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LA PRAXIS REVOLUCIONARIA DE LA DEMOCRACIA DIRECTA

LA PRAXIS REVOLUCIONARIA DE LA DEMOCRACIA DIRECTA

En la praxis revolucionaria de la democracia directa resaltan, en lo inmediato, tres elementos fundamentales, a saber: 1.- la soberanía de las asambleas de ciudadanas y ciudadanos, 2.- la horizontalidad en las relaciones y estructuras organizativas y/o de poder, y 3.- la transformación radical del Estado vigente. En síntesis, se trata de acceder a un mayor nivel de participación y de protagonismo de las amplias mayorías populares, generalmente excluidas, de manera que todo ello se concrete en la construcción colectiva de una sociedad de nuevo tipo (mejor entendida como comunidad) que, por lo pronto, llamaríamos socialista al contraponerse al orden social, cultural, político, militar y económico que ha moldeado desde hace cientos de años a nivel mundial el sistema capitalista.

Tales elementos, por consiguiente, habrían de influir decisivamente en la configuración de unas nuevas relaciones sociales, económicas y de poder que tengan por centro primordial a las personas, de manera que ellas mismas hagan posible su propia emancipación, en un ejercicio dialéctico permanente de su plena soberanía. Es por eso que la democracia directa trasciende el marco de la representatividad tradicionalmente aceptada y convierte en voceras y en voceros a quienes son elegidos para asumir responsabilidades ejecutivas o de dirección, quedando sujetadas y sujetados a la voluntad expresada y aprobada por las asambleas. Esto implica, por supuesto, un cambio de paradigmas -tanto en lo individual como en lo colectivo- que requiere de una nueva mentalidad y de unas nuevas prácticas revolucionarias; ajenas al adoctrinamiento y a la lógica capitalistas que realzan el individualismo, la competencia y el consumismo irracional. En vez de esto último, los grupos y los individuos que propugnan la democracia directa buscan poner punto final a las consecuencias nefastas y universales del modelo de sociedad vigente, esto es, a la pobreza, la opresión, el patriarcado, la alienación, la violencia institucionalizada, la explotación del proletariado, el deterioro acelerado de la naturaleza y la injerencia imperialista y neocolonialista de las grandes potencias capitalistas industrializadas en los asuntos internos del resto del planeta; por lo que la democracia directa adquiere también una condición abiertamente antiimperialista.

En consecuencia, la democracia directa tiene planteada ante sí la transformación objetiva y subjetiva de la realidad imperante a través de la construcción de un amplio movimiento popular de concertación revolucionaria, sin que ello represente una uniformización forzada de las tácticas y de las estrategias a utilizar, cuya finalidad última ha de ser la toma del poder y la instauración de una hegemonía de carácter popular y socialista en oposición a la hegemonía de elites. Este es un requisito inexcusable, lo cual -de antemano- constituirá un gran desafío a las maneras como se conciben el mundo y la sociedad, todas ellas originadas desde una cosmovisión (o universo) eurocéntrico que excluye todo aquello que le es ajeno. Cabe decir entonces que la democracia directa (a riesgo de los comunes señalamientos en su contra) es una utopía posible y necesaria. La misma realidad de los sucesos mundiales actuales -con invasiones imperialistas y neocolonialistas encabezadas por Estados Unidos, cuyo propósito nada negado es controlar los territorios ricos en petróleo, gas, biodiversidad y agua dulce; la crisis económica generalizada; la destrucción de un medio ambiente altamente contaminado y sobreexplotado; y la existencia e influencia de instituciones públicas y privadas que mantienen y defienden sus intereses corporativos por encima de los intereses de las mayorías sociales- le hacen ser un mecanismo idóneo para cambiar las cosas que nos afectan a todos, sin menoscabo de otras fórmulas y vías que ayuden efectivamente a superarlas, en función del bien común y de la emancipación integral de las personas.-    

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