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NUESTRA AMÉRICA

LA UTOPÍA ANDINA Y LA COMUNIDAD DE LA VIDA

LA UTOPÍA ANDINA Y LA COMUNIDAD DE LA VIDA

Homar Garcés

 

Como se conoce, la modernidad hegemónica (impuesta por Europa occidental, valga la redundancia) está integrada por el racionalismo científico, la colonialidad y el capitalismo, siendo éste su elemento más destacado y, en cierto modo, el más atacado de todos, dadas las consecuencias negativas que ha tenido su implementación en cada una de las naciones periféricas de África, de Asia y de nuestra América. Frente a ella, a partir de las últimas décadas del siglo pasado, desde nuestra América, se erige la utopía andina, extraida del Sumak Kawsay y la Pachamama de los pueblos originarios que han hecho resistencia por largos siglos a la colonialidad eurocentrista iniciada con Cristóbal Colón y que, a pesar de las independencias proclamadas formalmente en el siglo XIX, continúa afectando la identidad cultural e histórica de todos nuestros países. Esta utopía andina representa una alternativa emancipatoria desafiante y radical que excede lo habitualmente establecido en lo que respecta a la teoría del Derecho y al sistema de conocimiento vigente, pues se basa en tradiciones, concepciones y prácticas ancestrales que han sido negadas, degradadas e invisibilizadas por los Estados nacionales actuales, del mismo modo que sucediera durante la época colonial. Dicha alternativa emancipatoria supone una ruptura con todo lo que ha significado hasta ahora el modelo de civilización en que vivimos. Plantea la interrelación armónica entre los seres humanos y la naturaleza que los sustenta, sin que se siga viendo a esta como simple proveedora de recursos que generan ganancias; el senti-pensar, diferente en muchos aspectos a lo que es el racionalismo científico; el valor de uso, completamente contrario al exclusivo valor de cambio que prevalece en el capitalismo y, finalmente, la concepción de la naturaleza como sujeto de derechos, siendo una reivindicación indígena de la Pachamama y un verdadero cambio revolucionario, como ya señaláramos, en cuanto a los principios del Derecho.

 

El trastorno que supuso para los pueblos originarios la concepción europea de la tierra como mercancía y heredad otorgada por el dios bíblico representó, en palabras de Carlos Rivas, profesor de la Universidad Politécnica Territorial del estado Mérida Kléber Ramírez (De la Cultura Comunera al Movimiento Comunero. Los Andes Venezolanos en su largo proceso histórico), «un proceso de re-ordenamiento, territorial, de un re-planteamiento cultural» que conducirá al despojo del territorio ocupado y a la desaparición de sus creencias y demás elementos que conformaban su cultura ancestral. Como reseña Rivas, «la propiedad de la tierra era una concepción absolutamente desconocida por las poblaciones indígenas en los Andes venezolanos, lo común formaba parte del devenir cotidiano, por tanto, el proceso posterior a la llegada del europeo, va a consistir, no sólo en desarrollar la noción de propiedad sobre la tierra y sobre los cuerpos, sino en implementar una cultura del robo y apropiación de la fuerza de trabajo del individuo en resguardo». Con este objetivo, una gran porción de pueblos originarios son desalojados de sus tierras, acusándolos de salvajes e idólatras que no aportan nada para el progreso de la nación, como ocurre con los mapuches en Chile y Argentina; continuándose la tradición etnocida y genocida de los conquistadores europeos.

 

El liberalismo (y con él, el sistema económico capitalista) ha hecho creer a mucha gente que existen leyes absolutas de evolución del orden, las cuales siempre existirían, independientemente de los distintos eventos que hacen la historia humana. Así, en lo que corresponde a esta realidad, Sally Burch explica que «el neoliberalismo, en lo que tiene de ideología, ha podido presentarse negando precisamente su condición ideológica. De ahí su eficacia, puesto que se trata de un proyecto de dominación que tiene serias dificultades para legitimarse por sí mismo, en razón de que uno de sus componentes intrínsecos es la exclusión. Y de hecho es fácil constatar que su accionar le aleja cada vez más de los objetivos que pretende alcanzar: la modernización y la democracia». Al respecto, solo basta constatar los bajos niveles de participación política de los sectores populares, condenados a ser simple comparsa de quienes se disputan el poder y a ser severamente reprimidos cuando reclaman sus derechos. Otro tanto sucede con el bienestar material, disfrutado a plenitud por aquellos que controlan el poder y la economía mientras que los generadores de sus riquezas se ahogan en problemas y necesidades que no pueden solventar con el exigüo salario que devengan. Con eso a cuestas, se le hace creer a muchos que no existen más alternativas y, por lo tanto, que es herético, irracional e inútil cualquier esfuerzo por alterar el orden establecido. 

 

Con José Carlos Mariátegui de precursor, en nuestra América nació lo que se conoce como socialismo indigenista, uniendo los aportes teóricos generados por Karl Marx y Friedrich Engels y los principios que guiaron la vida en comunidad de los pueblos originarios de Bolivia y Perú. Este tipo de conjugación de aportes teóricos diversos es lo que caracteriza en la actualidad a la mayoría de las luchas y propuestas emancipatorias generadas en el amplio territorio de nuestra América, con una pluralidad de valores que hace prevalecer al pueblo como sujeto capaz de organizar y de transformar estructuralmente todo lo existente hasta ahora, cambiando las reglas del juego para que el poder del Estado esté orientado a proteger los bienes comunes en vez de concentrarse (como lo ha hecho casi de manera exclusiva) en amparar los bienes particulares. Esto daría comienzo a las acciones de un nuevo constitucionalismo transformador donde, entre otras cosas importantes, se le daría rango constitucional a los derechos de la naturaleza como un ser vivo, en una vasta comprensión humanista, que merece igual respeto y defensa que las personas y los animales; en lo que es una exigencia histórica que no puede pasarse más tiempo por alto. 

 

En oposición a estas propuestas y luchas emancipatorias, la lógica de propiedad privada individual nos ha conducido, desde el arribo a estas tierras de los conquistadores europeos, a un determinismo pesimista que nos hace pensar que la especificidad histórica de nuestros países es la de ser una pieza subordinada a los intereses de los grandes consorcios capitalistas internacionales. Ante ello, será preciso generar una propuesta de sociedad donde no se reproduzcan las desigualdades sociales ni las desigualdades económicas que caracterizan el sistema-mundo actual, lo que equivale a darle prioridad a los más preciados valores del ser humano, como lo son la afectividad y la espiritualidad en la organización social y económica, reemplazando, en consecuencia, el consumismo alienante, el individualismo, el egoísmo, la competencia desleal entre las personas, la corrupción y la violencia que son promovidos, en uno u otro sentido, por el capitalismo dominante; lo que supone la tarea de desmercantilizar la vida y producir, por tanto, lo que sería una opción bio-comunitarista, definida por René Ramírez («Socialismo del sumak kawsay o biosocialismo republicano») como «un nuevo pacto de convivencia post-antropocéntrico y trans-estatal». En síntesis: el logro de un cambio cultural revolucionario y profundo; además del establecimiento de una relación armoniosa y de reciprocidad con la tierra.

TODAVÍA LOS LLAMAMOS INDIOS

TODAVÍA LOS LLAMAMOS INDIOS

Homar Garcés

 

El trastorno que supuso para los pueblos originarios la concepción europea de la tierra como mercancía y heredad otorgada por el Dios bíblico representó, en palabras de Carlos Rivas, profesor de la Universidad Politécnica Territorial del estado Mérida “Kléber Ramírez” (De la Cultura Comunera al Movimiento Comunero. Los Andes Venezolanos en su largo proceso histórico), “un proceso de re-ordenamiento, territorial, de un re-planteamiento cultural” que conducirá al despojo del territorio ocupado y a la desaparición de sus creencias y demás elementos que conformaban su cultura ancestral. Como reseña Rivas, “la propiedad de la tierra era una concepción absolutamente desconocida por las poblaciones indígenas en los Andes venezolanos, lo común formaba parte del devenir cotidiano, por tanto, el proceso posterior a la llegada del europeo, va a consistir, no sólo en desarrollar la noción de propiedad sobre la tierra y sobre los cuerpos, sino en implementar una cultura del robo y apropiación de la fuerza de trabajo del individuo en resguardo”. Por eso, a los ojos de los europeos y de quienes en el presente defienden esta postura, la tierra no debería ser una posesión colectiva o comunitaria ni, menos, estar ocupada por seres inferiores y poco interesados en explotarla a gran escala, contentos con una exigüa producción agrícola.

 

El nuevo modo de producción surgido en el amplio territorio de nuestra América gracias al saqueo y al robo, legitimado luego por la usurpación formalizada de la soberanía de los pueblos originarios, implicó la puesta en práctica de conceptos que eran, en gran parte, ajenos a su idiosincrasia, por lo que opusieron resistencia a los conquistadores europeos, ya de una forma activa, ya de una forma pasiva. Aferrándose a su creencia católica o protestante, muchos conquistadores europeos estaban convencidos de estar ejecutando los dictámenes de su dios al combatir y sojuzgar a quienes consideraron, indiferentemente, adoradores del diablo e infieles y, por tanto, merecedores de cualquier castigo o tortura que decidieran hasta producirles una muerte atroz, indistintamente de su edad o condición. Con el paso de los tiempos, esta concepción o visión racista respecto a las poblaciones indígenas apenas ha sufrido algún cambio, como lo demuestra el uso despectivo de la palabra indio para referirse a una persona inferior, de poco lustre o ignorante, en una clara demostración de endoracismo. Así, aún cuando se reconozca que han habido avances significativos en materia legislativa en pro del abordaje de la diversidad étnico-cultural que benefician a los pueblos originarios de nuestra América, también debe reconocerse que esto no ha sido obstáculo alguno para que subsista, de distintos modos, el racismo heredado de la sociedad colonial hispana; lo que obliga a preguntarse si realmente hay un cambio relevante, dada la desigualdad social estructural y la pobreza en que éstos se encuentran todavía. El racismo también se pone de manifiesto en la negación que se le hace a la historia de ciertos pueblos, desconociendo sus contribuciones al progreso general de la humanidad. Resulta algo común que se haga -en palabras de Gabriel García Márquez- «la interpretación de nuestra realidad con ojos ajenos», en este caso, pertenecientes a quienes, al otro lado del océano Atlántico, llegaron a dudar sobre si a los indígenas podrían considerárseles seres humanos, con alma incluida, por lo que sería razonable y legítimo que España y Portugal, en una primera etapa, y el resto de Europa, en una etapa posterior, emprendieran la conquista y la colonización del amplio territorio recién «descubierto», ignorándose adrede los derechos de aquellos pueblos que lo habitaban desde hacía miles de años.

 

Prueba de lo anterior, es la negativa sostenida de las autoridades de los países del continente en admitir como válidas las demandas indígenas de autonomía y de defensa de los recursos naturales existentes en el espacio geográfico que ocupan desde tiempos inmemoriales, lo que representa el colofón de la historia de despojo y desposesión que nuestros pueblos originarios han sufrido desde el momento que los conquistadores europeos plantaron sus banderas en este continente; hallándose interesados los Estados en atraer inversiones, tanto de origen nacional como extranjero, en una actitud de desprecio y superioridad semejante a la seguida hace dos siglos por sus antecesores hispanos, portugueses y anglosajones en el poder. Es lo que ocurre con el pueblo mapuche, cuyos derechos le son negados sistemáticamente por los diversos gobiernos de Chile, aplicándosele con arbitrariedad una legislación antiterrorista para hacerlo desistir de sus luchas. Igual pasa en Chiapas con los indígenas que conforman el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, cuyo enfrentamiento con las élites políticas y económicas de México ha representado un replanteamiento serio de la lucha social y política, cuyos efectos han sido adoptados por otros movimientos en contra del neoliberalismo económico. En igual sentido, podría incluirse al pueblo yukpa de la sierra de Perijá, en Venezuela, acosado por terratenientes en complicidad con autoridades regionales y nacionales hasta el punto de sufrir el asesinato de algunos de sus defensores más destacados, en completa impunidad. 

 

Quizás entre estas demandas, las de mayor trascendencia hayan sido las llevadas a cabo en Bolivia bajo el liderazgo de Evo Morales, gran parte de las cuales fueron plasmadas en la Constitución, dando nacimiento al Estado Plurinacional que, a pesar de la oposición de los grupos oligárquicos, rige dicha nación. Esto no obvia el hecho que se continúe hostigando a los indígenas de ese país, al igual que en Perú, padeciendo golpizas, humillaciones e insultos de parte de aquellos que pretenden secesionar la nación, escudándose con el pretexto de querer vivir bajo un régimen democrático y asumiendo una conducta y un lenguaje abiertamente supremacistas. Como bien lo refleja Ricardo Virhuez, "lo que empezó el siglo XVI continúa en el XXI. Todavía los llamamos indios, indígenas, amerindios y no reconocemos sus nombres propios. Todavía les arrebatamos las tierras para beneficio de mineras y petroleras. Todavía insultamos su rica cultura llamándola mitos, cosmovisión, rituales, sagrados. Todavía creemos que sus fiestas y alegrías son folclore, y su arte que viene desde el nacimiento de la humanidad es artesanía. Todavía no comprendemos su equilibrada visión y relación con la naturaleza y les inventamos religiones y dioses. Están ahí y no los vemos. Ellos son nosotros y no podemos vernos". Sin embargo, hay una realidad que no podrá ocultarse: los pueblos indígenas han irrumpido con voz propia en los escenarios políticos de nuestros países, apoyándose para ello en su cosmovisión y sus costumbres ancestrales, lo que ha permitido imprimirle un sello de originalidad a las propuestas de transformación estructural en oposición al actual modelo civilizatorio. Esto, por otra parte, incide en la percepción tradicional que se tiene respecto a la naturaleza y las demás personas, en lo que será, sin duda, una sucesión de cambios en el modo de entender la vida en sociedad, al margen de cuál sea la denominación que le demos.

 

NUESTRA AMÉRICA, TERRITORIO PERENNE DE LA UTOPÍA

NUESTRA AMÉRICA, TERRITORIO PERENNE DE LA UTOPÍA

Nos ha correspondido como continente (desde los albores de la invasión europea a estas tierras) el destino de ser el escenario propicio de la Utopía imaginada por el inglés Tomás Moro. Cuestión que fue recreada primeramente (con pocas variaciones) por los teóricos de la independencia de las colonias hispanoamericanas, y luego, bajo la influencia de Marx, Engels y Lenin, por quienes enarbolaran las banderas de la lucha por el socialismo revolucionario. Un elemento que ha dejado su huella en los pueblos de nuestra América, los cuales (a pesar de la gran influencia ejercida desde hace siglos por el eurocentrismo) no dejan de luchar por hacer realidad esta particular utopía. Así sea -en algunos casos- por simple instinto político, como acaeciera luego de la liberación política de la vieja España cuando un importante porcentaje de la población marginada acompañara a caudillos providenciales que prometieron cambios que sólo se plasmaron a nivel retórico.

Sin embargo, el esquematismo y el dogmatismo con que fuera abordada esta Utopía en la etapa histórica del siglo XX a través del socialismo revolucionario -siguiendo el patrón impuesto por el burocratismo soviético tras la desaparición física de Lenin- impidieron que la misma se desarrollara de una forma totalmente amplia, crítica y creadora. Las convergencias y las divergencias que esto produjera entre muchas organizaciones políticas de la izquierda no contribuyeron a disipar la desconfianza creada entre nuestros pueblos por los sectores dominantes, sobre todo cuando los debates no pasaban de ser meras adhesiones a uno u otro de los teóricos de la revolución socialista que poco tenían que ver con las necesidades y las condiciones específicas de estas naciones. La simple enunciación escolástica que se acostumbró entre varios de estos movimientos políticos (persistentes en la actualidad) entorpeció la realización práctica y coherente de un verdadero socialismo revolucionario, impulsado por una conciencia política revolucionaria que fuera capaz de superar las contradicciones socioeconómicas del orden establecido en vez de suavizarlas o de tratar de coexistir con ellas. Simultáneamente, se obstaculizó el disfrute y el acceso a los grandes y múltiples avances científicos y tecnológicos ocurridos en medio siglo, a la cultura y a los bienes materiales que podrían redundar en el desarrollo y la emancipación integral de los pueblos de nuestra América; dejando todo en manos de una minoría persistentemente insatisfecha con su avaricia.  A ello se agregó también la visión mecanicista de la historia -tan al gusto de sus representantes y apologistas-, así como la anulación de la individualidad y la disolución del individuo en la masa absorbida y alienada por el consumismo, según los patrones establecidos por el capitalismo.

En este contexto, la necesidad histórica de erigir una opción realmente revolucionaria no hace sino imponerse. La implantación del modelo económico neoliberal capitalista ayudó a crear un fermento favorable para crearla y hacerla viable. La realidad económica neoliberal de los últimos tiempos puso en evidencia la inexistencia de la mano invisible del mercado con que los economistas justificaran la usura, las desigualdades y la explotación sin cesar de los trabajadores que caracterizan al capitalismo. Hoy está más claro que esa mano invisible no es tan invisible como se pregonó desde mucho tiempo atrás. Ella pertenece a los grandes conglomerados que rigen el sistema capitalista global y a las clases gobernantes que respaldan, con sus medidas, conflictos bélicos y legislaciones, los intereses de tales conglomerados, en desmedro de los derechos y los intereses de la mayoría. 

Vale concluir que “esta vez no tenemos oportunidad de volver a equivocarnos, lo que antes fue ingenuidad o desconocimiento, hoy sería mera estupidez, que la historia no va a perdonarnos”, como afirmara Celia Hart Santamaría en el prólogo de la obra de Carlos Tablada, “El pensamiento económico de Ernesto Che Guevara”. Nuestra América (vistas todas sus potencialidades, en especial aquellas que se derivan de su legado multiétnico) podría, entonces, cumplir con ese destino de ser el escenario propicio de la Utopía. Sería el  territorio perenne donde (sin pecar de ilusos) todo individuo hallaría, en definitiva, su verdadera emancipación, aquella que le restituya su condición humana, en armonía con sus semejantes y la naturaleza. -  

LA OTREDAD NUESTRA-AMERICANA

LA OTREDAD NUESTRA-AMERICANA

La especificidad de nuestra América, de lo que ésta es y ha sido como el amplio ámbito geográfico, cultural, sociológico, económico y político situado entre el sur del río Bravo y la Patagonia, donde se ha gestado una tradición ininterrumpida de luchas populares desde el instante que los europeos decidieron adueñarse de ella hasta la época actual, es una especificidad que ha ocupado a una gran porción de intelectuales tratando de explicarla y de darle alguna orientación que haga posible aflorar sus potencialidades como territorio de la emancipación integral humana. El Libertador Simón Bolívar al dirigirse a los diputados del Congreso de Angostura en 1819, destaca que se debe tener «presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del Norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el indio y con el africano. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia». Esta conclusión de Bolívar será compartida, de uno u otro modo, por una amplia gama de pensadores, algunos bajo la influencia ideológica del eurocentrismo y otros guiados por la dialéctica y el materialismo histórico, lo que le convierte en un tema de discusión que no cesa, a pesar de los siglos transcurridos. Ahora muy especialmente cuando, desde las más recientes décadas, muchos acogen la propuesta de emprender y asentar un proceso de descolonialidad del pensamiento; lo que implica entender y aceptar la realidad de otros universos culturales, tan válidos o más que el representado por el eurocentrismo.

En su ensayo «Nuestra América», el Apóstol de la independencia cubana, José Martí, recomienda que «la historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria». Tiempo antes, el Maestro revolucionario Simón Rodríguez, con su singular estilo, hizo una acotación similar al señalar: « ¿Dónde iremos a buscar modelos? La América Española es original. Original han de ser sus instituciones y su Gobierno. Y originales los medios de fundar unas y otro. O inventamos o erramos». Es decir, la otredad americana es una preocupación constante entre nosotros, los hijos y las hijas de nuestra América, presente en los llamados a la unidad e integración de nuestros países, especialmente frente a lo que éstos han sido bajo la hegemonía imperialista de Estados Unidos. Pero también es la comprensión (poco compartida con las clases dominantes) de cuáles podrían ser sus potencialidades en el campo económico, de forma totalmente independiente, sin aceptar tácita y sumisamente el papel de réplicas o sucursales de las metrópolis del sistema capitalista, convertidas -desde un primer momento- en simples proveedoras de materia prima y consumidoras de lo que produzcan las grandes corporaciones transnacionales.

Hace falta entender, junto con Karl Marx, que «el descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria». Gracias a ello, la Europa y los Estados Unidos alcanzaron los niveles de desarrollo que, ilusamente, algunos esperan que algunos de nuestros países puedan tener en el futuro, sin detenerse a pensar que a aquellos no les conviene que esto ocurra, por muchas reformas legislativas y económicas que se hagan, ajustándose a los esquemas neoliberales.

La sumisión pasiva a la ley capitalista ha representado un escollo formidable contra el cual se han estrellado muchos de los objetivos de emancipación trazados por teóricos y movimientos populares, impidiendo que pueda así concretarse una verdadera revolución democrática y soberana, conducida y sustentada en toda circunstancia por los pueblos de nuestra América. En este caso, la multiplicidad y la unicidad de nuestra América representan la fortaleza y el espíritu con que nuestros pueblos puedan romper el estado de explotación y de dependencia en que aún se les desea mantener indefinidamente. Esto entraña, por otra parte, una ruptura radical con la concepción del Estado-nación a la cual nos habituamos y defendemos desde 1810, basándose más en los valores que preservan la vida en un sentido generalizado que aquellos que privilegian, por encima de todo, el lucro y el interés privado. 

DECOLONIALIDAD, DEMOCRACIA Y ANTIIMPERIALISMO EN NUESTRA AMÉRICA

DECOLONIALIDAD, DEMOCRACIA Y ANTIIMPERIALISMO EN NUESTRA AMÉRICA

Las luchas obreras, indígenas, campesinas, afrodescendientes, juveniles y de mujeres (entre las más notables) que se han producido en nuestra América desde comienzos de siglo se caracterizan por darle una mayor profundidad y un mejor sentido a la democracia, entendiéndola como algo más que la oportunidad de emitir un voto y elegir gobernantes. Y tales luchas tienen lugar en medio de represiones y del surgimiento de nuevas derechas y sectores ultrareaccionarios que, de una u otra manera, pretenden limitarlas y acabarlas, contando en muchos casos con la anuencia imperial de Washington. A todo esto se suma el papel injerencista de la Organización de Estados Americanos, cuyo secretario general no ha dudado en secundar los planes hegemónicos estadounidenses hasta el colmo de avalar el golpe de Estado propiciado al Presidente boliviano Evo Morales, argumentando un fraude electoral inexistente. 

Aún cuando la soberanía nacional, la autodeterminación de los pueblos y la intervención del Estado en la economía han estado bajo asedio por los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos y las grandes corporaciones transnacionales, en la actualidad se ha intensificado dicho asedio. La pretensión de adueñarse de los mercados, de los territorios ocupados, en gran parte, por los pueblos originarios, y de los recursos naturales estratégicos de todo lo que comprende nuestra América, al sur del río Bravo, ahora combina diversos métodos, tanto los aplicados durante la Guerra Fría como los extraídos de las nuevas tecnologías de la informática y la comunicación. Esta realidad es aupada desde adentro de cada una de nuestras naciones por sectores derechistas, cuyos rasgos racistas, violentos, misóginos y antidemocráticos son más que evidentes y constituyen lo que podría calificarse su ideología; siguiendo las pautas marcadas por grupos y partidos políticos similares de Europa y Estados Unidos. La posición antiimperialista que esto originaría tendría, como consecuencia asociada, una posición antifacista, en defensa de los derechos nacionales, democráticos y humanos que están plasmados en cada Constitución; lo que exigiría adoptar de quienes los defienden una militancia permanente.

Vistas en conjunto, las diferentes luchas populares emprendidas a lo largo de nuestra América pueden enmarcarse igualmente en un proceso de descolonización frente a la permanencia de la colonialidad, representada por el pensamiento eurocentrista que perdura en los centros académicos y en muchos ámbitos de la vida social, lo que vendría a complementar (o a integrarse a) la lucha contra el racismo, el patriarcado y el capital. No podrían circunscribirse nada más a una conquista parcial o local cuando el sistema u orden establecido se mantiene inalterable en sus raíces, sin atacar decididamente las causas de los problemas estructurales que nos han agobiado desde mucho tiempo. La descolonización del pensamiento reivindicaría a las clases y sectores sociales preteridos y oprimidos que serían, así, reconocidos y considerados sujetos históricos del nuevo tipo de sociedad a construirse.

Por ello, para que la democracia sea realmente funcional, participativa y popular, es preciso “hacer - como lo expresa Enrique Dussel - que la gente pueda participar, que no sea sólo representativo, que no se reduzca a una cúpula burocrática que gobierna desde arriba hacia abajo. Hay que modificar las instituciones políticas desde la base para poner un límite a la representación. La participación no puede ser sólo eventual, a través de algún tipo de plebiscito o consulta: la participación debe ser orgánica, con la presencia constante del pueblo, con las instituciones construidas a tal efecto. Eso exige por supuesto un tipo radicalmente nuevo de Estado, de una revolución con la participación institucional del pueblo”. Dado este paso trascendental, se podrá afirmar que existirá realmente una revolución en nuestros países, sin que hayan obstáculos que no puedan superarse, gracias en gran medida, a esos movimientos de obreros, indígenas, campesinos, afrodescendientes, jóvenes y mujeres que se hicieron visibles y cuestionan abiertamente el injusto, desigual y excluyente régimen imperante.

LA OTREDAD NUESTRAAMERICANA

LA OTREDAD NUESTRAAMERICANA

 

La especificidad de nuestra América, de lo que ésta es y ha sido como el amplio ámbito geográfico, cultural, sociológico, económico y político situado entre el sur del río Bravo y la Patagonia, donde se ha gestado una tradición ininterrumpida de luchas populares desde el instante que los europeos decidieron adueñarse de ella hasta la época actual, es una especificidad que ha ocupado a una gran porción de intelectuales tratando de explicarla y de darle alguna orientación que haga posible aflorar sus potencialidades como territorio de la emancipación integral humana. El Libertador Simón Bolívar al dirigirse a los diputados del Congreso de Angostura en 1819, destaca que se debe tener «presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del Norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el indio y con el africano. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia». Esta conclusión de Bolívar será compartida, de uno u otro modo, por una amplia gama de pensadores, algunos bajo la influencia ideológica del eurocentrismo y otros guiados por la dialéctica y el materialismo histórico, lo que le convierte en un tema de discusión que no cesa, a pesar de los siglos transcurridos. Ahora muy especialmente cuando, desde las más recientes décadas, muchos acogen la propuesta de emprender y asentar un proceso de descolonialidad del pensamiento; lo que implica entender y aceptar la realidad de otros universos culturales, tan válidos o más que el representado por el eurocentrismo.

 

En su ensayo «Nuestra América», el Apóstol de la independencia cubana, José Martí, recomienda que «la historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria». Tiempo antes, el Maestro revolucionario Simón Rodríguez, con su singular estilo, hizo una acotación similar al señalar: « ¿Dónde iremos a buscar modelos? La América Española es original. Original han de ser sus instituciones y su Gobierno. Y originales los medios de fundar unas y otro. O inventamos o erramos». Es decir, la otredad americana es una preocupación constante entre nosotros, los hijos y las hijas de nuestra América, presente en los llamados a la unidad e integración de nuestros países, especialmente frente a lo que éstos han sido bajo la hegemonía imperialista de Estados Unidos. Pero también es la comprensión (poco compartida con las clases dominantes) de cuáles podrían ser sus potencialidades en el campo económico, de forma totalmente independiente, sin aceptar tácita y sumisamente el papel de réplicas o sucursales de las metrópolis del sistema capitalista, convertidas -desde un primer momento- en simples proveedoras de materia prima y consumidoras de lo que produzcan las grandes corporaciones transnacionales.

 

Hace falta entender, junto con Karl Marx, que «el descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria». Gracias a ello, la Europa y los Estados Unidos alcanzaron los niveles de desarrollo que, ilusamente, algunos esperan que algunos de nuestros países puedan tener en el futuro, sin detenerse a pensar que a aquellos no les conviene que esto ocurra, por muchas reformas legislativas y económicas que se hagan, ajustándose a los esquemas neoliberales.

 

La sumisión pasiva a la ley capitalista ha representado un escollo formidable contra el cual se han estrellado muchos de los objetivos de emancipación trazados por teóricos y movimientos populares, impidiendo que pueda así concretarse una verdadera revolución democrática y soberana, conducida y sustentada en toda circunstancia por los pueblos de nuestra América. En este caso, la multiplicidad y la unicidad de nuestra América representan la fortaleza y el espíritu con que nuestros pueblos puedan romper el estado de explotación y de dependencia en que aún se les desea mantener indefinidamente. Esto entraña, por otra parte, una ruptura radical con la concepción del Estado-nación a la cual nos habituamos y defendemos desde 1810, basándose más en los valores que preservan la vida en un sentido generalizado que aquellos que privilegian, por encima de todo, el lucro y el interés privado. -

 

EL EJEMPLO BOLIVIANO Y LA OPORTUNIDAD DE SEPARAR EL GRANO DE LA PAJA

EL EJEMPLO BOLIVIANO Y LA OPORTUNIDAD DE SEPARAR EL GRANO DE LA PAJA

 

El ejemplo de lo ocurrido en Bolivia no debería ser un ejemplo escogido al azar, limitando la victoria electoral de Luis Arce a una simple reacción frente a la imposición de los grupos fascistas que derrocaran al Presidente Evo Morales con el respaldo del gobierno gringo y la Organización de Estados Americanos. Gracias a las elecciones -siempre usadas por los sectores hegemónicos como instrumentos de control y de dominación de las mayorías populares-, el pueblo boliviano pudo demostrar su apego a las reformas democráticas impulsadas por el gobierno progresista de Morales lo que, unido a la actitud retrógrada de los grupos fascistas/conservadores, hizo que superara la represión y las amenazas con que éstos quisieron devolverlo a su estado anterior de sumisión y exclusión.

La diferencia, oposición y contradicción existentes entre los grupos, capas y clases sociales en Bolivia pudieron verse, desde la época colonial, como realidades insuperables sobre las cuales no podría hacerse nada para quebrantarlas y transformarlas aunque fuera en un mínimo detalle o aspecto, gracias a la ideología de quienes ocuparon el máximo sitial en la pirámide del poder. Sin embargo, como lo aclara Jean Marc Piotte en su estudio El  pensamiento político de Gramsci, «las clases subalternas no son puros receptáculos; no se hallan enteramente condicionadas por la ideología de las clases dominantes; piensan por ellas mismas, hasta un cierto nivel». De este modo, no solo por el papel cumplido por Evo Morales, sino por el extenso y sacrificado historial de luchas reivindicativas de los movimientos populares, campesinos, obreros e indígenas, pudo lograrse en esta nación andina la experiencia de protagonizar unos momentos de transición cualitativa que anticiparon en mucho un ejercicio más pleno y directo de la democracia, más allá de sus esquemas tradicionales; definiendo así una nueva realidad y superando los límites impuestos por los sectores dominantes. 

Ahora les corresponde a los sectores populares bolivianos enfocar su atención en el decisivo problema del poder y evitar que, nuevamente, la ultraderecha use los mecanismos constitucionales en su beneficio o que todo desemboque en una situación parecida a la escenificada en Ecuador tras el período presidencial de Rafael Correa. Como lo observan los militantes de Askapena, Iñaki Etaio y René Behoteguy, «el pueblo boliviano ha dejado claro que no apoya a una persona sino un proyecto político de emancipación de las clases populares y los pueblos originarios». Una cuestión que no puede limitarse a la ocupación de todos, o la mayoría, de los cargos burocráticos del Estado, puesto que esto no es suficiente garantía para iniciar una transformación estructural de la sociedad y, sobre todo, en favor de la mayoría. Siendo ellas concomitantes, es el momento oportuno para llevar a cabo cambios en cuanto a las relaciones de poder y las relaciones de producción. Con ello, se podrá separar entonces el grano de la paja. -

 

 

NUESTRA AMÉRICA, TERRITORIO PERENNE DE LA UTOPÍA

NUESTRA AMÉRICA, TERRITORIO PERENNE DE LA UTOPÍA

Nos ha correspondido como continente (desde los albores de la invasión europea a estas tierras) el destino de ser el escenario propicio de la Utopía imaginada por el inglés Tomás Moro. Cuestión que fue recreada primeramente (con pocas variaciones) por los teóricos de la independencia de las colonias hispanoamericanas, y luego, bajo la influencia de Marx, Engels y Lenin, por quienes enarbolaran las banderas de la lucha por el socialismo revolucionario. Un elemento que ha dejado su huella en los pueblos de nuestra América, los cuales (a pesar de la gran influencia ejercida desde hace siglos por el eurocentrismo) no dejan de luchar por hacer realidad esta particular utopía. Así sea -en algunos casos- por simple instinto político, como acaeciera luego de la liberación política de la vieja España cuando un importante porcentaje de la población marginada acompañara a caudillos providenciales que prometieron cambios que sólo se plasmaron a nivel retórico.

Sin embargo, el esquematismo y el dogmatismo con que fuera abordada esta Utopía en la etapa histórica del siglo XX a través del socialismo revolucionario -siguiendo el patrón impuesto por el burocratismo soviético tras la desaparición física de Lenin- impidieron que la misma se desarrollara de una forma totalmente amplia, crítica y creadora. Las convergencias y las divergencias que esto produjera entre muchas organizaciones políticas de la izquierda no contribuyeron a disipar la desconfianza creada entre nuestros pueblos por los sectores dominantes, sobre todo cuando los debates no pasaban de ser meras adhesiones a uno u otro de los teóricos de la revolución socialista que poco tenían que ver con las necesidades y las condiciones específicas de estas naciones. La simple enunciación escolástica que se acostumbró entre varios de estos movimientos políticos (persistentes en la actualidad) entorpeció la realización práctica y coherente de un verdadero socialismo revolucionario, impulsado por una conciencia política revolucionaria que fuera capaz de superar las contradicciones socioeconómicas del orden establecido en vez de suavizarlas o de tratar de coexistir con ellas. Simultáneamente, se obstaculizó el disfrute y el acceso a los grandes y múltiples avances científicos y tecnológicos ocurridos en medio siglo, a la cultura y a los bienes materiales que podrían redundar en el desarrollo y la emancipación integral de los pueblos de nuestra América; dejando todo en manos de una minoría persistentemente insatisfecha con su avaricia.  A ello se agregó también la visión mecanicista de la historia -tan al gusto de sus representantes y apologistas-, así como la anulación de la individualidad y la disolución del individuo en la masa absorbida y alienada por el consumismo, según los patrones establecidos por el capitalismo.

En este contexto, la necesidad histórica de erigir una opción realmente revolucionaria no hace sino imponerse. La implantación del modelo económico neoliberal capitalista ayudó a crear un fermento favorable para crearla y hacerla viable. La realidad económica neoliberal de los últimos tiempos puso en evidencia la inexistencia de la mano invisible del mercado con que los economistas justificaran la usura, las desigualdades y la explotación sin cesar de los trabajadores que caracterizan al capitalismo. Hoy está más claro que esa mano invisible no es tan invisible como se pregonó desde mucho tiempo atrás. Ella pertenece a los grandes conglomerados que rigen el sistema capitalista global y a las clases gobernantes que respaldan, con sus medidas, conflictos bélicos y legislaciones, los intereses de tales conglomerados, en desmedro de los derechos y los intereses de la mayoría.  

Vale concluir que “esta vez no tenemos oportunidad de volver a equivocarnos, lo que antes fue ingenuidad o desconocimiento, hoy sería mera estupidez, que la historia no va a perdonarnos”, como afirmara Celia Hart Santamaría en el prólogo de la obra de Carlos Tablada, “El pensamiento económico de Ernesto Che Guevara”. Nuestra América (vistas todas sus potencialidades, en especial aquellas que se derivan de su legado multiétnico) podría, entonces, cumplir con ese destino de ser el escenario propicio de la Utopía. Sería el  territorio perenne donde (sin pecar de ilusos) todo individuo hallaría, en definitiva, su verdadera emancipación, aquella que le restituya su condición humana, en armonía con sus semejantes y la naturaleza. -