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NUESTRA AMÉRICA

LA HUMANIDAD DE ABAJO Y LA RECIPROCIDAD DE LOS IGUALES

LA HUMANIDAD DE ABAJO Y LA RECIPROCIDAD DE LOS IGUALES

 

 

La más simple posibilidad de una existencia social distinta (o alternativa, como algunos prefieren) para la humanidad de abajo -aquella que es constantemente excluida, discriminada, manipulada, reprimida y explotada, la que no cuenta a la hora de la distribución de los dividendos de la riqueza que ella produce, sobre todo en nuestra América- es motivo de recelo para quienes controlan el poder constituido y para quienes conforman el selecto grupo de propietarios del capital. Para estos últimos, ésta sería una existencia social inaceptable que conspira abiertamente contra su estilo de vida, así como contra las diferencias e identidades establecidas según el patrón de poder extraído del capitalismo.


Por tal motivo, la gran industria ideológica al servicio de los intereses capitalistas se encarga de estimular la disgregación y el comportamiento individualistas entre los sectores populares, Como contrapartida a ello, se impone la mutualidad entre grupos y/o individuos socialmente iguales, tanto en la organización del trabajo y en la repartición de los productos; la redistribución igualitaria de los recursos y productos (materiales e inmateriales) del planeta entre todo el conjunto de la humanidad; y el ejercicio autónomo de una autoridad colectiva que tienda, en todo momento, a erradicar las jerarquías de poder tradicionales.


El nuevo período histórico que vive la especie humana, en un amplio sentido -cuya profundidad, magnitud e implicaciones siguen desarrollándose de modos similares en diversas latitudes del planeta- podría contribuir a despejar coyunturas en favor de las tendencias emancipatorias que han brotado al calor de las luchas populares. Y nos halla, en palabras de Aníbal Quijano, «inmersos en un proceso de completa reconfiguración de la Colonialidad Global del Poder, del patrón de poder hegemónico en el planeta. Se trata, en primer término, de la aceleración y profundización de una tendencia de re-concentración del control del poder».


Frente a dicho proceso, se impone la necesidad de construir otra perspectiva de la historia. Una que le dé sentido histórico a los millones de seres humanos que moran, de una manera marginal y desigual, en las distintas naciones de nuestra América. Una con la cual se pueda enfrentar la distorsión de valores que supone la adopción del patrón rentista, mercantilista y egoísta del capitalismo.


No se debe olvidar, como lo determinó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, que «la lucha contra la burguesía de los países subdesarrollados está lejos de ser una posición teórica. No se trata de descifrar la condenación pronunciada contra ella por el juicio de la historia. No hay que combatir a la burguesía nacional en los países subdesarrollados porque amenaza frenar el desarrollo global y armónico de la nación. Hay que oponerse resueltamente a ella porque literalmente no sirve para nada. Esa burguesía, mediocre en sus ganancias, en sus realizaciones, en su pensamiento, trata de disfrazar esa mediocridad mediante construcciones prestigiosas en el plano individual, por los cromados de los automóviles norteamericanos, vacaciones en la Riviera, fines de semana en los centros nocturnos alumbrados con luz neón». Ni se debe facilitar la expansión capitalista, como lo hace la mayoría de los gobiernos a nivel mundial, ni administrarlo, como lo entienden algunos pseudo revolucionarios. En vez de eso, se deben fomentar relaciones sociales que se caractericen por su carácter más humano, democrático y cooperativo. De lograrse este importante cometido, se anularía el conformismo moral (que es también cotidianidad desmovilizada) propiciado por los sectores dominantes en su beneficio. Quizás entonces puedan disolverse (esperemos que para siempre) las contradicciones, las pugnas y las divisiones existentes entre ricos y pobres, en un nuevo modelo civilizatorio (sin ser un ideal irrealizable) donde prevalezca la libertad y una auténtica reciprocidad de iguales. -

 

LA ECONOMÍA, EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD PÚBLICA

LA ECONOMÍA, EL ESTADO Y LA ACTIVIDAD PÚBLICA


 

En un amplio párrafo de “La democracia socialista del siglo XXI”, Claudio Katz afirma que “una democracia sustancial sólo puede construirse erradicando la dominación capitalista, eliminando la desigualdad y dotando a los ciudadanos de poder efectivo en todas las áreas de la vida social”. Seguidamente, pasa a explicar que “este proyecto exige gestar otra democracia y no radicalizar la existente. Requiere partir de caracterizaciones de clase para comprender el constitucionalismo contemporáneo e introducir transformaciones radicales, que no se reducen a expandir un imaginario de igualdad. También presupone retomar la tradición que opuso a las revoluciones democráticas con las revoluciones burguesas. La regulación de los mercados, el ensanchamiento del espacio público y la acción municipal son temas de controversia con la democracia participativa. En ausencia de perspectivas socialistas, las iniciativas democratizadoras en estos campos no modifican el orden vigente”.  

Tomando en cuenta tal afirmación, es lógico concluir que, a medida que dicho proceso vaya acompañado de un mayor nivel de movilización, participación y de protagonismo populares, la socialización consecutiva del proceso productivo tendrá que manifestarse -indefectiblemente- en cada una de las estructuras de la vida social (incluso en aspectos aparentemente inocuos, como el religioso-espiritual). En resumen, se estaría construyendo una cultura de lo distinto, cuyo eje central sería la emancipación integral de todas las personas.

Esto modificaría sustancialmente la concepción que se tiene respecto al poder y las relaciones por éste generadas. Todos somos testigos de que quienes controlan el poder del Estado generalmente operan al margen de la opinión de la gente, es decir, sin su consenso y sin tomar en cuenta sus decisiones y sus posibles deliberaciones, a la cual asigna un papel siempre secundario y accesorio, sólo útil a la hora de requerir su legitimación a través del voto. La soberanía popular así “delegada” se convierte en un arma a esgrimir en contra de su depositario originario, no importa cuánto se afirme en constituciones y leyes, y cuán grande resulte la reacción negativa de los ciudadanos ante lo que estiman injusto o, en su defecto, necesario. Esto tiende a agudizarse y a generar mayores contradicciones, a medida que la lógica capitalista supera toda expectativa democrática de los sectores subalternos o subordinados.

En este caso, los gobiernos -como elementos visibles de los Estados- terminan adoptando como suyos los intereses y los lineamientos de las corporaciones capitalistas, sobre todo, transnacionales, gran parte de las cuales se han apoderado de territorios ricos en agua, minerales y biodiversidad, sin atender los reclamos legítimos de los pueblos originarios y campesinos que los habitan desde largo tiempo.

La vigencia perpetua y estática de burócratas y de dirigentes políticos en todas las escalas existentes del poder constituido, así como su liderazgo e influencia clientelares ejercidos sobre las masas, representa uno de los obstáculos principales que impiden la organización de ciudadanos autónomos que hagan realidad la democracia participativa y protagónica, sin depender de la acción y las decisiones del Estado. Esta particularidad atenta contra cualquier tipo de iniciativa e intervención populares que en tal sentido se promueva, ya que coarta y castra las transformaciones estructurales que debe protagonizar el pueblo en los ámbitos económico, político, social y cultural, de manera que las diferentes relaciones sociales de producción, de poder y de convivencia ciudadana tengan como objetivo fundamental la emancipación integral de cada persona, en vez de servir de soporte al dominio egoísta de unos pocos.

De no lograrse este último cometido, los valores democráticos liberales que conocemos -extraídos de la Revolución Francesa y amplificados por el socialismo revolucionario y las diversas luchas populares libradas en gran parte del planeta- podrían verse seriamente afectados ante la necesidad de hallar y consolidar fórmulas que le permitan a la gente sortear las dificultades sufridas. Esto tiende a reforzarse aún más ante el engranaje de la violencia y las complicidades que ella causa, lo que se refleja en la impunidad con que actúa la delincuencia organizada, contando con la desidia de las instituciones en cuanto a atacarla y reducirla eficazmente, en beneficio de la ciudadanía desprotegida.

La volátil y compleja realidad del mundo contemporáneo impone como novedades ideológicas discursos y actitudes abiertamente intolerantes, autoritarios e inmorales. Como si ya no importaran el espíritu de convivencia, la ética ciudadana y el respeto a la pluralidad del pensamiento. Esto, por supuesto, no es una simple casualidad. Responde a planes previamente trazados y llevados a cabo sin desmayo por aquellos que dominan el sistema capitalista neoliberal; provocando situaciones que mermen las esperanzas populares y la soberanía de las naciones, de modo que no existan más alternativas que las ya impuestas en Argentina, Brasil o Estados Unidos.       

En “La disputa ideológica por la hegemonía global”, Ricardo Orozco describe que, “en tanto hecho histórico, el mercado se reproduce a partir de los sistemas de normas, los conjuntos de leyes y los conglomerados de instituciones que garantizan, entre otras cosas, los derechos de propiedad, los contratos, las patentes, el cumplimiento de las deudas, la circulación monetaria, las directrices laborales, las facilidades de producción, el abaratamiento de costos, etcétera”. La actividad pública queda así caracterizada como algo intrínseco o inherente al ámbito estricto del mercado capitalista, por lo que su función -bajo cualquier nomenclatura- estará chocando constantemente con las aspiraciones democráticas de las mayorías, lo que ha sido una cuestión constante en el devenir humano desde la institución generalizada del Estado-nación.

Todo esto, en conjunto, de comprenderse a cabalidad, podría servir de base para emprender realmente un amplio proyecto de transformación estructural del actual modelo civilizatorio. Ello exige un proceso de descolonización del pensamiento y una revalorización seria del legado cultural de nuestros pueblos y de sus luchas por lograr su genuina emancipación. -  

 

 

SIN EL ESTADO, CONTRA EL ESTADO Y DESDE EL ESTADO

SIN EL ESTADO, CONTRA EL ESTADO Y DESDE EL ESTADO

En el primer escenario (sin el Estado), los sectores populares logran su autonomía y autogestión; esta última generando una fuerza productiva autosuficiente y enmarcada en el respeto y la preservación de la naturaleza, que le permitirá satisfacer sus necesidades, pero sin que prevalezcan los intereses y la lógica capitalistas. Algo que, sin duda, suena ilusorio, mas no imposible de alcanzar. En el segundo (contra el Estado), los ciudadanos confrontan la represión y las razones del Estado que coartan sus derechos y reivindicaciones; especialmente cuando tales razones responden a los intereses supuestamente superiores del capitalismo, local y global. Mientras en el último de estos escenarios (desde el Estado), el Estado es objeto del control popular, lo cual podrá concretarse mediante la conquista de los espacios institucionales, nacionales o locales (haciendo uso, inclusive, de las reglas de juego que han servido para legitimar la hegemonía de las élites dominantes), instaurando, en consecuencia, unas nuevas relaciones sociales de poder, alcanzadas a través del ejercicio de una democracia directa.

 

Puede ocurrir que los tres escenarios tengan lugar simultáneamente, solo que con niveles de intensidad distintos y de maneras que pocos logran determinar con claros detalles, lo que -al carecer de objetivos precisos y concebidos a mediano o largo plazo- hace que en la mayoría de las circunstancias suscitadas se vuelva al punto de partida, sin mucha trascendencia, haciendo que los sectores populares se convenzan amargamente de una fatalidad aparentemente insuperable que, a pesar de todo, se yergue siempre sobre sus luchas.

 

No obstante, en medio de todo esto, hay que considerar que el sistema económico imperante, en su variante de capitalismo neoliberal, se ha apropiado abiertamente de espacios políticos importantes que dificultan la influencia, el protagonismo y la participación de los sectores populares. Al respecto, Roberto Regalado nos ilustra que «el neoliberalismo es una doctrina concebida para imponer y legitimar la desigualdad social extrema. En los años setenta, ochenta y noventa del siglo XX, los ideólogos neoliberales decían públicamente lo que pensaban, entre otras cosas, que la desigualdad social, llevada a sus extremos más atroces, era buena y necesaria y, por tanto, debía ser fomentada por el Estado. Así repetían lo que habían aprendido de su maestro: en el pequeño libro considerado como obra fundacional del neoliberalismo, Camino de Servidumbre, impreso en 1944, el padre de esa doctrina, Friedrich Hayek, afirmaba: «toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho». Repárese en que Hayek planteaba que la justa distribución de la riqueza conduce a la destrucción del Estado de Derecho, es decir, que la justicia social es incompatible con la democracia liberal burguesa o, dicho a la inversa, que la democracia liberal burguesa es incompatible con la justicia social».

 

No está demás aseverar, por tanto, que el patrón de producción y reproducción social presente en la mayoría de los países existe y subsiste gracias al modelo de Estado moderno. Por ello mismo, el Estado no puede ser un elemento ajeno al debate teórico y a las luchas populares relacionadas con la construcción de un nuevo modelo civilizatorio que erradique la tradicional división de clases y sea alternativo al impuesto por la lógica del capitalismo. Algo en lo que, durante el largo transcurso de la historia, se enfrascara una diversidad de luchadores y de teóricos revolucionarios del socialismo/comunismo sin obtener resultados concretos que hicieran de ello una realidad posible.

Como colofón, habría que decir que sólo a través de un continuo y radical proceso de descolonización política y cultural podrá iniciarse y asegurarse, a su vez, un proceso de descolonización económica y material de la ciudadanía; lo que, a largo plazo, tendrá que plasmarse en la construcción colectiva de un nuevo modelo civilizatorio. Esto, de uno u otro modo, afectará la concepción, las estructuras y el funcionamiento del Estado tal como se conoce actualmente.  

 

 

¿CUÁNTO ACERTÓ MARX RESPECTO AL OPIO DEL PUEBLO?

¿CUÁNTO ACERTÓ MARX RESPECTO AL OPIO DEL PUEBLO?

Hasta qué punto puede admitirse como cierta la sentencia de Steven Weinberg, galardonado en 1979 con el premio Nobel de física, al aseverar que «la religión es un insulto para la dignidad humana. Con o sin ella, habría buena gente haciendo cosas buenas, y gente malvada haciendo cosas malas, pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta religión». Dependerá básicamente de la visión particular de cada persona y lo que ésta representa en su vida (sea cual su denominación y su dios particular); lo que determina su actitud ante el resto de sus semejantes, tanto en su forma individual como en su forma colectiva (social, cultural y/o étnica). Una posición que podría estar hincada en el prejuicio, el estereotipo y la ignorancia. O, contrariamente, fruto de un libre raciocinio y de una convicción propia de la necesidad de un respeto mutuo sincero que nos haga ver a todos los seres humanos dotados con los mismos derechos.

 

Quizás lo más difícil y más terrible que puede hacer cualquier ser humano en este mundo es defender y hacer valer su derecho a creer o no en una deidad determinada. Desde los tiempos más antiguos de la historia de la humanidad, la intolerancia religiosa ha sido uno de los detonantes principales de persecuciones, agresiones y muchos conflictos bélicos. Incluso entre personas y naciones que profesan la misma fe. Unos quinientos años atrás, el fanatismo religioso sirvió de motor para impulsar la invasión, el saqueo y el sometimiento colonial a manos de las monarquías cristianas europeas mediante las cruzadas sobre «Tierra Santa». A fin de propiciarlas con éxito, la iglesia católica difundió la promesa que sus participantes serían redimidos de sus pecados y, de este modo, contribuirían a la recuperación de Jerusalén del dominio de los infieles, esto es, de los pueblos musulmanes que aún pueblan este amplio territorio, devastado y sacudido por la guerra. Fue el antecedente histórico de la beligerancia cotidiana que ahora tiene lugar en todo el Oriente Medio, lo que se pretende encubrir nuevamente con el ropaje religioso, magnificando un presunto enfrentamiento entre el Islam y el Cristianismo (entre Oriente y Occidente, como algunos gustan presentarlo) que sólo sirve para satisfacer los intereses de las grandes corporaciones transnacionales capitalistas que obtienen de la guerra, justamente, sus mayores dividendos.

 

También vale afirmar que ello es producto de la herencia cultural, eurocentrista en este caso, marcada -como se puede rastrear fácilmente en el resto del planeta- por una concepción racista que le hace creer a sus partidarios que están predestinados por la Providencia a doblegar a los pueblos considerados salvajes, incultos y supersticiosos con el sublime propósito de “civilizarlos”. En ello se debe incluir lo relativo al irrespeto, incluso las agresiones irracionales de todo tipo, que sufren quienes tienen la «osadía» de manifestarse ateos o, simplemente, que no comulgan con religión alguna, sea cual sea el territorio en que moren; dándose por sentado la existencia de un solo dios y, por tanto, la obligatoriedad de una adoración común para todos los seres humanos.

 

En «Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel», Karl Marx consideró la religión como una expresión alienada de la humanidad y dijo de ella que era «el opio del pueblo». Así, él escribió: «la miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra ella. La religión es el sollozo de la criatura oprimida, es el significado real del mundo sin corazón, así como es el espíritu de una época privada de espíritu. Es el opio del pueblo. La eliminación de la religión como ilusoria felicidad del pueblo, es la condición para su felicidad real. El estímulo para disipar las ilusiones de la propia condición es el impulso que ha de eliminar un estado que tiene necesidad de las ilusiones. La crítica de la religión, por lo tanto, significa en germen, la crítica del valle de lágrimas del cual la religión es el reflejo sagrado».

 

Pero no ésta no sería su única alusión a tan controversial tema. Para el autor de El Capital, la crítica de la religión no era un fin en sí misma: «La crítica del cielo se convierte así en una crítica de la tierra; la crítica de la religión, en la crítica de la ley; la crítica de la teología, en la crítica de la política». En otra de sus obras, "Sobre la cuestión judía», atacada a veces, injustamente, de antisemitismo, enunció por primera vez la idea de que la emancipación humana estaba ligada al fin del capitalismo. En ella, establece que «la dignidad humana carece de ideologías y credos religiosos específicos. No es exclusividad de un grupo étnico o de una clase social. Ni está determinada por la subordinación o por la preeminencia de los otros valores que puedan regir los destinos y la vida en sociedad». No obstante, la historia nos revela que una gran parte de los conflictos humanos ha tenido su detonante en estas ideologías y credos, dando lugar a conclusiones sesgadas respecto al carácter belicoso que incubaría cada persona, independientemente de su extracción social y étnica; cuestión que es alimentada de forma interesada por los sectores dominantes, induciendo a las clases subordinadas a aceptarla como una fatalidad infranqueable.

 

En la actualidad, los fundamentalismos religiosos se han hecho notorios en la actividad política de una gran parte de nuestra América. Su influencia en ascenso (junto a la onda expansiva del fascismo que comienza a percibirse, sobre todo, en el escenario electoral brasileño) es, sin duda, una amenaza cierta para todas las libertades democráticas de nuestros pueblos; encubierta por aparentes llamados al rescate de sus valores tradicionales, del sagrado ámbito familiar y de la moral frente a la decadencia encarnada por los librepensantes, los diferentes defensores de los derechos humanos, los pobres que luchan por mayores condiciones de igualdad social y la comunidad LGTB (ésta última, blanco preferido de sus ataques). Sus acciones apuntan a la eliminación del libre albedrío como rasgo común de la gente; explotando atavismos que parecían superados y ya olvidados, pero que ahora han aflorado y dan forma a una estrategia de miedo, rechazo y desprecio que hace ver al otro, al diferente, como un elemento prescindible al cual no le asiste ninguna clase de derechos.

Este opio «renovado» no difiere en mucho de la conclusión expuesta hace miles de años por el filósofo romano Séneca: «la religión es verdad para la gente común, falsa para los sabios y útil para los poderosos». Por ello, la comunión entre política y religión es, sin duda, liberticida. La división que ella fomenta en el seno de las clases populares es ganancia para los sectores dominantes (locales o no). Esta ha permitido, además, que el número cuantioso de víctimas causadas por las guerras imperialistas de las últimas décadas no cause demasiada indignación entre mucha gente; en especial si éstas son palestinos, africanos, asiáticos o latinoamericanos considerados inferiores, lo cual conduciría a la “normalización” de unas relaciones sociales marcadas por una violencia “justificada”. Todo esto no hace más que reforzar lo ya expresado hace más de un siglo por Karl Marx. -   

LOS CONSEJOS DE UN MAESTRO MAL PAGADO Y TRANSGRESIVO

LOS CONSEJOS DE UN MAESTRO MAL PAGADO Y TRANSGRESIVO

 

Ahora, cuando se impone la necesidad de elaborar y de poner en práctica proyectos descoloniales y pluriversales concretos en nuestra América (sin que éstos desmerezcan calificarse simplemente como “utópicos”, obviando y relegando así su carga subversiva), los cuales coadyuven a desbloquear la tendencia general a considerar cualquier asomo emancipatorio como una infracción imperdonable del orden establecido, más aún frente a la crisis civilizatoria que envuelve por entero a la humanidad, el pensamiento del Maestro Simón Rodríguez no deja de presentarse como una opción válida a la cual recurrir en todo momento.

Su clara, muy citada, escasamente entendida y nada aplicada advertencia a las jóvenes repúblicas de nuestro continente, «La América no debe imitar servilmente, sino ser original», adquiere rasgos ciertamente subversivos. Lo que es una cuestión imprescindible, si aún se aspira a concretar una verdadera revolución emancipatoria en estas latitudes, capaz de trascender el proceso inducido de transculturación y el papel subalterno de economías dependientes y proveedoras de materia prima del capital global asignado a nuestras naciones.

Las palabras del Robinson de nuestra historia irrealizada señalan la forzosa tarea de producir una completa e irreversible ruptura creadora respecto a los paradigmas de la colonialidad, originados en Europa y continuados por Estados Unidos. Nuestra América habrá de irrumpir de esta forma en el escenario planetario mediante una praxis y una teoría sociales harto diferentes a las habituales o conocidas. De ahí que, en una de sus pocas obras publicadas en vida, “Sociedades Americanas”, llegue a concluir tempranamente, no por simple prejuicio, que «la sabiduría de la Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son, en América, dos enemigos de la libertad de pensar. Nada quieren las nuevas repúblicas admitir que no traiga el pase».   

Por ello, ante la crisis generalizada provocada por el sistema neoliberal globalizado en diversidad de naciones, bien cabría citar también su certero consejo respecto al tipo de revolución que éstas requieren para el logro de su total soberanía: “Una revolución política pide una revolución económica. Si los americanos quieren que la revolución política que el curso de las cosas ha hecho, y que las circunstancias han protegido, les traiga verdaderas bienes, hagan una revolución económica y empiecen por los campos -de ellos pasarán a los talleres de las pocas artes que tienen- y diariamente notarán mejoras, que nunca habrían conseguido empezando por las ciudades”. 

Para su logro, será necesario un modelo educativo, cuyas bases estén en plena correspondencia con ambas fases de revolución. En su afán liberador, Rodríguez concebía la educación como el instrumento más conveniente con el cual se aseguraría definitivamente la independencia lograda mediante las armas. Los ciudadanos de las recién nacidas repúblicas de nuestra América tendrían el reto de formarse adecuadamente y de establecer sistemas de convivencia y moralidad democráticos, inexistentes por demás en Europa y Estados Unidos; siendo útiles a la comunidad y a sí mismos . De ahí que concluyera que “adquirir luces sociales significa rectificar las ideas inculcadas o malformadas mediante el trato con la realidad, en una conjugación insuperable de pensar y de actuar, bajo el conocimiento de los principios de interdependencia y de generalización absoluta. Adquirir virtudes sociales significa moderar con el amor propio, en una inseparable de sentir y pensar, sobre el suelo moral de la máxima ‘piensa en todos para que todos piensen en ti’ que persiguen simultáneamente el beneficio de toda la sociedad y de cada individuo”.    

Con ello en mente, uno de los principales objetivos a alcanzarse a través de esta nueva educación es la emancipación cultural de nuestros países, indiferentemente del rango social, económico y político de sus habitantes. En ésta resaltan tres rasgos particulares: 1.- La ruptura creadora respecto al discurso colonial, el cual reafirma una concepción del mundo dominadora, racista, discriminadora, obsoleta y conservadora, contrapuesta por completo a los ideales de la emancipación, la justicia social y la igualdad de las personas; 2.- la necesaria formación política e ideológica republicana de cada ciudadano, complementada por una vocación conscientemente fomentada de servicio en relación con la nación y sus semejantes, sin los prejuicios, los vicios y los convencionalismos que caracterizan a los grupos gobernantes tradicionales; y 3.- la búsqueda inacabada de lo siempre original, evitándose que lo moderno esté contaminado de lo antiguo, especialmente en lo concerniente a las fuerzas productivas, las relaciones sociales y las relaciones de poder.

Los consejos transgresores, irreverentes, incesantes y liberadores del Maestro Simón Rodríguez se enmarcan, así, en un período de nuestra historia común de naciones que exigía fórmulas de convivencia y de creación democráticas a fin de asegurar la autodeterminación frente a las apetencias neocolonialistas de las potencias que apetecían despojar de este amplio territorio a la corona española. Lo mismo que ahora. Esta vez con un propósito más inmediato: hacerle frente a quienes, desde adentro y desde afuera, quieren establecer el dominio total de una minoría sobre los sectores populares mayoritarios de todas las naciones de nuestra América. -              

 

LA GUERRA JURÍDICA CONTRA LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS

LA GUERRA JURÍDICA CONTRA LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS

La guerra jurídica, o lawfare, es la nueva modalidad adoptada por algunos gobiernos para desmoralizar y destruir a sus oponentes políticos, potenciales o declarados. Esto implica, obviamente, un uso indebido de los diferentes instrumentos de carácter legal a su disposición. Todo con la intención de afectar, obstruir y destruir su trayectoria e imagen pública, hasta lograr, al final, su inhabilitación política y posible encarcelamiento. Algo que ya ocurre en Argentina y Brasil con Cristina Fernández y Luis Inácio Lula Da Silva, a quienes se les han imputado delitos de corrupción administrativa, supuestamente cometidos bajo sus respectivos mandatos presidenciales, a fin de impedir que ambos lleguen, en unas próximas elecciones, a recuperar el poder.

 

Otro tanto se le pretende aplicar al expresidente Rafael Correa a instancias de quien sería su sucesor al frente de la Revolución Ciudadana en Ecuador, ahora alineado con Estados Unidos y la derecha latinoamericana. En ello vale incluir a Fernando Lugo, Manuel Zelaya y Dilma Rousseff, destituidos mediante artilugios orquestados desde los Congresos de sus respectivas naciones, dominados por sus enemigos derechistas, aprovechándose de algunas circunstancias que, en su momento, fueron difundidos y magnificados por los medios informativos a su servicio, creando matrices de opinión favorables a sus fines políticos.

 

Una cuestión que sienta, ciertamente, un grave precedente en cuanto a la aplicación de las leyes, tergiversando su naturaleza y propósitos en beneficio de un interés partidista y/o minoritario que, a la larga, minará la confianza que se tenga respecto a la integridad de aquellos que ejercen los poderes del Estado (más allá del grado en que se halle actualmente). Lo cierto de todo, es que esta práctica deshonesta de las leyes será todo, menos algo legal o legítimo como lo presentan sus promotores.

 

Otro tanto ocurre con la legislación supranacional aplicada desde hace décadas por Estados Unidos y Europa al resto de los países, ya no solo contra aquellos que mantienen una ideología diferente a la suya, sino que se extiende a otros con iguales o parecidos intereses, sin respeto alguno a la soberanía de los pueblos objeto de sus ataques ni al derecho internacional, instituido -vale aclarar- por sus gobiernos a través de la Organización de las Naciones Unidas, luego de culminada la Segunda Guerra Mundial, lo que constituye una contradicción flagrante con sus principios. También cabe incluir la negativa estadounidense a la aplicación de la justicia a sus soldados en diferentes escenarios bélicos, obligando a algunos gobiernos a reconocerles inmunidad diplomática, aun cuando cometieran crímenes de guerra y de lesa humanidad, justamente cuando han sido desplegados para, supuestamente, resguardar los derechos humanos, la paz y la democracia de otras naciones. En este último caso, el gobierno de Donald Trump amenazó con aplicar sanciones a los jueces de la Corte Penal Internacional si éstos obran con una investigación sobre los presuntos crímenes de guerra cometidos por las tropas estadounidenses en Afganistán.

 

La pretensión a largo plazo (quizás en menor tiempo al que se calcule) es crear las condiciones adecuadas para que exista una “sociedad abierta” regida por un gobierno global, a la cabeza del cual estaría, sin sorpresa alguna, Estados Unidos. De esta manera, las relaciones comerciales, financieras y políticas están siendo insertadas -sin desmayo y a la vista de todos- en un vasto plan de dominación que algunos anticipan como un hecho irreversible, difícil de conjurar, pero que, aun así, sufre grandes tropiezos, gracias a la resistencia mostrada por los diferentes pueblos del mundo.  

LA LUCHA TEÓRICO-CULTURAL POR LA SOBERANÍA DE LOS PUEBLOS

LA LUCHA TEÓRICO-CULTURAL POR LA SOBERANÍA DE LOS PUEBLOS

 

Quienes controlan el poder del Estado generalmente operan al margen de la opinión de la gente, es decir, sin su consenso y sin tomar en cuenta sus decisiones y sus posibles deliberaciones, a la cual asigna un papel siempre secundario y accesorio, sólo útil a la hora de requerir su legitimación a través del voto. La soberanía popular así “delegada” se convierte en un arma a esgrimir en contra de su depositario originario, no importa cuánto se afirme en constituciones y leyes, y cuán grande resulte la reacción negativa de los ciudadanos ante lo que estiman injusto o, en su defecto, necesario. Esto tiende a agudizarse y a generar mayores contradicciones, a medida que la lógica capitalista supera toda expectativa democrática de los sectores subalternos o subordinados.


En este caso, los gobiernos -como elementos visibles de los Estados- terminan adoptando como suyos los intereses y los lineamientos de las corporaciones capitalistas, sobre todo, transnacionales, gran parte de las cuales se han apoderado de territorios ricos en agua, minerales y biodiversidad, sin atender los reclamos legítimos de los pueblos originarios y campesinos que los habitan desde largo tiempo.


Esta situación, común en una porción creciente de naciones, de la cual no escapan Estados Unidos ni Europa, pone en entredicho la legitimidad de aquellos que ejercen el poder en nombre del pueblo; cosa que se trata de minimizar mediante el uso de las atribuciones y las normativas oficiales vigentes. Si esto último no funciona del todo, entonces se recurre a los métodos represivos acostumbrados.


“La discusión sobre la problemática de los nuevos actores, espacios y discursos en el terreno de lo político -refiere Rigoberto Lanz en su artículo ‘Soberanía del sujeto frente al Estado’, publicado en 1988- pasa por dilucidar la naturaleza del Estado mismo, es decir, el contenido básico de relaciones de poder que no pueden ser leídas objetivamente como simple ‘contexto’ de lo regional, de lo social o cualquier otra figura de análisis sociopolítico”. No se trata de trazar como máxima meta la sustitución simple de un gobierno. En ello habría que incluir las relaciones sociales, el discurso y la movilidad políticos, la distribución interna de funciones del Estado, las relaciones de poder, la base jurídica, los aparatos militar, policíaco, educativo, cultural, religioso y comunicacional; las formas de representación, el rol de los partidos políticos, los valores y, en general, todo aquello que justifique el orden civilizatorio imperante, presentándolo como algo natural, inevitable e inmodificable.


Por esto mismo, la capacidad de los sectores populares para generar y asegurar nuevas fórmulas organizativas que destaquen y refuercen su participación y protagonismo tiene que rebasar la ideología dominante, haciéndola totalmente prescindible. Recurriendo de nuevo a Lanz, “la búsqueda de formas participativas reales en la dirección de los micro-espacios societales (pues ‘La Sociedad’ es una metáfora que designa arbitrariamente relaciones, planos y procesos contradictorios), pasa por una distancia -brutal o sutil- respecto a los aparatos de Estado, las corporaciones y los partidos. Estas instancias reproducen una misma lógica burocrática, la misma racionalidad instrumental. Calibrar una iniciativa de transformaciones -de la envergadura que fuera- es ante todo ponderar su capacidad real para impugnar la lógica burocrática del Estado, las corporaciones y los partidos. Cualquier intención de cambio en la escena política tropieza irreversiblemente con esta lógica”. Toda actitud y proceder estáticos, conservadores y/o convencionales, estarán de antemano en abierta oposición a tal propósito. Ello conlleva, además, la adopción y profundización de una nueva subjetividad -antiautoritaria, antipatriarcal, anticapitalista, antiimperialista y, de manera especial, hondamente ecologista-, producto de la batalla teórico-cultural que ha de acompañar las diversas transformaciones por emprenderse. Todo en un marco de horizontalidad policéntrica, sin prevalencias clasistas o sectarias que lo impida.


La pluralidad de organizaciones y enfoques que se derive de esta nueva realidad debe asegurar la participación y el protagonismo de una ciudadanía activa. Para asegurarla y concretarla son necesarios (valga la redundancia) la participación y el protagonismo de las personas, indistintamente de su condición socioeconómica; la igualdad de su voto en la toma de decisiones -tanto en lo que respecta a las instituciones públicas, gremios y partidos políticos como en relación con sus propias organizaciones autogestionarias; una comprobación adecuada de la información compartida, lo que exige no solamente información sino también educación, crítica y autocrítica, responsabilidad (horizontal, vertical y societal); además de demandas como expresión de las solicitudes institucionales y no institucionales que tengan a bien hacer las personas y movimientos populares. -         

 

ESTADOS MODERNOS Y SOCIEDADES COLONIALES

ESTADOS MODERNOS Y SOCIEDADES COLONIALES

Tal como lo deja asentado el investigador de origen brasileño Danilo Assis Clímaco en el prólogo de la obra “Cuestiones y Horizontes. De la Dependencia Histórico-Estructural a la Colonialidad/Descolonialidad del Poder”, del sociólogo peruano Aníbal Quijano: “Encarnamos la paradoja de ser Estados-nación modernos e independientes y, al mismo tiempo, sociedades coloniales, en donde toda reivindicación de democratización ha sido violentamente resistida por las élites ‘blancas’”. Para cierta gente, algo difícil de digerir, obviando el hecho indiscutible que, desde los primeros tiempos de nuestras naciones (hablando de nuestra América), los estratos sociales subordinados han resistido las pretensiones hegemónicas de quienes detentan el poder político, económico y, hasta, religioso; convertidos, por obra y gracia de dicho poder, en los únicos autorizados y capaces de asumir las riendas de la sociedad.  

 

En cierta forma (visible a veces, en otras no) somos víctimas frecuentes de la eurocéntrica visión unilineal, asimilada e institucionalizada sin cuestionamiento alguno. Quienes comenzaron a regir los destinos de las repúblicas nacientes de Nuestra América lo hicieron generalmente despreciando lo autóctono y glorificando, en su lugar, todo aquello proveniente de Europa, inicialmente, y de Estados Unidos, luego. Simultáneamente, tendemos a ignorar (consciente y/o inconscientemente) que esta situación histórica emergió junto con el advenimiento del capitalismo colonial global. Respecto a esto último, habrá que decir que todo cuestionamiento a uno de estos dos elementos implicaría, forzosamente, el cuestionamiento del otro; estando como están ambos fuertemente entrelazados. Esto -visto en conjunto y, sobre todo, considerando el desarrollo de las fuerzas productivas internas- creó un sistema altamente dependiente, lo que influyó en la condición de subdesarrollo atribuida desde mucho tiempo a nuestras naciones.   

 

Esto nos sitúa frente a lo que en nuestra América se identifica todavía (sin mucho análisis) como burguesía, pero en un contexto diferente a lo determinado por los teóricos del comunismo, dada su singularidad frente a la imagen clásica de la surgida en Europa, a partir de la Revolución Francesa, frente a la cual posee muy escasas semejanzas. Al referirse a esta situación, uno de los principales ideólogos del movimiento de descolonización francés, nacido en Martinica, Frantz Fanon, en su obra «Los condenados de la tierra», expone: «En los países subdesarrollados, hemos visto que no hay verdadera burguesía sino una especie de pequeña casta con dientes afilados, ávida y voraz, dominada por el espíritu de tendero y que se contenta con los dividendos que le asegura la antigua potencia colonial. Esta burguesía caricaturesca es incapaz de grandes ideas, de inventiva. Se acuerda de lo que ha leído en los manuales occidentales e imperceptiblemente se transforma no ya en réplica de Europa sino en su caricatura». 

 

A ello se suma la realidad del modelo de Estado imperante, el cual tiene como rasgo distintivo una estructura oligárquica que responde a esta visión y, por tanto, a los intereses grupales de las clases dominantes, o burguesía terrateniente y comercial, acoplada -desde los albores del siglo 20- a los grandes capitales monopólicos imperiales radicados en el norte del continente; correspondiéndoles -dentro de los esquemas de la división internacional del trabajo- el papel de exportadores de materias primas.

 

Aun teniendo en cuenta las peculiaridades de cada uno de los países de este continente (al igual que en otros), se mantiene prácticamente inalterable esta visión eurocéntrica unilineal. Esto explica en gran parte la diversidad de tensiones y de conflictos sociales generados a través de nuestra historia común, especialmente en lo que respecta a la concepción, las garantías y el ejercicio real de la democracia, así como todo aquello que tendría lugar en cada uno de los ámbitos de la vida social, si ésta fuera efectivamente extensiva a toda la población y no únicamente a un sector específico. Explica además el por qué teniendo, en apariencia, Estados modernos, todavía pervivan sociedades coloniales en nuestra América. -