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EL MUNDO DEL CAPITALISMO

EL ODIO COMO LEGITIMACIÓN RACIAL Y POLÍTICA

EL ODIO COMO LEGITIMACIÓN RACIAL Y POLÍTICA

Los focos de violencia ocurridos durante las últimas semanas en suelo estadounidense a propósito del asesinato de otro ciudadano afrodescendiente a manos de la policía tienden a ser interpretados como una reacción popular legítima en contra del racismo que, desde hace siglos, es un signo social característico del país norteño. Aun cuando se tenga razón en este sentido, habría causas o motivos más profundos que el racismo para entender tal explosión social, lo que implicaría la realización de un estudio sociológico y/o antropológico que escudriñe la sociedad estadounidense desde sus mismos orígenes.

Esto nos remite a las situaciones que han tenido lugar en el ámbito político al sur de nuestro continente, resaltando las escenificadas en Venezuela, Brasil y Bolivia donde grupos autocalificados de derecha, cristianos y democráticos trazaron una línea divisoria abiertamente racista respecto a los sectores populares, descalificando su capacidad para autogobernarse y para ejercer sus derechos constitucionales. Lo mismo podrá afirmarse en relación con los migrantes venezolanos quienes han sido víctimas de la xenofobia alentada por sectores políticos y medios informativos en su empeño por achacarles la culpa de todos los males que se producen en cada uno de estas naciones de nuestra América; buscando así fortalecer y recuperar sus posiciones e influencias internas. Es una regresión histórica que busca expandirse en nuestra América luego de vivirse una etapa importante de esfuerzos integracionistas que servirían de herramientas para deslastrarse de la dominación imperialista ejercida secularmente por Estados Unidos. No es casualidad notar que los sectores reaccionarios de la potencia norteamericana y de sus pares al sur de su frontera coincidan en retórica, acciones e, incluso, en el uso fanático de la Biblia para impedir el avance y el acceso al poder constituido de los sectores populares, en una diferenciación que rememora la clasificación racial impuesta por el colonialismo español en estas tierras.

Esto es, en resumen, la puesta en práctica de una política del odio como legitimación racial y política, cuyo objetivo principal es coartar cualquier posibilidad de emancipación que tenga como eje central la soberanía plena del pueblo. A nuestros pueblos les corresponde, por tanto, trascender el marco de referencia eurocéntrico que ha regido su existencia, de un modo totalmente radical, recuperando así sus raíces históricas y culturales, lo que supone dejar atrás los cánones impuestos por el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado a través de la educación y el  adoctrinamiento constantes, puesto que tales elementos representan por igual la dominación, la desigualdad y la violencia que les ha tocado enfrentar para asegurar sus derechos, lo que incide -directa e indirectamente- en la percepción que se tiene del mundo en general.

Bajo tal orientación, lo que debiera constituir el deber ético humanitario de todas las personas (que, incluso, podría derivarse en buena parte de las enseñanzas religiosas que profesa una mayoría, independientemente de cuál sea su denominación), cuya orientación básica habrá de expresarse siempre en el logro del bien común, la solidaridad, la cooperación y el sentido de comunidad en lugar de los antivalores que caracterizan al tipo de civilización vigente, dominado como está por la lógica depredadora, excluyente y competitiva del sistema capitalista neoliberal.

Ello nos obliga a comprender que los auspiciadores de este modelo civilizatorio son los ejecutantes de una larga trama perversa mediante la cual se trata de doblegar y derogar la voluntad soberana de los pueblos que aspiran vivir en paz y democracia, sin las imposiciones neocolonialistas e imperialistas de las grandes empresas transnacionales de las naciones desarrolladas. Para ello, es preciso descubrir el discurso seudo democrático y nacionalista -replicado sin pudor por las cadenas noticiosas a su servicio- con el cual ocultan su verdadero objetivo: la instauración de un régimen a imagen y semejanza del existente en Estados Unidos, creyéndolo el mejor y más idóneo del mundo. No obstante, se han visto enfrentados a una resistencia popular inaudita que, pese a las inconsistencias ideológicas e, incluso, corrupciones de la dirección política (sin distinción de derecha o de izquierda) les dice que se requiere transformar el orden establecido, ya que éste no admite más reformas.

Como elemento esencial de su estrategia para que los sectores populares terminen por aceptar su condición subalterna y neocolonial, los sectores derechistas no ocultan su intención de asesinar a aquellos que considera inferiores, por lo que estarían exentos de cualquier acción legal en su contra. El odio como legitimación racial y política es, a grandes rasgos, una realidad condenable. Por consiguiente, resulta vital y necesario confrontarlo desde todo punto de vista aunque ello represente emprender una guerra asimétrica contra aquellos que poco o nada les importa la vida ajena.

 

EL CORONAVIRUS Y LA DESHUMANIZACIÓN HUMANA

EL CORONAVIRUS Y LA DESHUMANIZACIÓN  HUMANA


Aparte de disminuir significativamente el turismo internacional, los servicios y el consumo de productos no esenciales en todo el orbe, de una u otra forma, la pandemia del Covid-19 pone de manifiesto la desigualdad de clases existente en la sociedad contemporánea. Lo que resalta a primera vista es que no todas las personas podrán acogerse a la cuarentena social recomendada por los gobiernos y la Organización Mundial de Salud, entre ellos, los indigentes, los trabajadores independientes y los pequeños empresarios; en general, quienes no disponen de un mínimo aceptable de recursos económicos con los cuales sobrevivir holgadamente día a día. De esta manera, extremando esta conclusión, se estarán beneficiando, en un primer lugar, las grandes corporaciones y, en un segundo lugar, se estaría prescindiendo de un porcentaje de la población que, bajo la lógica capitalista, no genera dividendos y representa, según sus cálculos, una carga onerosa para el Estado.
Todo esto demuestra asimismo que el nivel material de existencia humana, la esperanza de vida de la población en general y la bonanza económica infinitos son meras ilusiones creadas  por el capitalismo globalizado, dando paso a unas mayores e injustas condiciones de desigualdad socioeconómica, lo que ha aumentado de modo exagerado y dramático la tradicional brecha que separa a ricos y pobres.


Al referirse a este tema de actualidad, son varios los analistas a nivel internacional que coinciden en afirmar que, más allá del ámbito sanitario, ésto sería el preámbulo de la descomposición irreversible que sufriría el sistema capitalista. Otros hablan de la puesta en marcha de un proceso malthusiano de reingeniería social a fin de adecuar a los seres humanos a las nuevas exigencias e intereses del capital corporativo-financiero  transnacional, lo cual incluye un despoblamiento programado (afectando especialmente a aquellas naciones que son consideradas inútiles u hostiles al régimen de explotación capitalista) y el establecimiento de un Estado militar-policíaco a escala planetaria, encargado de velar por la uniformidad del pensamiento y de mantener a la humanidad bajo una misma disciplina. El horror al contacto humano (entendido como distanciamiento social) cumpliría con este propósito inicial, convenciendo a una mayoría de la necesidad de establecer oficialmente estados de excepción en las naciones afectadas, lo que, al mismo tiempo, contribuiría a modificar los estándares de consumo habituales.Sin embargo, lejos de este efecto, entre mucha gente, el Covid 19 suscitó la necesidad -extrema, en alguna porción- de transformar de modo radical las bases que sostienen la economía y el tipo de sociedad imperantes; lo cual implica poner en marcha un conjunto de acciones que culmine en el desarrollo de una revolución social, política y económica de largo alcance.

 
Como lo refleja François Chesnais, “que el capitalismo encuentre límites que no puede franquear no significa en modo alguno el fin de la dominación política y social de la burguesía, menos aún su muerte, pero abre la perspectiva de que arrastre a la humanidad a la barbarie. El reto está en que quienes son explotados por la burguesía o no están atados a ella encuentren los medios para separarse de su mortífero recorrido”. Esto se ha repetido innumerables veces en el transcurso de la historia. No obstante, en medio de la situación mundial actual existen las condiciones propicias para revisar y revertir por completo el dominio capitalista. El mismo hecho que a los dueños del capital solo les interese pensar en la disminución de sus ganancias antes que en la vida de millones de seres humanos sería suficiente motivo para emprender esta tarea impostergable.

Para lograrla, se requiere confrontar, de manera racional, el resurgimiento de las absurdas supersticiones apocalípticas de la Europa medieval, así como la excusa política de atribuirle el origen de esta pandemia a un vasto plan de dominación diseñado por el gobierno de China -enfrentado al de Estados Unidos por la competencia comercial- lo mismo que a los migrantes que, desde las últimas décadas, han traspasado, principalmente, las barreras fronterizas de Europa y de Estados Unidos, lo que ahora justificaría la necesidad de implementar una cuarentena social absoluta que impida por completo su acceso a estos territorios. Como se puede deducir, el Covid 19 cumple un doble propósito político y económico que, en todo caso, afecta a los países periféricos del sistema capitalista global, desacelerando sus economías y exponiendo su autodeterminación a las conveniencias de quienes controlan dicho sistema, gracias a la posesión de las vacunas y demás insumos utilizados para la contención y erradicación de este flagelo. 

La deshumanización humana (más allá del simple juego de palabras) representa una seria amenaza para todos. El hecho que ella esté destacándose en medio del horror desatado por el Covid 19 exige librar una batalla quizá más exigente que las protagonizadas por pueblos y grupos sociales en lucha por su emancipación y el reconocimiento de sus derechos. Demanda una nueva conciencia ciudadana, unas nuevas relaciones de producción, y una nueva práctica social y política, cuyos ejes principales sean la dignidad, la libertad y el interés colectivos, en plena armonía con el resto de la humanidad y con la naturaleza. Este sería el mejor colofón a lo que enfrentamos y pone en serio riesgo nuestra existencia. 

LA IRRACIONALIDAD LUCIFERINA DEL CAPITALISMO

LA IRRACIONALIDAD LUCIFERINA DEL CAPITALISMO

El capitalismo neoliberal niega la posibilidad de alternativas. Esta es una verdad de Perogrullo. La experiencia vivida en una gran parte de las naciones de nuestra América (muchas de ellas convulsionadas por protestas populares) demuestra que su aplicación está dirigida a fortalecer los grandes capitales, especialmente foráneos, frente a lo cual no sólo quedan desguarnecidos los intereses colectivos sino también los capitales nacionales, en el caso que no se subordinen a aquellos. Dentro de este orden de ideas, se observa el surgimiento de un nuevo eje de desigualdad, con un proletariado nómada expuesto a todo tipo de explotación y penurias, cuya situación se agrava, principalmente, a las puertas de Europa y Estados Unidos, impidiéndoseles sistemáticamente su ingreso; sin excluir lo que viene ocurriendo en el sur de nuestra América con una migración venezolana constantemente acosada por sectores chovinistas que la inculpan de los males sociales y económicos presentes, desde hace mucho tiempo, en sus respectivos países. A toda esta realidad se agrega el alto grado de extractivismo y de contaminación sufrido por la naturaleza en diferentes latitudes, con exiguas e ineficaces medidas aplicadas para reducirlo en función de la preservación de todo género de vida existente en la Tierra; cosa que ha provocado el asesinato de dirigentes campesinos, indígenas y ecologistas que luchan por proteger el entorno natural de la voracidad de terratenientes y empresarios, afanados en solo incrementar sus grandes capitales.      

Dicho de otro modo, como lo señalara Karl Marx, «el capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos». En consecuencia, la irracionalidad luciferina del capitalismo ha conducido a la raza humana -si no se resuelve en un corto tiempo con suficiente sentido de prioridad- a un progresivo estado de destrucción, cuya causa y sintomatología comienzan a ser percibidos a nivel mundial. Esto les ha permitido comprender a numerosas personas, por ejemplo, que la crisis financiera y la crisis migratoria que agitan al mundo contemporáneo se hallan intrínsecamente relacionadas. No son hechos aislados. Esta percepción les incita a organizarse de manera alternativa y a buscar nuevos modos de entender la política y la economía, lo que es visto -como es habitual- como una seria amenaza por los sectores dominantes tradicionales, enlazados en una inseparable red de poder político y de poder económico que se extiende por encima de cualquier precepto preexistente de respeto a la vida, a la democracia y a la soberanía nacional, en una especie de dictadura supranacional o imperio del capital, cuyas decisiones e intereses nos afectan a todos.

Sobre esa base, no se puede soslayar que la realidad económica neoliberal de los últimos tiempos puso en evidencia la inexistencia de la mano invisible del mercado con que los economistas justificaran la usura, las desigualdades y la explotación sin cesar de los trabajadores que caracterizan al capitalismo. Hoy está más claro que nunca que tal mano invisible no es tan invisible como se pregonó desde hace muchos siglos atrás. Ella pertenece (sin disimulo alguno) a los grandes conglomerados que rigen el sistema capitalista global y a las clases gobernantes que lo respaldan, con sus medidas, conflictos bélicos y legislaciones, en desmedro de los derechos y de los intereses de la mayoría. Por ello, no deben causar extrañeza alguna las convulsiones sociales que tienen lugar en disímiles países. Como tampoco las guerras que desangran pueblos enteros en diferentes latitudes del planeta; impulsadas, en su mayor parte, por Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, a lo que se agregan las políticas de ajuste estructural impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Todo ello forma una contrarrevolución programada, cuya resultado visible es una pauperización masiva de la humanidad, obligando a quienes la integran a adoptar un enfoque esencialista que les hace prescindir de todo sentido de solidaridad al mismo tiempo que son sobreexplotados (sin derechos) por los propietarios de los grandes capitales. -        

 

DEMOCRACIA DE BAJA INTENSIDAD

DEMOCRACIA DE BAJA INTENSIDAD

En uno de sus libros, “Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social" Boaventura de Sousa Santos nos advierte sobre la existencia de un tipo de democracia de baja intensidad en sintonía con el afán de dominación característico del capitalismo neoliberal globalizado; muy distante, por cierto, de la que se aspira de una manera ideal: «estamos entrando en un proceso donde solamente tiene valor lo que tiene precio y, por lo tanto, el mercado económico y el mercado político se confunden. Con eso se naturaliza la corrupción, que es fundamental para mantener esta democracia de baja intensidad, porque naturaliza la distancia de los ciudadanos a la política: ‘todos son corruptos’, ‘los políticos son todos iguales’, etc., lo cual es funcional al sistema para mantener a los ciudadanos apartados. Por ello la naturalización de la corrupción es un aspecto fundamental de este proceso». Uno y otro son aspectos que, aun cuando se quisiera, no podrían obviarse, estando ambos tan estrechamente entrelazados. Esto nos obliga a concluir que una democracia simplemente formal no es suficiente para que ella -la democracia- exista realmente.

En correspondencia con dicho planteamiento, se podría citar también lo afirmado por el historiador, ideólogo y activista ecologista estadounidense Murray Bookchin, en cuanto a que «un pueblo cuya única función política es elegir delegados no es para nada un pueblo, sino una masa, una aglomeración de mónadas. La política, a diferencia de lo social y estatal, implica la recorporalización de las masas en asambleas generosamente articuladas, para formar un cuerpo político reunido en un foro, de racionalidad compartida, de libre expresión y de formas de toma de decisiones radicalmente democráticas». Sin un pueblo capaz de trascender el marco electoral acostumbrado, la democracia decae y termina por ser (igual que la soberanía popular) una mera referencia retórica que favorecerá, en un primer plano, a los políticos profesionales mientras el común de la gente sigue a la espera del cumplimiento de sus promesas electorales. Aparte de esto, se debe considerar también que, henchido con unas herencias ideológicas que adquieren formas y contenidos a través del comportamiento y los procedimientos administrativos habituales de quienes controlan el poder, el Estado, en un amplio sentido, escasamente ha servido para hacer realidad la democracia. Para lograr que ella sea algo menos nebuloso y más concreto, los sectores populares han tenido que enfrentar -muchísimas veces en las calles, con saldos trágicos, como antes en los campos de batalla- a las clases y estamentos que ejercen (en su propio beneficio) el poder constituido; cuestión que se mantiene latente en diversidad de países, en una confrontación de clases que se busca disminuir mediáticamente, presentándola como una elemental lucha reivindicativa y no como una rebelión cuestionadora del orden imperante.

En la actualidad, esta democracia de baja intensidad se manifiesta en la nulidad y/o la escasa influencia y poder de decisión de un verdadero Estado de derecho en favor de la ciudadanía. Quien carezca de suficientes recursos económicos y de relevantes contactos políticos con los cuales sortear algún trámite engorroso, queda a merced de los caprichos y del despotismo de la burocracia que integra dicho Estado, la que sólo se activará si hay una “ayuda” de por medio. Asimismo, cuando el predominio partidista se hace excesivo y abarca todo nivel organizativo de la población, impidiendo en su seno la pluralismo y la autonomía que debieran caracterizarlo; lo que origina el clientelismo político y, en consecuencia, la falta de una práctica extendida de la democracia. Ahora es cosa común que se busque infundir entre los sectores populares la noción respecto a que únicamente bajo los cánones del neoliberalismo económico sería posible vivir en democracia, por lo que las decisiones fundamentales de la sociedad debieran yacer en manos de sus representantes, a pesar de la explotación, la desigualdad y la injusticia que todo ello significa; además de un creciente menoscabo de la libertad y de los derechos ciudadanos. No obstante, también se aprecia en muchas naciones cómo una gran proporción de movimientos populares se opone activamente en las calles a esta especie de fundamentalismo político-económico que, desde hace décadas, pretende arropar y dominar nuestro mundo; despojándolo al mismo tiempo de su vasta diversidad étnico-cultural e imponiéndole un mismo estilo de vida. Gracias a las luchas y a los reclamos que estos protagonizan, todavía es viable lograr que exista una democracia de mayor profundidad, ejercicio y contenido, con paradigmas distintos a los vigentes, en vez de resignarse a una democracia de baja intensidad que nos escarnece en nuestra doble condición de ciudadanos y seres humanos; lo que nos exigirá crear una ética y una moral que estén en plena combinación con esta perspectiva. -            

 

 

 

EL EUROCENTRISMO, EL COMIENZO DE LA EXCLUSIÓN

EL EUROCENTRISMO, EL COMIENZO DE LA EXCLUSIÓN

 

En su libro “La invención de la exclusión”, José Romero Lossaco destaca que “la negación de la condición humana de unos, en cuanto producto de la afirmación de la condición humana de otros, dio origen a proyectos de salvación/colonización de aquellos que fueron definidos como no-humanos. Así, desde finales del siglo xv hasta nuestro siglo XXI el planeta ha sido testigo del despliegue de estrategias de humanización promovidas por la impronta moral de quienes han tenido el poder de definición sobre lo humano. Se cuentan, entre dichas estrategias, la evangelización-cristianización, la civilización-modernización, el desarrollismo y la democratización. En todos los casos encontramos detrás una definición de humanidad que limita la misma a las formas religiosas y/o seculares del mundo euro- norteamericano. La retórica moderna de salvación va acompañada de la lógica sacrificial de la Colonialidad: sacrificar el cuerpo para salvar el alma, desprenderse de la ‘tradición’ mediante ajustes dolorosos que saquen del pasado a las sociedades atrasadas, encaminarlas por la senda del desarrollo, son las formas perversas de este discurso de salvación/sacrificio. En cada uno de los casos, a lo largo de los últimos cinco siglos, la expansión de la Modernidad ha implicado la inclusión del resto dentro del marco de los ‘beneficios’ que esta trae consigo. Sin embargo, la retórica de salvación que ha dado forma al discurso de la inclusión ha sido ciega ante la lógica de la Colonialidad e incluso ha contribuido a hacerla invisible”.

Ello tuvo un cruento precedente en el caso de los antiguos pobladores de nuestra América, a quienes los invasores españoles catalogaron como seres sin historia ni religión, negándoseles así la condición humana por el simple hecho de pertenecer a culturas, con cosmogonías propias, completamente distintas a las existentes entonces en Europa. Siglos después las circunstancias apenas han cambiado. Lo mismo vale para el eurocentrismo llevar a cabo una agresión colonialista e imperialista, como aconteciera contra Argelia o Vietnam, que imponer un sistema segregacionista, tipo Sudáfrica o Israel.  A cada momento y en diversas naciones de nuestro continente, por ejemplo, hay grupos que revalidan con orgullo irracional la ideología eurocentrista, a tal extremo que la vida de las demás personas tiene escasamente algún valor ante sus ojos. Tanto en el ámbito social y político como en el religioso/espiritual.  

Sobre este último elemento, se observa cómo las denominaciones religiosas cristiano-evangélicas (dotadas de una presencia parlamentaria y gubernamental en varias naciones del continente y de una considerable red de radios, canales de televisión y redes sociales que difunden su mensaje a diario) comienzan a ejercer una influencia importante en el electorado latinoamericano. Como se evidenció en el proceso plebiscitario sobre los acuerdos de paz en Colombia, al igual que en Costa Rica durante el veredicto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto a la legalidad del matrimonio igualitario y en Brasil con la victoria obtenida por Jair Bolsonaro. Algunos analistas lo definen como evangelismo político mientras otros lo catalogan como teología de la prosperidad, la cual comprende, según sus predicadores, una guerra espiritual contra el mal y quienes estén involucrados en ella (de parte de su dios único, obviamente) podrán ser bendecidos con la salvación de sus almas, la bonanza económica y la salud de sus cuerpos.

No es casual que ello ocurra, tomando en cuenta que el catolicismo estigmatizó a aquellos que, de alguna forma, se oponían a sus designios u objetaban sus reglas y enseñanzas. Una cuestión que tendría también su extensión a lo político, en la actuación y fisonomía del Estado, o en lo que conocemos como relaciones de poder. De este modo, la misión redentora y civilizadora de la civilización europea (traspasada luego a Estados Unidos) tuvo un basamento incuestionable. Europa sería desde entonces el epítome del conocimiento y del progreso humano, por lo que todos los pueblos del mundo estarían obligados a supeditarse a ella a fin de trascender su condición salvaje o aculturada, además de su subdesarrollo tecno-científico y económico.

La diferencia colonial y, junto con ella, de la colonialidad del poder, hizo posible el surgimiento y la consolidación del circuito económico-comercial del Atlántico a manos de las grandes potencias europeas, cuyo desarrollo se debe en gran parte a la extracción y a la explotación de recursos de los territorios americanos, africanos y asiáticos que éstas dominaron por largo tiempo. Ello marcó el abismo existente entre éstas (incluyendo a Estados Unidos) y el resto del mundo. En contraste con tal realidad se impone la búsqueda y el logro de un pensamiento realmente autónomo, oponiendo a la hegemonía eurocentrista una globalización emancipatoria contrahegemónica, plural y pluralista, contraria al pensamiento único que éste representa; lo cual exigirá una alta dosis de creatividad, de innovación, de herejía y de subversión de parte de nuestros pueblos subordinados. -

LAS OLIGARQUÍAS “OPRIMIDAS” Y SU DERECHO A “VIVIR” EN PAZ

LAS OLIGARQUÍAS “OPRIMIDAS” Y SU DERECHO A “VIVIR” EN PAZ

 

 

La diversidad étnico-cultural, tal como se ha evidenciado en diferentes regiones de la Tierra desde mucho tiempo atrás, no es funcional a la ideología, al Estado y al  patrón capitalistas que, determinan la civilización moderna, en tanto dicha diversidad busque defender y mantener intactos sus valores esenciales de identidad; así como el derecho invocado y defendido por las mayorías de acceder a un nivel más amplio de participación y de protagonismo democrático, lo cual suele ser visto como una herejía intolerable por parte de aquellos que ocupan el pináculo de la escala social, política y económica.    

Esta situación ha sobrepasado en la actualidad el respeto a las normas formales de la democracia y de la convivencia humana, elevándose a un grado tal de violencia y de intolerancia que los nazi-fascistas de antaño no podrían haberlo hecho en su momento sin escándalo ni repudio de las gentes consideradas civilizadas o conscientes. Ahora -como viene ocurriendo desde hace tiempo en Venezuela, Nicaragua y Bolivia- sectores de la ultraderecha se han dado a la tarea de reclamar el poder para sí, de causar disturbios y de agredir, con pretensiones ostensiblemente homicidas, a quienes disientan de su reducido “ideario” político; todo ello con la bendición, los recursos económicos y la asesoría de la clase gobernante de Estados Unidos, la cual, por su parte, recurre a los atávicos prejuicios esgrimidos por sus antecesores en su enfrentamiento global contra el comunismo y la Unión Soviética. En medio de todo ello, surge un nuevo elemento, apenas analizado, que tiende a reforzar la influencia de la derecha en el escenario político continental: el fundamentalismo religioso representado por denominaciones eclesiásticas enlazadas con aquellas existentes en territorio estadounidense, asumiendo un papel de sectarismo extremista como jamás se observó en nuestra América, bajo la tutela de la iglesia católica, desde los tiempos del coloniaje español.

En el mismo contexto, la irrupción de una fuerza popular espontánea en algunas de estas naciones puso en jaque la hegemonía de los sectores dominantes. En estas, a fuerza de una coerción apenas disimulada, reforzada además a través de la ideología y algunas leyes que le sirven para preservar la estabilidad del orden establecido, el estamento gobernante siempre impuso un consenso entre las clases subordinadas en beneficio de sus exclusivos intereses políticos y económicos, haciéndoseles creer a estas que dichos intereses son comunes para todos, en la misma proporción y disfrute, a los cuales, por lo menos, accederían si solo aceptan las reglas del juego.

Como lo refiriera Paulo Freire, “en la experiencia de los opresores, todo lo que no sea su derecho antiguo de oprimir, significa la opresión. Se sentirán en la nueva situación como oprimidos, ya que si antes podían comer, vestirse, calzarse, educarse, pasear, escuchar a Beethoven, mientras millones no comían, no se calzaban, no se vestían, no estudiaban, ni tampoco paseaban, y mucho menos podían escuchar a Beethoven, cualquier restricción a todo esto, en nombre del derecho de todos, les parece una profunda violencia a su derecho de vivir. Derecho que, en la situación anterior, no respetaban en los millones de personas que sufrían y morían de hambre, de dolor, de tristeza, de desesperanza. Es que para los opresores, la persona humana son sólo ellos. Los otros son ‘objetos’, ‘cosas’. Para ellos, solamente hay un derecho, su derecho a vivir en paz, frente al derecho de sobrevivir que tal vez ni siquiera reconocen, sino solamente admiten a los oprimidos”. De ahí que en el radio de acción de la democracia (de “su” democracia) no quepan los de abajo, en lo que coinciden con los racistas y los supremacistas blancos gringos; pues en el imaginario, la autodescripción o la autoimagen (ideológica y hegemónica) de los sectores oligárquicos de esta porción del planeta es muy común que los mismos calquen todo aquello que muestran sus pares de Europa y Estados Unidos; lo que se revela en su actitud violenta y racista en relación con los sectores populares. En oposición a todo esto, como afirma John Holloway, “el reto revolucionario es más bien promover la confluencia de las rebeldías que existen dentro de todos nosotros”. Un paso previo para ello es saber y tomar conciencia que la realidad de las oligarquías “oprimidas” y su derecho a “vivir” en paz es aquella que, justamente, le es negada a los sectores populares que se rebelan, de un modo u otro, contra el sistema que los veja. -           

 

EL VIEJO MITO DE LA PROSPERIDAD PERMANENTE

EL VIEJO MITO DE LA PROSPERIDAD PERMANENTE

El pago de la deuda externa, el ajuste estructural de la economía, el control del déficit público y de la inflación, la flexibilización laboral, la privatización de las empresas y de los servicios públicos, la desestabilización financiera, la desregulación, la eventual e inminente quiebra del Estado de bienestar y del sistema de seguridad social, teniendo como subsiguiente efecto la reducción del consumo colectivo de protección social que afectará -de modo inevitable- a una considerable porción de la masa trabajadora, han sido pretextos y mecanismos utilizados para cimentar las bases del capitalismo neoliberal globalizado. Sobre todo, en lo que respecta a los países de nuestra América, dando por sentado que los mismos son inevitables y necesarios si se quiere transitar el camino de una prosperidad permanente. Al seguirse tal esquema (recomendado sin mucha variación por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a los gobiernos que requieren su auxilio), no se hace otra cosa que reproducir y ampliar los niveles de desigualdad generados desde hace largo tiempo por el sistema capitalista. Tanto en el ámbito nacional como internacional, lo cual tiende a agudizarse cada día, con su secuela de incertidumbres e impotencia entre quienes la sufren, con poca resistencia de su parte.

En su libro «Capital e ideología», el catedrático francés Thomas Piketty, determina que «la desigualdad es ideológica y política». Refiere, además, que en ningún caso esta es una cuestión «económica o tecnológica», como muchos la hacen ver, atribuyéndole el éxito o el fracaso que algunos individuos puedan lograr en sus vidas a su empeño o a su desidia particular; lo que es extensivo, obviamente, a las naciones empobrecidas o subdesarrolladas. Concluye que dicha desigualdad no se debe a causas «naturales», como suele declararlo la derecha liberal, tan en boga en los últimos tiempos, justificando el darwinismo social que esto supondría, incluyendo una supuesta predisposición cultural, racial o étnica de parte de pueblos e individuos. Piketty describe que «cada régimen desigual reposa, en el fondo, sobre una teoría de la justicia. Las desigualdades deben estar justificadas y apoyarse sobre una visión plausible y coherente de la organización social y política ideales». En este contexto, «cada época produce así un conjunto de discursos e ideologías contradictorias que apuntan a legitimar la desigualdad».

La inserción internacional subordinada de las naciones de nuestra América al sistema capitalista internacional, desde los albores de su invasión y su conversión a colonias regentadas por España y Portugal, apenas significó un grado de superación de sus economías, reducidas al simple papel de naciones exportadoras de productos agrícolas, mineros y combustibles; cuestión que les hizo depender también de lo que decidieran las grandes potencias en materia de precios. De esta forma, éstas sufrieron un prolongado y aún no superado estancamiento estructural en relación con las industrias, los servicios y el crecimiento que debieron exhibir sus respectivas economías nacionales.

Hoy el desempleo, la informalidad laboral y la pauperización de la clase media son elementos comunes de la realidad de nuestra región, fruto de la inequidad social derivada del capitalismo. No obstante, la posibilidad de negar y de eliminar cualquier racionalidad alternativa a la existente o prevaleciente en nuestros países sigue estando ligada, de uno u otro modo, a la lógica capitalista, consintiendo el asomo de reformas que apenas minimizan su impacto negativo cuando lo que se impone es revertir el proceso de producción que domina al ser humano en general. A éste le compete ser quien controle dicho proceso, de modo que en el mismo prevalezca un nivel de conciencia totalmente diferente al que muestra en la actualidad. En tal caso, la producción estaría orientada a la satisfacción de las necesidades materiales de toda la población en lugar de satisfacer el insaciable afán de ganancias de las minorías capitalistas.

El viejo mito de la prosperidad permanente, como podrá inferirse, únicamente se ha manifestado a favor de los centros hegemónicos del capitalismo y de quienes, a lo interno de nuestros países, tratan de imitarlos y les siguen igual que corderitos al pastor que las trasquila de vez en cuando. Algo que, de darse en algún momento, representaría el fin del mundo que conocemos, al agotarse todos los recursos de la naturaleza y expandirse a un grado inimaginable la miseria en todos los continentes. En un sentido menos dramático, significaría que nuestros países continuarían accediendo a los horizontes que ahora aspiran, pero manteniendo el mismo perfil de dependencia y de atraso tecnológico, científico e industrial respecto a los países desarrollados. -          


DEMOCRACIA: SIN INJUSTICIAS NI CLASES DOMINANTES

DEMOCRACIA: SIN INJUSTICIAS NI CLASES DOMINANTES

 

La democracia representativa burguesa (y su expresión más pura, el fascismo) siempre ha utilizado el aparato político y estatal a su disposición para mantener a raya las aspiraciones igualitarias, emancipatorias y de justicia social de los sectores populares. Al contrario de lo que sus mentores y propagandistas (asidos, de una u otra manera, a la icónica consigna heredada de la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad), la democracia burguesa responde, de forma especial, a los intereses de las clases económicamente dominantes, por lo que uno de sus objetivos primordiales será lograr la vigencia inalterada de un orden de cosas “consensuado”, vigilado, controlado y garantizado por la violencia institucionalizada, diligentemente ejecutada por las fuerzas represivas. Para esto se sirve de herramientas ideológicas esenciales, algunas más sutiles que otras, tales como la educación, la religión y las cadenas de medios de comunicación. Todas orientadas a su legitimación incuestionable y permanente.

En medio de este orden de cosas pueden apreciarse cinco formas de dominación: 1) la explotación económica y la exclusión social de un porcentaje mayoritario de la población subordinada; 2) la opresión política, ejercida desde las instancias de poder en contra de una verdadera soberanía popular; 3) la discriminación socio-cultural (étnica, racial, etaria, sexual, de género y por diferencias regionales); 4) la enajenación mediático-cultural, la cual contribuye a ver en minusvalía los valores propios o nacionales; y 5) la depredación ecológica, evidenciada a grandes rasgos en la aniquilación de especies animales, la deforestación de grandes extensiones boscosas y la continua contaminación del aire, las aguas y los suelos, lo que ha tenido como consecuencia gravísima la crisis climática que padece, de modo general, nuestro planeta. Como derivación de esta realidad innegable, todos somos afectados por una conciencia opresora, definida por Paulo Freire como “una conciencia fuertemente posesiva” que “tiende a transformar en objeto de su dominio todo aquello que le es cercano: la tierra, los bienes, la producción, la creación de los hombres, los hombres mismos, el tiempo en que se encuentran los hombres”; reducidos al poder de compra. Todos estos elementos dan forma, en conjunto, a una crisis estructural que tiende a profundizarse, obligando a los sectores dominantes a adoptar medidas que remocen e impidan el colapso total del sistema imperante, producto del empuje creciente de personas que lo cuestionan y demandan del mismo un mayor nivel de justicia social.  

En razón de esto último, se requiere el surgimiento de movimientos populares que sean la expresión de la diversidad ideológica que conforma la contestación anticapitalista y ecologista del presente siglo. Como uno de sus rasgos distintivos, éstos deben abrir y sostener espacios auto-organizativos, de discusión y de convergencia político-ideológicas. Con ello se impedirá a todo trance la imposición de cualquier tipo de exclusión y de dogmatismo contrarios al principio universalista de la libre determinación de los pueblos y, como una derivación de éste, de la distribución democrática de la autoridad, extendida también al ámbito económico-productivo; transformando radicalmente las estructuras políticas, sociales, económicas y culturales que distinguen al modelo societario actual. Es una ardua tarea histórica aun por cumplirse, vista a largo plazo, pero ineluctable. Para superar el caos en aumento fomentado por quienes dirigen el Estado burgués liberal y el sistema capitalista global se necesitan, por tanto, nuevas bases teóricas, nuevas normas, nuevas prácticas sociales y un nuevo discurso ético-político; todos adecuados -obviamente- al nuevo tipo de civilización por erigirse (opuesto en todo sentido al modelo cincelado según la lógica capitalista). De otro modo, su institucionalización y, eventualmente, su estancamiento se convertirán en una nueva camisa de fuerza para los sectores populares que será legítimo cuestionar, romper y subvertir para que la práctica de la democracia siga manteniendo su atractivo entre los mismos y marque cada día el camino a seguir hacia la emancipación de todos (individual y colectivamente), sin injusticias sociales, sin clases dominantes y sin explotadores que combatir. -