LA RELIGIÓN Y LA AMENAZA A LA LIBERTAD HUMANA
Homar Garcés
A través de la historia no ha habido ningún personaje que haya sido del todo justo y bueno aunque su imagen actual sea la de un santo o la de un héroe digno de emular por todos. En el pasado, los sectores populares solían exigir, generalmente, de quienes les gobiernan (especialmente en regímenes que proclaman la soberanía popular como el eje central de sus actuaciones e intereses) formas ejemplares de ser y de comportarse. Sin embargo, todo eso empezó a relativizarse y relajarse, dependiendo del momento y del tipo de dirigentes o gobernantes cuestionados y hallados culpables de cometer alguna clase de inmoralidad. En Estados Unidos, «paradigma» de la democracia mundial, por citar solo dos ejemplos, el presidente Richard Nixon tuvo que renunciar al cargo luego que se demostrara su responsabilidad al ordenar a funcionarios de seguridad espiar en las oficinas del comando nacional de campaña del Partido Demócrata, en lo que se llamó el escándalo de Watergate; mientras que al presidente Bill Clinton se le eximió de ser condenado por los tribunales que lo investigaron por mantener una relación sexual con Mónica Lewinsky. Otros casos podrían citarse, algunos vinculados con el crimen organizado, como en Colombia con el narcotráfico y el paramilitarismo durante las presidencias de Álvaro Uribe Vélez e Iván Duque Márquez. O en la vieja Italia con Silvio Berlusconi. En conjunto, la desafección y la deslegitimación de la actividad política viene aparejada por el relajamiento producido en la conducta de aquellos que acceden a las cúpulas del poder, aprovechándose de la buena fe y de las necesidades de quienes les otorgan, confiados, su voto.
Hay que entender que en cualquier latitud del planeta, el fin primordial de la política sigue siendo, sencillamente, la conquista del poder. No entenderlo así sería pecar de ingenuo, creyendo en el paraíso prometido, pero bajo parámetros terrestres. En síntesis, la conquista del poder supone la existencia de un conflicto entre bandos opuestos, ya sean organizaciones político-partidistas o clases sociales, que, normal y aparentemente, se fundamenta en el logro supremo del bien común. Aristóteles, uno de los padres de la filosofía occidental europea, al vincular la ética con la política, expresaba que “conducirse éticamente significa querer el bien por sí mismo. El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado”. Una concepción de virtud y vida buena que se ha visto rebasada y, hasta, ridiculizada por la moral imperante en el mundo político contemporáneo, haciéndola ver como algo arcaico e innecesario; todo lo cual incide en el comportamiento observado entre gobernados y gobernantes, tocados todos por el deseo de acceder a una existencia fácil y confortable, al alcance de la mano.
Como ya lo anotáramos, la política -entendida como el arte de un buen gobierno republicano- ha sido trastocada por intereses particulares, unidos a intereses comerciales usualmente extranjeros, pero que también pueden asociarse a conglomerados internos; lo que ha hecho de la misma un trampolín seguro para alcanzar un statu de riqueza que, de otra forma, resultaría difícil de disfrutar. Por eso, la justificación de la utilización de medios moralmente dudosos en la política no solo halla espacio en la mentalidad de los gobernantes y demás dirigentes políticos sino también (y es lo más preocupante) entre sus seguidores, soñando emularlos aunque únicamente les toquen algunas migajas. Esto ocasiona la erosión del principio político de isonomía o, lo que es lo mismo, la igualdad de todos ante la ley, respecto a derechos y deberes, en lo que debiera constituir una verdadera democracia. En vez de ello, pululan los políticos que ven al resto de individuos como meros instrumentos para alcanzar y usufructuar el poder, lo que influye, de una u otra manera, en la corrupción extendida de los funcionarios.
No obstante, aún prevalece la convicción sobre el justo empleo de ese poder. Aunque no se pueda esperar una intervención divina en el curso de los acontecimientos humanos, sobre todo en los relacionados con la política. Por eso se requieren ciertas líneas de acción que permitan conjurar los riesgos que provienen de la ambición que corroe el escenario político. Como bien lo expusiera Nicolás de Maquiavelo en su época, la humildad (con el agregado de la inteligencia) no necesariamente le ganará a la soberbia por el mero hecho de que una es buena y la otra mala. Sería lo ideal. «Pero tan exigente empresa -afirmará en su más famoso libro- requiere la generación de ciudadanos virtuosos, políticamente capaces, obedientes a leyes que se dan a sí mismos, servidores del bien público, dispuestos a aprender, participando en política, cuáles son los costes de generar, conservar y desarrollar la libertad que comparten. Ciudadanos entregados a la acción y a la lucha pública por sus libertades». Esto nos obliga a entender y a comprender que la ética y la política se rigen por lógicas que se muestran contrarias entre sí, lo que hace que su estudio y su explicación tengan una complejidad aún mayor de la que pudiera inferirse, dado el sentido común predominante que es, básicamente, aquel que conviene a los intereses de las clases sociales dominantes.
Homar Garcés
Es innegable que, producto del mejoramiento sustancial de las condiciones materiales y económicas de las clases excluidas o empobrecidas que se suscitara en naciones como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela bajo los gobiernos de Néstor Kirchner, Evo Morales, Lula Da Silva, Rafael Correa y Hugo Chávez, se iniciara un proceso de desclasamiento y reenclasamiento social que, de alguna manera, permitió cierto ascenso social , económico y político de quienes se mantuvieron por largo tiempo excluidos del tipo de sociedad imperante. Consolidado este cambio, ocurre el despunte de algunos grupos políticos reaccionarios, diferentes en apariencia a los grupos políticos tradicionales, lo que explicaría el por qué éstos hayan triunfado electoralmente en tales naciones; a excepción de Bolivia y Venezuela, víctimas, sin embargo, de la violencia y de golpes de Estado fascistoides. En algunos casos, esto ha configurado la democratización del poder económico y político que antes fuera ejercido de modo exclusivo por las clases dominantes. Esto impone el uso de nuevos marcos interpretativos, adaptados a las circunstancias del presente, aún cuando haya todavía la hegemonía político-electoral que facilitó el surgimiento de este tipo distinto de gobiernos. En referencia a esto último, el sociólogo y ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, expresa que «hegemonía no es directamente sinónimo de continuidad de liderazgo», dada la situación que los ejes motivadores de la lucha y la organización populares, una vez alcanzados, ya no son los mismos y tienden más a la concreción de intereses focalizados o particulares. Conscientes o no del efecto de sus acciones, quienes dirigen el Estado en nombre de las clases populares propician una situación mediante la cual éstas se desactivan, desmovilizan y pasivizan, reduciendo de forma contraproducente sus márgenes de autonomía en función del control asumido. De ese modo, se diluirán los orígenes, los objetivos y el desarrollo de las luchas y de la organización populares, allanando la vía para que los sectores reaccionarios (dotados de mayores y efectivos mecanismos de difusión) exploten las deficiencias y los resentimientos existentes, colocándose en una posición ventajosa respecto a sus contrapartes.
La falta de subversivismo o de iniciativa popular resulta ser una realidad antitética al de una revolución; es más, da pie para que haya una restauración del orden jerárquico (como contramovimiento de las clases dominantes, reforzadas por la clase emergente, surgida del nuevo estamento burocrático gobernante) que se pretendía demoler aunque esta vez con un discurso menos conservador y oligárquico. La condición de subalternidad en que se hallaban antes los sectores populares ahora sería de re-subalternización, lo que marca una contradicción abismal frente a los postulados fundamentales que hicieron posible la transición entre el viejo y el nuevo orden. En esta nueva etapa, la que se podría calificar como la clase emergente abandona la línea subversiva inicialmente trazada para enfocarse en retener su control del poder alcanzado, convirtiéndose en una clase reaccionaria, con intereses particulares que defender.
En muchos de nuestros países, el impacto negativo de los altos índices de pobreza y de desempleo en las condiciones de vida de millares de familias (generados por una política económica neoliberal), la ausencia de una gestión eficaz en materia de servicios públicos de salud y educación, la reducción del poder adquisitivo de los trabajadores ante el incremento especulativo de los precios de los productos alimenticios y la situación de impunidad de la corrupción que roe la confianza general en los valores y la efectividad de la democracia como sistema político adecuado, han minado el sentido común respecto a cuál sería la mejor forma de acomodar las cosas. Muchos de aquellos que sufren los embates materiales y psicológicos de tal realidad, se inclinan por opciones que, si bien lucen autoritarias y ajenas a cualquier propósito de garantía y de ampliación del ejercicio democrático, ofrecen alguna posible salida; estableciéndose cierto paralelo con épocas pasadas cuando, según su criterio, había orden y progreso. Todo esto sin permitirse descubrir cuáles son sus verdaderas raíces, contentándose con solo atacar los síntomas. El descrédito del estamento político-partidista, por ejemplo, a pesar del descontento de un número estadísticamente significativo de ciudadanos, no impide que éstos continúen eligiendo candidatos que sólo ven escaleras en las elecciones para ascender y mejorar económicamente, con poco o ningún apego al contenido de sus discursos, apenas diferenciados unos de otros. La distancia política, ideológica y/o afectiva que pudo existir en el pasado entre distintas fracciones partidistas (tanto de izquierda como de derecha, en algunos casos, mezclándose) se ha acortado considerablemente, con lo cual el espectro político se halla más expuesto a contradicciones que hace cincuenta o cien años. De ese modo, los marcos discursivos reaccionarios encuentran espacio en la opinión pública y se nutren de las frustraciones de un sector excluido de la población que se siente, en algún modo, amenazado en muchas de sus aspiraciones materiales por aquellos que, cree, no merecen alcanzar ni disfrutar de sus mismos privilegios y derechos, viendo en todo esto una injusticia intolerable.
En una entrevista que se le hizo a la autora del libro «Pocos contra muchos», Nadia Urbinati, ésta señaló que «si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al régimen democrático». El repudio a la política tradicional es el basamento principal para que se produzca esta situación. Sin embargo, las dirigencias de las organizaciones con fines político-electorales la pasan por alto, confiadas en la masa de votos cautivos que aún pudieran tener. Ya anteriormente, tras el fracasado intento de derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez, en su discurso en el Congreso de la República, el ex presidente Rafael Caldera lo enunció de forma certera: «Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad». Tras una larga sucesión de regímenes socialdemócratas y conservadores, así como dictatoriales, apegados a los programas económicos neoliberales, se produce una ruptura revolucionaria, teniendo como epicentro el descontento popular, lo que se concretó en la asunción de gobiernos de tendencia reformista, izquierdista y, en algunos países, derivados de la división de los partidos políticos tradicionales. En la actualidad, la autonomía de los individuos frente al poder del Estado es una demanda generalizada. Por consiguiente, ésta deberá concretarse a través de la participación, haciendo necesario el marco legal propio de un verdadero Estado de derecho, lo que nunca será posible de limitarse dicha participación a una adhesión forzada y no natural o espontánea a un determinado gobierno; además de impedirse las condiciones para que se produzca una profundización de la democracia.
Homar Garcés
Nos desenvolvemos en medio de una sociedad del entretenimiento y del consumo inducidos por el sistema capitalista, la cual convierte a muchos en individuos narcisistas y materialistas, con escaso (o nulo) apego a valores que entrañen un sentido de comunidad o de solidaridad. Con el impacto exponencial de las llamadas inteligencias artificiales estaríamos adentrándonos en un mundo dominado, contradictoriamente, por la ignorancia y por los prejuicios, algo similar al periodo medieval europeo cuando las monarquías y la iglesia católica le imponían a sus súbditos criterios indiscutibles y se les prohibía pensar con cabeza propia. Las inteligencias artificiales -manipuladas por los grandes capitalistas- contribuirán a afianzar dicha "cultura". La realidad virtual ha creado una ficción de libertad que, de un modo general, es aprovechada, por ejemplo, por quienes difunden mensajes de odio, apelando al derecho que les asiste a la libre expresión. La socialización y la amplitud de criterios que redundarían en la creación de canales de interconexión entre personas y grupos ubicados en puntos distintos del orbe quedó restringida a la difusión de mensajes banales, sin que se admita espacio alguno a la diversidad ni a la libertad del pensamiento. La nueva tendencia que se ha generado en internet es la impuesta por los que son identificados como lectores y editores sensibles, censurando lo que, en su opinión, representan elementos ofensivos, aún cuando estén incluidos en obras artísticas, literarias y cinematográficas reconocidas y producidas en el pasado.
El entramado invisible que se ha creado (contando con nuestra participación inconsciente y, en algunos casos, resignada) apenas ha merecido reflexiones críticas de parte de analistas y profesionales de las ciencias sociales y, de ser conocidas, son pasadas por alto por quienes se hallan inmersos en ella; facilitando el «trabajo» y las millonarias ganancias de aquellos que lo controlan. Los diferentes avances tecnológicos producidos en computación, telecomunicaciones e informática han contribuido a uniformar la opinión pública en muchas áreas de la vida social, sobre todo, en lo político, sin que se dé espacio a la disidencia o a argumentos que no compaginen con lo habitualmente aceptado. Pocos intuyen en ello una amenaza o un peligro para la libertad humana y, más aún, más aún, para la variedad cultural que nos caracteriza como humanidad, al modo de las distopías imaginadas por Aldous Huxley en «Un mundo feliz », George Orwell en «1984», Alan Moore en «V, de Vendetta» o Ray Bradbury en «Farenheit 451», en las cuales se perfila el dominio de una minoría totalitaria, apoyada en la ciencia y la tecnología, que anula el libre albedrío de las personas. Precisamente, Aldous Huxley expresaría que «las personas llegarán a amar su opresión, a adorar las tecnologías que deshacen su capacidad de pensar». Siendo algo factible, la creatividad humana se vería afectada enormemente sólo con que se pulsen algunos botones.
Esta distopía cognitiva limitaría la complejidad intelectual humana a la emisión y la recepción de mensajes simples, sin mucha trascendencia, lo que -ahora- es algo común en las redes sociales, gran parte de ellas con normas «comunitarias» que sólo responden al interés particular de sus dueños y no a la visión multi-diversa y compartida de sus usuarios. Otra realidad que se extrae de ella, es que las grandes corporaciones que controlan el internet son las que perciben ingresos cuantiosos que superan a los obtenidos en conjunto por los sectores industriales y financieros de la economía mundial. Pero esto quizá no causaría mayor alarma si nada más se tratara de dinero porque esa es la lógica capitalista. Lo que advierten muchos analistas y expertos (varios de ellos ex empleados de alto rango de estas grandes corporaciones), es el control que ya se ejerce sobre el comportamiento y la opinión de segmentos importantes de la población mundial, como se ha comprobado durante los procesos electorales de algunos países, más visiblemente en Estados Unidos con Barack Obama y Donald Trump en su ruta a la Casa Blanca, con Mauricio Macri en Argentina o con la rusofobia a propósito de la guerra en Ucrania. Otro tanto ocurrió con la censura al personaje de Looney Tunes, el zorrillo francés Pepe Le Pew, al señalársele de fomentar la “cultura de la violación”, exigiéndose, en consecuencia, su supresión del cine y la televisión.
En relación con este tema, en su artículo «La Inteligencia Artificial, ¿el nuevo oráculo que le dirá al ser humano cómo vivir?», Juan Pablo Carrillo Hernández formula algunas interrogantes de interés para todos: «¿Es posible confiar en el desarrollo de una empresa inserta de lleno en la mentalidad dominante de nuestra época, no preocupada, particularmente, por la emancipación de la consciencia o del entendimiento humanos? ¿Cómo esperar que una así llamada “inteligencia artificial” se convierta en el vehículo o recurso de la razón, de la formación consciente de una postura o de la elaboración de un saber, si desde su origen está diseñada para nada más que reproducir la información más popular o más autorizada sobre un tema?». Los marcos de referencia informativos que suelen citarse para blindar algún punto de vista no son los más imparciales que se requieren para conocer, con exactitud, los porqué de los acontecimientos que, de una u otra manera, afectan nuestras vidas. Lo que resulta aún más peligroso si ésta obedece a una estrategia con fines militares, como las diseñadas por el Pentágono y sus subordinados de la OTAN desde hace mucho tiempo. Las grandes potencias agrupadas en la Organización del Tratado del Atlántico Norte tienen previsto «sembrar modos de pensar» que «abaratarían» los costos de futuras guerras e influirían en el comportamiento político de sus víctimas u objetivos para desestabilizar los gobiernos considerados como enemigos. Bajo tal orientación, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa de Estados Unidos, mejor conocida por su acrónimo DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency), está a cargo del desarrollo de tecnologías avanzadas para uso militar. Esto incluye la puesta en funcionamiento, entre otras cosas, de un prototipo de satélite espacial espía de nueva generación y la capacidad de acceso a Internet mediante Wi-Fi en cualquier lugar de la Tierra, lo que servirá, según un comunicado oficial de la Fuerza Aérea estadounidense, para "destruir, negar, degradar, interrumpir, engañar, corromper o usurpar a los adversarios que tienen la capacidad de usar el dominio del ciberespacio en su propio beneficio". En otras palabras, se trata de activar lo que, previamente, se ha preparado comunicacionalmente, de manera que los individuos respondan a los estímulos emitidos (lo que los expertos llaman razonamiento motivado o sesgo de confirmación), de acuerdo con sus creencias, sus convicciones o, más sencillamente, sus prejuicios; dando así crédito a las informaciones que reciben y en las cuales confían.
El resultado anticipado de todo esto es la generación de un nihilismo pasivo, lo cual acarrearía delegar nuestro poder de decisión en algoritmos operados por los grandes magnates del capital global a fin de incrementar su hegemonía ideológica. La convivencia con la inteligencia artificial supone, entonces, entablar una lucha de resistencia de nuevo tipo, comprendiendo que ésta sería utilizada para perfeccionar el proceso de neocolonización y dependencia que sufren los países periféricos del capitalismo global. Algunas voces ya han propuesto medidas para la mitigación de riesgos respecto al uso y desarrollo de la inteligencia artificial, lo mismo respecto a los grupos de presión, ya que no solo lesionaría la privacidad y el nivel intelectual de la gente que tiene acceso a internet sino que repercutiría en una posible profundización de la hegemonía capitalista, mermando la libertad y la democracia de la mayoría, independientemente de cuál sea su origen, cultura, condición socioeconómica o filiación religiosa o política.
Homar Garcés /
Durante la última década, la lucha contra el feminismo y la ideología de género se ha convertido en una razón de ser de la política ultraderechista, expuesta sin disimulo alguno en foros públicos y medios de información de toda clase en una gran gama de naciones. Un aspecto a resaltar de este discurso ultraderechista misógino es el constante ataque a los derechos logrados por las mujeres en los planos reproductivo y sociopolítico, y por las minorías sexuales, los que han servido para protegerlas de los prejuicios que en su contra fuera una cuestión secular, incluso legalizada. Ven en estos derechos una aberración al orden jerárquico establecido por la «divinidad» y las leyes naturales; por lo que predican que se deben combatir en todo momento, a fin de evitar la destrucción del orden social existente. No aceptan, por lo tanto, una disminución del rol del varón (entendido como pieza básica del patriarcado) frente a la igualación de la mujer y de quienes integran la comunidad LGBTQ, en una manifestación de hipermasculinidad que les compensa el espacio perdido; por lo que, políticamente, son totalmente contrarios a cualquier novedad revolucionaria que promocione tales derechos.
En Venezuela, hace ya cosa de más de treinta años, hubo un escándalo nacional al revelarse las actividades y procedimientos seguidos por una agrupación de laicos católicos proveniente de Brasil denominada Tradición, Familia y Propiedad; lo que obligara al presidente Luis Herrera Campíns a decretar su expulsión del país en 1984. Pero el mal ya estaba hecho. Producto de ésto, germinaron los grupos y los partidos políticos liderados por Leopoldo López, Julio Borges, Henrique Capriles y Alejandro Peña Esclusa, entre otros, que hoy se identifican con el fascismo, teniendo un discurso poco o en nada diferenciado del que pronuncian sus colegas del extranjero, conformando lo que podrá llamarse, con escasa originalidad, red fascista o ultraderechista transnacional. En este país, al iniciarse el proyecto de revolución socialista bolivariana, se hizo visible el odio racial, xenófobo, antiigualitario y anticomunista de la llamada burguesía y de la clase media que la secunda; lo que planteó una polarización política con mensajes de estas clases extraídos de la época de la Guerra Fría. Así, podría rastrearse el vínculo de la extrema derecha interna con la de otros lugares de nuestro planeta, magnificado en la actualidad gracias al auge del internet.
Para los representantes de las «nuevas derechas» (que se presentan a sí mismos como salvadores de la Patria y, comúnmente, cristianos fundamentalistas de derecha) les satisface la idea que las mujeres se conviertan en agentes mantenedoras de su propia subordinación frente a los hombres, anclándose en preceptos religiosos que contradicen los derechos que las amparan y que fueran alcanzados tras una larga lucha en el último siglo. Intuyen, quizá, que estos derechos pueden ampliarse, modificando las estructuras del patriarcado y, junto con él, del modelo civilizatorio en que nos hallamos, propiciando una revolución de mayor alcance a la preconizada por Marx, Engels, Lenin, Mao, Fidel, Che y sus seguidores; pues ésta envolvería no solo su condición de mujer por ser mujer sino que abarca el rol que se le ha asignado en las relaciones sociales y en las relaciones de producción creadas por el sistema capitalista. Se entenderá, por consiguiente, la misoginia, la hipermasculinidad y la nostalgia por las viejas jerarquías que expresan estos representantes de la ultraderecha, aprovechando generalmente la ignorancia de las masas (aunque entre éstas se consiga gente con formación universitaria). Ante semejante cuadro, corresponde a los movimientos revolucionarios profundizar sus principios y objetivos a fin de evitar que coincidan de alguna forma con la actitud y el discurso ultrareaccionarios; y, sobre todo, para que éstos no escalen y alcancen una posición de poder semejante a la alcanzada por sus antecesores históricos hace cien años atrás.
En muchos casos, las diferentes redes de comunicación digitales han sido utilizadas para exponer los discursos de odio de aquellas personas que no logran asimilar la idea de la convivencia, de la diversidad y del respeto mutuo. Su discurso antidemocrático refleja un estado de inferioridad que sólo es compensado de forma anónima, a distancia segura y, a veces, mediante un espíritu de manada, lo que suele ser algo más común. Esto, de alguna manera, refuerza la tendencia de un terrorismo patriarcal, o terrorismo machista, causante de miles de asesinatos de mujeres en varias naciones, los cuales suelen reducirse a lo que generalmente se ha conocido como crímenes pasionales o violencia doméstica, escondiendo la verdadera naturaleza de los mismos; quizás intuyendo que su cuestionamiento abarcaría también a las estructuras sobre las que se sostiene y naturaliza el orden social actual, lo que constituye politizar dicho tema. Esto, hay que recalcarlo, es expresión de la opresión primitiva, estructural e histórica sobre la mujer, por lo que no es extraño que sea parte del discurso misógino de los grupos ultraderechistas, opuestos como lo son a cualquier asomo de cambio que haya. En todo ese discurso se advierte una apología de la violencia con que se hostiliza a todos aquellos que representen ese cambio al cual se le niega espacio y comprensión, se confronta y se teme. Por ello, la misoginia, la hipermasculinidad y la nostalgia por las viejas jerarquías presentes en las creencias y el comportamiento de quienes militan en las agrupaciones políticas conservadoras o ultraderechistas (como aquellas identificadas de izquierda) no pueden catalogarse dentro de los renglones de la pluralidad garantizada por la práctica de la democracia, sino todo lo contrario: como la negación más extrema e inaceptable de lo que es, y deberá ser, justamente, la práctica y la esencia de la democracia.
Es harto revelador que el nombre de Caín, cuya acción más recordada, según lo recoge la Biblia, haya sido asesinar a su hermano Abel, esté asociado a los términos adquisición o posesión, en lo que éste sería el primer propietario conocido sobre la faz de la Tierra. En esta línea, la propiedad privada tendría un trasfondo delictuoso, con lo que quedaría corroborada la clásica afirmación de Pierre Joseph Proudhom respecto a que “la propiedad es un robo”. De esta forma, tanto el sistema jurídico como los valores que lo avalan terminan por darle al sistema de propiedad privada visos de legalidad y de moral en lo que constituiría un delito contra la sociedad.