia, será un poder de esencia antidemocrática, por mucha propaganda que se difunda para convencernos de todo lo contrario. En un sentido general, todo poder cumple una función negativa, excluyente y represora que, a su vez, genera una acción (consciente e inconsciente) de resistencia y cuestionamiento entre la población gobernada. Esto marca una dualidad escasamente resuelta y, poco menos, evitable, dadas las múltiples ambiciones que tienen lugar en el mundillo político.
 
También ocurre que quienes ocupan cualquier cargo en las distintas estructuras del poder público suelen “olvidar” que el mismo tiene como origen el voto popular, expresión de la soberanía nacional, establecida en toda Constitución que se conozca a nivel mundial. Pero muchos se precian de ser bendecidos por la suerte o la providencia (al modo de los antiguos monarcas absolutos), o ven así recompensados sus esfuerzos y lealtades al adherirse a una organización con fines políticos y a sus dirigentes más relevantes; por lo que no se sienten obligados a rendir cuentas al «populacho». Muchas veces, como ocurrió en el siglo pasado en Italia, Alemania, la Unión Soviética y Cambodia, la tendencia es provocar un efecto disuasivo que minimice y erradique toda disidencia interna, creando la ilusión de una unidad partidista y nacional sólida y monolítica. Más aún, cuando surgen en el horizonte nuevas exigencias políticas y se tienen que confrontar otras realidades sociales, culturales y económicas para las cuales no se tuvieron los escenarios previstos de antemano y se carece de la suficiente capacidad para comprenderlas y ajustarse a las mismas. 

Quienes gobiernan por mucho tiempo acaban por aferrarse al poder de una manera irracional y enfermiza. Eso es una realidad constatable a lo largo de la historia. Rodeados por sus adulantes y acosados por sus demonios internos, crean barreras protocolares que acaban por distanciarlos del pueblo. Es aquí cuando las «amenazas» de la crítica comienzan a generar una especie de paranoia entre los estamentos gobernantes, azuzándolos a reprimir toda manifestación contraria a su estatus, no importa si es algo que viole las leyes y los derechos humanos, pasando de un simple ostracismo o destierro a la decisión de eliminar físicamente a aquellos que osan transgredirlo. Algo de lo cual no podría excusarse a ningún régimen, siendo la razón de Estado la fuente frecuente de sus justificaciones. 

En esta situación invariable, la ética y la política, aunque debieran conjugarse o amalgamarse en un todo, se rigen por lógicas que son contrarias entre sí, lo que hace que su estudio y explicación tengan más complejidad de la que pudiera inferirse, dado el sentido común predominante. Por ende, será necesario que la mayoría subordinada (o gobernada) se organice y tome conciencia de cuál es el rol que le corresponde asumir en la construcción y defensa de los valores democráticos que deben guiar su conducta; lo que servirá de muro de contención a los diversos excesos que pudieran cometer quienes se presentan a sí mismos como sus guías y salvadores, atenazados, como lo estarían, por las «amenazas» de una crítica que siempre sería transgresora.

 

LA DISTOPÍA COGNITIVA: INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y GRUPOS DE PRESIÓN

LA DISTOPÍA COGNITIVA: INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y GRUPOS DE PRESIÓN

 

Homar Garcés

 

Nos desenvolvemos en medio de una sociedad del entretenimiento y del consumo inducidos por el sistema capitalista, la cual convierte a muchos en individuos narcisistas y materialistas, con escaso (o nulo) apego a valores que entrañen un sentido de comunidad o de solidaridad. Con el impacto exponencial de las llamadas inteligencias artificiales estaríamos adentrándonos en un mundo dominado, contradictoriamente, por la ignorancia y por los prejuicios, algo similar al periodo medieval europeo cuando las monarquías y la iglesia católica le imponían a sus súbditos criterios indiscutibles y se les prohibía pensar con cabeza propia. Las inteligencias artificiales -manipuladas por los grandes capitalistas- contribuirán a afianzar dicha "cultura". La realidad virtual ha creado una ficción de libertad que, de un modo general, es aprovechada, por ejemplo, por quienes difunden mensajes de odio, apelando al derecho que les asiste a la libre expresión. La socialización y la amplitud de criterios que redundarían en la creación de canales de interconexión entre personas y grupos ubicados en puntos distintos del orbe quedó restringida a la difusión de mensajes banales, sin que se admita espacio alguno a la diversidad ni a la libertad del pensamiento. La nueva tendencia que se ha generado en internet es la impuesta por los que son identificados como lectores y editores sensibles, censurando lo que, en su opinión, representan elementos ofensivos, aún cuando estén incluidos en obras artísticas, literarias y cinematográficas reconocidas y producidas en el pasado.  

 

El entramado invisible que se ha creado (contando con nuestra participación inconsciente y, en algunos casos, resignada) apenas ha merecido reflexiones críticas de parte de analistas y profesionales de las ciencias sociales y, de ser conocidas, son pasadas por alto por quienes se hallan inmersos en ella; facilitando el «trabajo» y las millonarias ganancias de aquellos que lo controlan. Los diferentes avances tecnológicos producidos en computación, telecomunicaciones e informática han contribuido a uniformar la opinión pública en muchas áreas de la vida social, sobre todo, en lo político, sin que se dé espacio a la disidencia o a argumentos que no compaginen con lo habitualmente aceptado. Pocos intuyen en ello una amenaza o un peligro para la libertad humana y, más aún, más aún, para la variedad cultural que nos caracteriza como humanidad, al modo de las distopías imaginadas por Aldous Huxley en «Un mundo feliz », George Orwell en «1984», Alan Moore en «V, de Vendetta» o Ray Bradbury en «Farenheit 451», en las cuales se perfila el dominio de una minoría totalitaria, apoyada en la ciencia y la tecnología, que anula el libre albedrío de las personas. Precisamente, Aldous Huxley expresaría que «las personas llegarán a amar su opresión, a adorar las tecnologías que deshacen su capacidad de pensar». Siendo algo factible, la creatividad humana se vería afectada enormemente sólo con que se pulsen algunos botones.

 

Esta distopía cognitiva limitaría la complejidad intelectual humana a la emisión y la recepción de mensajes simples, sin mucha trascendencia, lo que -ahora- es algo común en las redes sociales, gran parte de ellas con normas «comunitarias» que sólo responden al interés particular de sus dueños y no a la visión multi-diversa y compartida de sus usuarios. Otra realidad que se extrae de ella, es que las grandes corporaciones que controlan el internet son las que perciben ingresos cuantiosos que superan a los obtenidos en conjunto por los sectores industriales y financieros de la economía mundial. Pero esto quizá no causaría mayor alarma si nada más se tratara de dinero porque esa es la lógica capitalista. Lo que advierten muchos analistas y expertos (varios de ellos ex empleados de alto rango de estas grandes corporaciones), es el control que ya se ejerce sobre el comportamiento y la opinión de segmentos importantes de la población mundial, como se ha comprobado durante los procesos electorales de algunos países, más visiblemente en Estados Unidos con Barack Obama y Donald Trump en su ruta a la Casa Blanca, con Mauricio Macri en Argentina o con la rusofobia a propósito de la guerra en Ucrania. Otro tanto ocurrió con la censura al personaje de Looney Tunes, el zorrillo francés Pepe Le Pew, al señalársele de fomentar la “cultura de la violación”, exigiéndose, en consecuencia, su supresión del cine y la televisión. 

 

En relación con este tema, en su artículo «La Inteligencia Artificial, ¿el nuevo oráculo que le dirá al ser humano cómo vivir?», Juan Pablo Carrillo Hernández formula algunas interrogantes de interés para todos: «¿Es posible confiar en el desarrollo de una empresa inserta de lleno en la mentalidad dominante de nuestra época, no preocupada, particularmente, por la emancipación de la consciencia o del entendimiento humanos? ¿Cómo esperar que una así llamada “inteligencia artificial” se convierta en el vehículo o recurso de la razón, de la formación consciente de una postura o de la elaboración de un saber, si desde su origen está diseñada para nada más que reproducir la información más popular o más autorizada sobre un tema?». Los marcos de referencia informativos que suelen citarse para blindar algún punto de vista no son los más imparciales que se requieren para conocer, con exactitud, los porqué de los acontecimientos que, de una u otra manera, afectan nuestras vidas. Lo que resulta aún más peligroso si ésta obedece a una estrategia con fines militares, como las diseñadas por el Pentágono y sus subordinados de la OTAN desde hace mucho tiempo. Las grandes potencias agrupadas en la Organización del Tratado del Atlántico Norte tienen previsto «sembrar modos de pensar» que «abaratarían» los costos de futuras guerras e influirían en el comportamiento político de sus víctimas u objetivos para desestabilizar los gobiernos considerados como enemigos. Bajo tal orientación, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa de Estados Unidos, mejor conocida por su acrónimo DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency), está a cargo del desarrollo de tecnologías avanzadas para uso militar. Esto incluye la puesta en funcionamiento, entre otras cosas, de un prototipo de satélite espacial espía de nueva generación y la capacidad de acceso a Internet mediante Wi-Fi en cualquier lugar de la Tierra, lo que servirá, según un comunicado oficial de la Fuerza Aérea estadounidense, para "destruir, negar, degradar, interrumpir, engañar, corromper o usurpar a los adversarios que tienen la capacidad de usar el dominio del ciberespacio en su propio beneficio". En otras palabras, se trata de activar lo que, previamente, se ha preparado comunicacionalmente, de manera que los individuos respondan a los estímulos emitidos (lo que los expertos llaman razonamiento motivado o sesgo de confirmación), de acuerdo con sus creencias, sus convicciones o, más sencillamente, sus prejuicios; dando así crédito a las informaciones que reciben y en las cuales confían.

 

El resultado anticipado de todo esto es la generación de un nihilismo pasivo, lo cual acarrearía delegar nuestro poder de decisión en algoritmos operados por los grandes magnates del capital global a fin de incrementar su hegemonía ideológica. La convivencia con la inteligencia artificial supone, entonces, entablar una lucha de resistencia de nuevo tipo, comprendiendo que ésta sería utilizada para perfeccionar el proceso de neocolonización y dependencia que sufren los países periféricos del capitalismo global. Algunas voces ya han propuesto medidas para la mitigación de riesgos respecto al uso y desarrollo de la inteligencia artificial, lo mismo respecto a los grupos de presión, ya que no solo lesionaría la privacidad y el nivel intelectual de la gente que tiene acceso a internet sino que repercutiría en una posible profundización de la hegemonía capitalista, mermando la libertad y la democracia de la mayoría, independientemente de cuál sea su origen, cultura, condición socioeconómica o filiación religiosa o política. 

LA MISOGINIA, LA HIPERMASCULINIDAD Y LA NOSTALGIA POR LAS VIEJAS JERARQUÍAS

LA MISOGINIA, LA HIPERMASCULINIDAD Y LA NOSTALGIA POR LAS VIEJAS JERARQUÍAS


Homar Garcés / 


Durante la última década, la lucha contra el feminismo y la ideología de género se ha convertido en una razón de ser de la política ultraderechista, expuesta sin disimulo alguno en foros públicos y medios de información de toda clase en una gran gama de naciones. Un aspecto a resaltar de este discurso ultraderechista misógino es el constante ataque a los derechos logrados por las mujeres en los planos reproductivo y sociopolítico, y por las minorías sexuales, los que han servido para protegerlas de los prejuicios que en su contra fuera una cuestión secular, incluso legalizada. Ven en estos derechos una aberración al orden jerárquico establecido por la «divinidad» y las leyes naturales; por lo que predican que se deben combatir en todo momento, a fin de evitar la destrucción del orden social existente. No aceptan, por lo tanto, una disminución del rol del varón (entendido como pieza básica del patriarcado) frente a la igualación de la mujer y de quienes integran la comunidad LGBTQ, en una manifestación de hipermasculinidad que les compensa el espacio perdido; por lo que, políticamente, son totalmente contrarios a cualquier novedad revolucionaria que promocione tales derechos. 


En Venezuela, hace ya cosa de más de treinta años, hubo un escándalo nacional al revelarse las actividades y procedimientos seguidos por una agrupación de laicos católicos proveniente de Brasil denominada Tradición, Familia y Propiedad; lo que obligara al presidente Luis Herrera Campíns a decretar su expulsión del país en 1984. Pero el mal ya estaba hecho. Producto de ésto, germinaron los grupos y los partidos políticos liderados por Leopoldo López, Julio Borges, Henrique Capriles y Alejandro Peña Esclusa, entre otros, que hoy se identifican con el fascismo, teniendo un discurso poco o en nada diferenciado del que pronuncian sus colegas del extranjero, conformando lo que podrá llamarse, con escasa originalidad, red fascista o ultraderechista transnacional. En este país, al iniciarse el proyecto de revolución socialista bolivariana, se hizo visible el odio racial, xenófobo, antiigualitario y anticomunista de la llamada burguesía y de la clase media que la secunda; lo que planteó una polarización política con mensajes de estas clases extraídos de la época de la Guerra Fría. Así, podría rastrearse el vínculo de la extrema derecha interna con la de otros lugares de nuestro planeta, magnificado en la actualidad gracias al auge del internet.


Para los representantes de las «nuevas derechas» (que se presentan a sí mismos como salvadores de la Patria y, comúnmente, cristianos fundamentalistas de derecha) les satisface la idea que las mujeres se conviertan en agentes mantenedoras de su propia subordinación frente a los hombres, anclándose en preceptos religiosos que contradicen los derechos que las amparan y que fueran alcanzados tras una larga lucha en el último siglo. Intuyen, quizá, que estos derechos pueden ampliarse, modificando las estructuras del patriarcado y, junto con él, del modelo civilizatorio en que nos hallamos, propiciando una revolución de mayor alcance a la preconizada por Marx, Engels, Lenin, Mao, Fidel, Che y sus seguidores; pues ésta envolvería no solo su condición de mujer por ser mujer sino que abarca el rol que se le ha asignado en las relaciones sociales y en las relaciones de producción creadas por el sistema capitalista. Se entenderá, por consiguiente, la misoginia, la hipermasculinidad y la nostalgia por las viejas jerarquías que expresan estos representantes de la ultraderecha, aprovechando generalmente la ignorancia de las masas (aunque entre éstas se consiga gente con formación universitaria). Ante semejante cuadro, corresponde a los movimientos revolucionarios profundizar sus principios y objetivos a fin de evitar que coincidan de alguna forma con la actitud y el discurso ultrareaccionarios; y, sobre todo, para que éstos no escalen y alcancen una posición de poder semejante a la alcanzada por sus antecesores históricos hace cien años atrás.


En muchos casos, las diferentes redes de comunicación digitales han sido utilizadas para exponer los discursos de odio de aquellas personas que no logran asimilar la idea de la convivencia, de la diversidad y del respeto mutuo. Su discurso antidemocrático refleja un estado de inferioridad que sólo es compensado de forma anónima, a distancia segura y, a veces, mediante un espíritu de manada, lo que suele ser algo más común. Esto, de alguna manera, refuerza la tendencia de un terrorismo patriarcal, o terrorismo machista, causante de miles de asesinatos de mujeres en varias naciones, los cuales suelen reducirse a lo que generalmente se ha conocido como crímenes pasionales o violencia doméstica, escondiendo la verdadera naturaleza de los mismos; quizás intuyendo que su cuestionamiento abarcaría también a las estructuras sobre las que se sostiene y naturaliza el orden social actual, lo que constituye politizar dicho tema. Esto, hay que recalcarlo, es expresión de la opresión primitiva, estructural e histórica sobre la mujer, por lo que no es extraño que sea parte del discurso misógino de los grupos ultraderechistas, opuestos como lo son a cualquier asomo de cambio que haya. En todo ese discurso se advierte una apología de la violencia con que se hostiliza a todos aquellos que representen ese cambio al cual se le niega espacio y comprensión, se confronta y se teme. Por ello, la misoginia, la hipermasculinidad y la nostalgia por las viejas jerarquías presentes en las creencias y el comportamiento de quienes militan en las agrupaciones políticas conservadoras o ultraderechistas (como aquellas identificadas de izquierda) no pueden catalogarse dentro de los renglones de la pluralidad garantizada por la práctica de la democracia, sino todo lo contrario: como la negación más extrema e inaceptable de lo que es, y deberá ser, justamente, la práctica y la esencia de la democracia.

EL “SACROSANTO” DERECHO DE LA PROPIEDAD PRIVADA

EL “SACROSANTO” DERECHO DE LA PROPIEDAD PRIVADA

Es harto revelador que el nombre de Caín, cuya acción más recordada, según lo recoge la Biblia, haya sido asesinar a su hermano Abel, esté asociado a los términos adquisición o posesión, en lo que éste sería el primer propietario conocido sobre la faz de la Tierra. En esta línea, la propiedad privada tendría un trasfondo delictuoso, con lo que quedaría corroborada la clásica afirmación de Pierre Joseph Proudhom respecto a que “la propiedad es un robo”. De esta forma, tanto el sistema jurídico como los valores que lo avalan terminan por darle al sistema de propiedad privada visos de legalidad y de moral en lo que constituiría un delito contra la sociedad.

En la actualidad, el sacrosanto derecho de la propiedad privada que sustenta al sistema capitalista (ahora neoliberal) se ha convertido -gracias a la complicidad de gobiernos solícitos y motivados, aparentemente, por el común deseo de conseguir el progreso material de sus respectivas naciones- en una privatización masiva de recursos colectivos, independientemente del derecho consuetudinario que podrían invocar pueblos y comunidades, principalmente indígenas y campesinos. Vista la historia de nuestro continente, la expropiación de la tierra a los pueblos originarios colonizados sirvió para enriquecer a la metrópoli española. Desde entonces, la lucha por la tierra ha seguido un curso invariable, apenas disminuido por el asesinato sistemático de sus dirigentes más emblemáticos o combativos.

Karl Marx condensó las lecciones de los pueblos sobre el problema de la tierra al escribir: “Al igual que en la industria urbana, en la moderna agricultura la intensificación de la fuerza productiva y la más rápida movilización del trabajo se consiguen a costa de devastar y agotar la fuerza de trabajo del obrero. Además, todo progreso, realizado en la agricultura capitalista, no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar la tierra, y cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro de un período de tiempo determinado, es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan dicha fertilidad. Este proceso de aniquilación es tanto más rápido cuanto más se apoya en un país, como ocurre por ejemplo con los Estados Unidos de América, sobre la gran industria, como base de su desarrollo. Por tanto, la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre”.

La predisposición al control total de las principales esferas de la coexistencia social -expresada, por ejemplo, en el manejo autocrático del Estado mediante el fascismo- no es un asunto extraño al darwinismo social que muchos promulgan como solución única a los diferentes problemas existentes en sus países, obstaculizando así cualquier espacio a la pluralidad democrática, a la tolerancia y a la interculturalidad que debiera definir al mundo contemporáneo. Ella ha llevado a los sectores dominantes conservadores a imponer entre personas de disímiles condiciones sociales y económicas una visión sumamente personalista y sesgada del mundo, gracias a la hegemonía ideológica ejercida desde sus grandes emporios de información y de entretenimiento; asegurando de esta manera la estabilidad del espacio privilegiado que ocupan en la pirámide de la sociedad. A pesar de esta circunstancia, no puede pasarse por alto la crisis de hegemonía que corroe al Estado burgués liberal desde hace largo tiempo, gracias, en gran medida, a las luchas protagonizadas por una amplia gama de grupos que cuestionan sus estructuras, lo mismo que al capitalismo global, responsabilizándolos a ambos de las desigualdades, de las injusticias y del cambio climático sufridos por la mayoría de la humanidad.  
         
Esto último conforma la simiente necesaria de nuevos horizontes históricos que podrían contribuir a la desacralización del poder (el mismo que consagra el derecho de dominio que tendrían unos individuos sobre sus semejantes; generalmente vistos como seres inferiores) y la desacralización de las relaciones mercantiles (el cual consagra el derecho de explotación de unos sobre otros; legitimándolo como algo natural e inalterable), lo que ya sería el preludio de un nuevo tipo de civilización, esta vez marcado por verdaderos valores humanos que incluyan el respeto a la naturaleza que nos sustenta a todos.