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SIMÓN BOLÍVAR, CARNE Y LECCIÓN DE UNA INSURGENCIA PERMANENTE

SIMÓN BOLÍVAR, CARNE Y LECCIÓN DE UNA INSURGENCIA PERMANENTE

Homar Garcés

 

Pocos años después de su fallecimiento, en torno al Libertador Simón Bolívar se trazó una línea divisoria que buscó separar por siempre sus ideales, sus luchas y su personalidad de todo aquello que representara la historia de luchas e intereses redentores de los sectores populares. De esta manera, hubo una apropiación interesada de la figura de Bolívar por parte de los sectores dominantes, ubicándose a sí mismos como sus únicos y legítimos herederos, por lo que cualquier disidencia en su contra constituiría una herejía imperdonable, merecedora de excomunión y de todo castigo (encarcelamiento, expatriación o muerte). Toda referencia al Libertador tendría que hacerse según el canon establecido por la historia oficial, en lo que será el culto a su personalidad, convertido, para el caso de los sectores populares, en una deidad inalcanzable y en una dádiva celestial inmerecida, dada su rebeldía constante en oposición a los designios de dios y de sus insignes gobernantes, los «burgueses» criollos.

 

«Al analizar el pasado -según refiere Néstor Kohan en su libro "Simón Bolívar y nuestra independencia”- se descubren las fuentes de los sufrimientos actuales (que poco tienen que ver con “la ira de Dios” o algún “pecado original” y mucho con los robos, saqueos, matanzas y genocidios terrenales). Los poderosos prefieren una visión discontinua y entrecortada de la historia donde cada generación rebelde, sin conocer las experiencias anteriores, debe comenzar de cero. Así, ellos terminan siendo los propietarios del pasado como son propietarios de todo lo demás. Por eso intentan esconder los orígenes y borrar la historia. Eludirla, ocultarla o convertirla, como propone la filosofía del posmodernismo, en un videoclip esquizofrénico, una secuencia azarosa de hechos sin ninguna racionalidad ni sentido global. Cuando no pueden borrar, tergiversan y deforman, construyendo 'historias oficiales'». De ahí que, pese al esfuerzo continuo de quienes buscan que se vea la historia de nuestros pueblos como una cuestión marginal y de poca trascendencia, se imponga la recomendación del mismo Kohan, al exponer que «conocer la historia nos permite crear conciencia y consolidar la identidad personal, comunitaria, de clase y nacional enriqueciendo la autoestima popular para la lucha». Esto requiere revolucionar las distintas concepciones que se tengan de la historia, comenzando por rescatar y resaltar la historia local, aquella que comprende la historia de nuestras comunidades y regiones, e integrarla a la que define el pasado común de nuestras naciones; evitando en todo lo posible la reproducción ideológica del eurocentrismo, lo que es decir, de la colonialidad.

 

Con Simón Bolívar, se debe evitar la visión simplista del proceso independentista que se ha transmitido tradicionalmente, haciéndolo el Libertador único, predestinado por la providencia, del mismo modo que la imagen de crueldad sádica que buscan imponerle algunos resentidos (como ocurre actualmente en el reino de España); sin ahondar mucho en las diferentes circunstancias que propiciaron su liderazgo y los cambios revolucionarios que asegurarían la soberanía y la prosperidad de cada uno de los países bajo su mando y sin olvidar su labor en pro de la integración federada de las antiguas colonias españolas. En esta orientación, es necesario enmarcar la independencia más allá de un simple deseo de desprenderse del dominio español, entendiéndola como un enfrentamiento entre opresores y oprimidos que trastocó, de raíz, el orden jerárquico que regía el tipo de sociedad existente entonces y que, aún, tras dos siglos, se mantiene irresoluto.

 

La insurgencia de los sectores populares tuvo, en consecuencia, una connotación más integral de lo que se ha divulgado a través de la historia oficial. No sólo motivada por razones económicas o de sobrevivencia sino también por su propia liberación y en contra de la explotación y de todas las injusticias  sufridas. Se puede aseverar, sin mucha exageración, que el proceso independentista incluye múltiples rebeldías, no solo la protagonizada por los representantes de la clase pudiente o dominante ( lo que fue un rasgo común en todo el imperio español en la América meridional), lo que amplía los factores, los propósitos y las motivaciones que concurrieron en este proceso. Por eso, la insurgencia postergada de los sectores populares de nuestra América, producto de la ambición de sus nuevos gobernantes, en connivencia con los factores imperialistas de Europa y Estados Unidos, adquiere ahora un carácter anticapitalista y antiimperialista a nivel continental. En ésta, Bolívar es un referente imprescindible, lo que incomoda grandemente a quienes detentan el poder, dentro y fuera de nuestras naciones. La negación de Bolívar sería, por tanto, la negación de esa insurgencia postergada de nuestra América que es preciso desarrollar, con la misma visión internacionalista que caracterizara la acción estratégica de cada uno de los libertadores; sin obviar los aportes innovadores de nuestros grandes maestros Simón Rodríguez y José Martí, entre otros no menos destacados.

 

La historia de sometimiento, expolio, esclavitud, servidumbre, robos de tierras y de recursos naturales, asesinatos de dirigentes sociales y políticos, violaciones, masacres y marginalidad sistemáticas que algunos insisten en minimizar e ignorar en beneficio de sus mezquinos intereses es una parte fundamental del tipo de formación económico-social que conocemos como el sistema capitalista mundial. El cambio de élites (y de imperio) no produjo, prácticamente, ningún cambio significativo para el pueblo, lo cual le condujo a movilizarse y a emprender luchas, rebeliones y protestas de diferentes niveles para ampliar y conseguir sus derechos, garantizados constitucionalmente, pero pisoteados y desechados por todos aquellos que usufructúan el poder, en cualquiera de sus denominaciones. Todos estos elementos no podrán pasarse por alto si se aspira a lograr una verdadera transformación estructural del modelo civilizatorio imperante en toda nuestra América. La insurgencia postergada de nuestros pueblos, representada no únicamente por Simón Bolívar sino igualmente por otros próceres de la época independentista (hombres y mujeres de todo color de piel y condición económica), así también de épocas posteriores, debe asumirse como un amplio y profundo proyecto de liberación que se extiende más allá de nuestras fronteras locales. «Bolívar -escribe Néstor Kohan en su libro sobre el Libertador- vuelve a inspirar nuevas rebeldías, las antiguas y otras nuevas que resignifican sus antiguas proclamas de liberación continental incorporando nuevas demandas, derechos y exigencias populares». En el presente siglo, su legado se nutre de fuentes diversas y se expresa por medio de las acciones de múltiples tipos de organizaciones sociales, culturales y políticas que enfrentan, por igual, a los grupos oligárquicos criollos, al imperialismo gringo y al capitalismo neoliberal que este defiende; lo cual establece un nexo con las primeras luchas iniciadas y protagonizadas por indígenas, negros esclavizados, mulatos, zambos, mestizos y blancos criollos empobrecidos que desembocarían, posteriormente, en la liberación política del dominio hispano. Para finalizar, habrá que recordar las palabras de Bolívar al general José Antonio Páez en 1819: “¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días!”. Tal convicción deberá hacerse carne y lección de la insurgencia permanente que le tocará asumir, tarde o temprano, a los sectores populares, si aspiran al logro de una emancipación integral, sin desmayo ni vacilaciones.

EL FACTOR IDEOLÓGICO DE LA LUCHA GUERRILLERA EN VENEZUELA

EL FACTOR IDEOLÓGICO DE LA LUCHA GUERRILLERA EN VENEZUELA

DESAPARECIDOS: LA HISTORIA NO CONCLUIDA DE LA DEMOCRACIA PUNTOFIJISTA

DESAPARECIDOS: LA HISTORIA NO CONCLUIDA DE LA DEMOCRACIA PUNTOFIJISTA

Homar Garcés

 

Como lo testimonia Pedro Pablo Linares en su libro «La lucha armada en Venezuela», existe «una memoria clandestina y perseguida» que escasamente ha despertado el interés de la mayoría de nuestra población, haciendo que la misma sólo cuente para sus sobrevivientes y para quienes se empeñan en re-descubrir objetivamente el pasado, sin concesión alguna a las versiones oficiales que suelen ocultar lo ocurrido. En nuestra nación, las desapariciones de incontables seres humanos por causas políticas llevadas a cabo de modo sistemático por los cuerpos de represión del Estado durante las décadas de los 60, 70 y 80 (sin incluir los miles de asesinatos perpetrados en 1989 al ocurrir el Caracazo) siguen siendo un capítulo oscuro de la historia de la democracia representativa en Venezuela; todo lo cual impone la necesidad histórica y revolucionaria de indagar exhaustivamente sobre quiénes fueron los responsables y quiénes los ejecutores de semejante barbarie, exigiendo la justicia que se merecen las víctimas de la doctrina de seguridad nacional que le impusiera Washington a los regímenes bajo su control en nuestra América. Desde aquella aciaga época hasta la presente, las diferentes diligencias hechas con este objetivo han tropezado generalmente con un muro de silencio y de complicidades diversas con que se busca inutilizar el reclamo de familiares, amigos y compañeros de lucha, aun bajo un régimen que, en apariencia, reivindica sus banderas e ideales de liberación nacional y socialismo.

 

Como lo explicó el entonces diputado José Vicente Rangel: «La figura de los desaparecidos surge en Venezuela a fines de 1964. En realidad, el término quizás no sea muy correcto, ya que de lo que se trata es de un simple secuestro de ciudadanos por parte de un organismo policial. Producida la detención, ésta nunca llega a ser reconocida por las autoridades, provocando en consecuencia una intensa búsqueda del detenido por sus familiares con la consiguiente desesperación a medida que las gestiones resultan negativas. Este método despiadado ni siquiera fue empleado por Rómulo Betancourt, quien se prodigó en el ensayo de una variada gama de recursos represivos orientados a eliminar al adversario político, segregar ideológicamente y quebrantar la organización de las fuerzas revolucionarias. La desaparición corresponde, en propiedad, al régimen de Raúl Leoni; su gestación hay que buscarla en el progresivo debilitamiento del poder civil y en la hipertrofia de la actividad militar durante esta etapa. El vacío que se crea en la conducción de la política interior durante el ejercicio ministerial de Gonzalo Barrios, fue llenada por una actividad oscura y marginal, al comienzo reñida con toda norma civilizada, consagrada luego por la práctica como expresión regular. Muchas de las personas que se mencionan como desaparecidas se las ha ‘tragado la tierra’, como se dice en lenguaje popular. Sus familiares ya perdieron la esperanza de encontrarlas». Una práctica que fue continuada por el gobierno de Rafael Caldera, a quien se le creó una aureola de pacificador de las guerrillas venezolanas, olvidando lo realizado por las Fuerzas Armadas, las policías regionales, la Policía Técnica Judicial (PTJ) y la Dirección General de Policía (DIGEPOL), transformada luego en la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP), con similares objetivos, en contra de luchadores sociales y revolucionarios, principalmente de estudiantes y campesinos. 

 

Como fórmulas para contener la disidencia y las olas de luchas sociales, manifestaciones callejeras y rebeliones armadas, en las instituciones militares y policiales del país fueron una práctica común los asesinatos selectivos contra dirigentes políticos y sociales acusados de ser guerrilleros o militantes comunistas, la aplicación de formas sádicas y tecnificadas de torturas y la desaparición forzada de hombres y mujeres, cuyo delito fue soñar y luchar por una mejor Venezuela. Todo esto bajo la supervisión de oficiales de la Misión Militar estadounidense (con oficinas en Fuerte Tiuna), del Pentágono y de la Agencia Central de Inteligencia (mejor identificada por sus siglas en inglés, CIA), en beneficio de los grupos oligárquicos nacionales, las grandes corporaciones transnacionales (especialmente, las dedicadas a la explotación petrolera) y, por supuesto, del imperialismo gringo. Hubo, además, la imposición anticonstitucional del Código de Justicia Militar, sin derecho al debido proceso, a personas que no integraban ningún cuerpo militar, convertido en instrumento de represión política; así como el control militar de diferentes territorios, bajo la presunción de hallarse grupos subversivos en ellos y con el deliberado propósito de causar terror en la población (sobre todo, de origen campesino), lo que constituyó una violación a los preceptos legales vigentes en esa época. En los llamados Teatros de Operaciones Antiguerrilleros, situados en diversas regiones, tales como Cabure (estado Falcón), Boconó (estado Trujillo), La Marqueseña (estado Barinas), El Tocuyo (estado Lara), Yumare (estado Yaracuy), Cachipo (estado Monagas), El Guapo (estado Miranda), Cocollar (estado Sucre) y Cumanacoa (estado Sucre), se aplicaron todos estos métodos, muchos de ellos aprendidos en la tétricamente famosa Escuela de las Américas, situada en la Zona del Canal de Panamá en manos de Estados Unidos y ahora convertida en Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, en Fort Benning, en el estado de Georgia. Como complemento, hubo grupos parapoliciales y paramilitares organizados por el partido Acción Democrática, conocidos como la Cobra Negra, la Sotopol (capitaneada por Hugo Soto Socorro) y la Manzopol (liderada por José Manzo González, ministro del presidente Jaime Lusinchi). Para tener una más detallada idea de lo que sucedió en estos Teatros de Operaciones, se puede recurrir al libro «TO3 - Campo antiguerrillero» de Efraín Labana Cordero, en el cual narra al periodista Freddy Balzán, en presencia de José Vicente Rangel, la detención, las acusaciones y las torturas padecidas a manos de funcionarios de la DIGEPOL y de las Fuerzas Armadas de Cooperación (FAC), comúnmente conocidas como Guardia Nacional (GN). De esta manera, Venezuela estuvo regida por una democracia burguesa militarizada. 

 

En búsqueda de esa justicia postergada se elaboró la Ley para sancionar crímenes, desapariciones, torturas y otras violaciones de los derechos humanos por razones políticas durante el periodo 1958-1998, la cual fue aprobada por la Asamblea Nacional bajo la presidencia del diputado y ex combatiente guerrillero Fernando Soto Rojas y promulgada por el presidente Hugo Chávez el 15 de noviembre de 2011. En esta materia, se debe reconocer la labor cumplida por la ahora repudiada Luisa Ortega Díaz (ex militante del Movimiento Político Ruptura) en su condición de Fiscal General de la República y presidenta de la Comisión por la Justicia y la Verdad, lo que dió pie para que se conformara un equipo multidisciplinario encargado de imvestigar los miles de casos de violaciones de derechos humanos -haciendo caso omiso a lo establecido constitucionalmente como Estado de derecho- perpetradas durante las cuatro décadas de hegemonía de los factores políticos, sociales y económicos de lo que históricamente se denomina pacto de Punto Fijo. También es de resaltar el rol cumplido por el antropólogo Pedro Pablo Linares y el equipo técnico al rescatar los restos muchas de las víctimas de la represión puntofijista, entre ellos, los del Teniente Nicolás Hurtado en Ospino, estado Portuguesa. Como complemento de todos los esfuerzos hechos para darle un justo lugar a estos acontecimientos en la historia venezolana se puede mencionar al Museo Memoria Histórica de la Lucha Armada del Siglo XX en Venezuela 1969-1992, representado por los combatientes guerrilleros Teófilo Ramón Caro y Octavio Beaumont Rodríguez, dedicado a escudriñar y a sacar a la luz pública esa «memoria clandestina y perseguida» que conforma la historia no concluida de la democracia puntofijista que es necesario rescatar y difundir para una mejor comprensión de la historia contemporánea venezolana.

LA LUCHA GUERRILLERA EN LA COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE VENEZUELA

LA LUCHA GUERRILLERA EN LA COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE VENEZUELA

LA AUTOGESTIÓN OBRERA Y LA TRANSFORMACIÓN REVOLUCIONARIA DEL CAPITALISMO

LA AUTOGESTIÓN OBRERA Y LA TRANSFORMACIÓN REVOLUCIONARIA DEL CAPITALISMO

Homar Garcés 

 

Ya nadie niega la conexión íntima de las relaciones sociales y el modo de producción generado por el sistema capitalista, lo que incide, en uno u otro modo, en la percepción que se tiene del mundo y, obviamente, del modelo de civilización en que se hallan viviendo las personas. Tampoco se podrá negar la existencia de los antagonismos sociales que dicho sistema produce, lo que se refleja en lo descrito al comienzo, tanto en el orden interno de cada nación como en el orden internacional entre naciones periféricas y centrales, con dominio de estas últimas; sin dejar de mencionar la situación de rivalidad entre éstas mismas por alcanzar la primacía absoluta a nivel global. Nada, al parecer, está bajo control. Las reglas elementales de la economía están siendo sacudidas por la desigualdad social que ésta engendrara, lo que afecta la percepción de los mismos capitalistas respecto al futuro. El desplazamiento de los flujos de capital de la economía productiva a la economía financiera ha incidido en la generación de tensiones sociales y económicas que terminan por expresarse y concretarse en posiciones políticas de carácter decididamente antidemocrático como paliativo ante la crisis sistémica y global que se sufre.

 

En el albor de la transformación económica que hará del capitalismo el sistema económico hegemónico a nivel global, cuando los avances científicos y tecnológicos auguraban una era de felicidad y de satisfacción material universal e infinita para la humanidad, el progreso y el desarrollo se convertirán en parte esencial de la utopía esperada. Algo que, con alguna variación presenta el Manifiesto Comunista, cuando plantea el establecimiento de “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno será condición del libre desarrollo de todos”. La modernidad hegemónica que surgió de este episodio histórico en la Europa de hace poco más de trescientos años y que terminó por extenderse al resto de los continentes impuso la separación del ser humano respecto a la naturaleza y respecto a sí mismo mediante una serie de paradigmas jerárquicos, binarios y dicotómicos que han servido para justificar la dominación, la discriminación y la explotación de unos pocos sobre una amplia mayoría. Es lo que hicieron las naciones colonialistas, imperialistas y capitalistas de Europa, luego seguidas por Estados Unidos, en África, Asia y nuestra América; «en esa perspectiva -como lo resalta Ramiro Ávila Santamaría en su libro 'La Utopía del oprimido'- hubo dos enfoques claros: la historia del mundo era única y exclusivamente la historia de Europa (eurocentrismo), y la historia de Europa era la de las clases dominantes». Europa se inventa a sí misma como la “cuna de la civilización”, negando, degradando e invisiblizando la existencia de la historia, la religión y las culturas de los demás pueblos del mundo. Según Ávila Santamaría, en una manera violenta y traumática, «los indígenas acabaron por ser, en unos casos, pueblos que se encontraban en una especie de minoridad, que tendrían que ser mestizos y madurar aprendiendo de los europeos; en otros casos, pueblos sometidos que nunca podrían ser como los europeos». De esta realidad impuesta, emergerán el colonialismo y la colonialidad que, aún sin reconocerse su existencia entre quienes los sufren, tienen una honda influencia en el devenir histórico de nuestros pueblos.

 

La disparidad entre el crecimiento de la productividad (lo que asegura la tasa creciente de ganancias de los grandes grupos capitalistas) y el incremento que pudieran tener los salarios de la masa trabajadora constituye un enorme desafío por resolver para el sistema-mundo capitalista. En el mundo contemporáneo, tener un trabajo ya no equivale necesariamente al disfrute de un estándar de vida decente y/o aceptable, con el cual se puedan satisfacer todas las necesidades de una persona o familia. A estos factores se suma la sobreexplotación de los recursos más allá de la capacidad ecológica regenerativa de nuestro planeta, lo que expone a la humanidad y, con ella, a todo el conjunto de seres vivos, a un panorama de dimensiones catastróficas e inexorables; lo que ya comenzó a surtir sus efectos a nivel ecológico, social e individual, sin mucha preocupación de parte de quienes controlan gobiernos, mercados y capitales. 

 

Para muchos de los revolucionarios actuales, así como en los dos siglos pasados, la viabilidad de la autogestión obrera en las empresas sigue constituyendo un viejo anhelo de quienes proclaman un cambio estructural del modelo civilizatorio burgués-capitalista bajo el socialismo revolucionario. Esta democracia proletaria, de ser profundizada y ejercida al margen de la lógica del capitalismo, sería el germen de la sociedad de nuevo tipo, transformada radicalmente por las nuevas experiencias y organizaciones de poder popular que surgirían, ya con un carácter decididamente revolucionario. Para lograr este nivel, tendrá que diferenciarse sustancialmente de lo que ha sido la actuación clásica de las organizaciones sindicales, dado que su ámbito de acción tiene que apuntar a algo más que el incremento salarial y algunos beneficios socioeconómicos que, si bien ayudan a los trabajadores a sobrellevar su existencia material, no son trascendentes para la construcción de una sociedad de nuevo tipo, de carácter decididamente humanista, socialista o comunista, en vista que tales conquistas no cuestionan, en el fondo, la vigencia del sistema capitalista. No pueden simplemente repetir los mismos principios de la economía capitalista. La eficacia, los costes mínimos, la maximización, la optimización y la racionalidad funcional presentes en toda empresa capitalista (dirigidos al consumismo y no a la satisfacción de necesidades reales) no pueden regir, de la misma manera, lo que sería la autogestión obrera. Esto exige, adicionalmente, que haya una dirección unificada de la economía, que responda a una concepción cooperativa del bien común en lugar de los intereses egoístas de una minoría. Tendrá que resolver el dilema de la justicia distributiva a que se enfrenta todo gobierno, así como el equilibrio que debe existir entre el crecimiento y el consumo social.

 

La cosificación de los productos y relaciones humanas, gracias a la actividad económica del sistema capitalista globalizado, sumada al desarraigo de la democracia como concepción y práctica ideológica orientada a cimentar y ampliar la soberanía de los sectores populares, se ha extendido a la mayor parte de nuestro planeta. Se vive un creciente y alarmante desarraigo entre la gente respecto a los distintos valores que debieran guiar el orden social en general, lo que sería impensable de continuar privando la lógica capitalista en todas nuestras relaciones. Por ello, aunque parezca ilusorio, imposible y difícil, la autogestión obrera, vista como el germen de la transformación revolucionaria del capitalismo, desde una perspectiva absolutamente novedosa y humanista, es una de las opciones con que podría revertirse este proceso de degradación, autoritarismo y crisis que corroe el sistema capitalista mundial. 

 

DESCLASAMIENTO Y REENCLASAMIENTO SOCIAL COMO SUSTENTO DE LA CONTRARREVOLUCIÓN

Homar Garcés

 

Es innegable que, producto del mejoramiento sustancial de las condiciones materiales y económicas de las clases excluidas o empobrecidas que se suscitara en naciones como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela bajo los gobiernos de Néstor Kirchner, Evo Morales, Lula Da Silva, Rafael Correa y Hugo Chávez, se iniciara un proceso de desclasamiento y reenclasamiento social que, de alguna manera, permitió cierto ascenso social , económico y político de quienes se mantuvieron por largo tiempo excluidos del tipo de sociedad imperante. Consolidado este cambio, ocurre el despunte de algunos grupos políticos reaccionarios, diferentes en apariencia a los grupos políticos tradicionales, lo que explicaría el por qué éstos hayan triunfado electoralmente en tales naciones; a excepción de Bolivia y Venezuela, víctimas, sin embargo, de la violencia y de golpes de Estado fascistoides. En algunos casos, esto ha configurado la democratización del poder económico y político que antes fuera ejercido de modo exclusivo por las clases dominantes. Esto impone el uso de nuevos marcos interpretativos, adaptados a las circunstancias del presente, aún cuando haya todavía la hegemonía político-electoral que facilitó el surgimiento de este tipo distinto de gobiernos. En referencia a esto último, el sociólogo y ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, expresa que «hegemonía no es directamente sinónimo de continuidad de liderazgo», dada la situación que los ejes motivadores de la lucha y la organización populares, una vez alcanzados, ya no son los mismos y tienden más a la concreción de intereses focalizados o particulares. Conscientes o no del efecto de sus acciones, quienes dirigen el Estado en nombre de las clases populares propician una situación mediante la cual éstas se desactivan, desmovilizan y pasivizan, reduciendo de forma contraproducente sus márgenes de autonomía en función del control asumido. De ese modo, se diluirán los orígenes, los objetivos y el desarrollo de las luchas y de la organización populares, allanando la vía para que los sectores reaccionarios (dotados de mayores y efectivos mecanismos de difusión) exploten las deficiencias y los resentimientos existentes, colocándose en una posición ventajosa respecto a sus contrapartes. 

 

La falta de subversivismo o de iniciativa popular resulta ser una realidad antitética al de una revolución; es más, da pie para que haya una restauración del orden jerárquico (como contramovimiento de las clases dominantes, reforzadas por la clase emergente, surgida del nuevo estamento burocrático gobernante) que se pretendía demoler aunque esta vez con un discurso menos conservador y oligárquico. La condición de subalternidad en que se hallaban antes los sectores populares ahora sería de re-subalternización, lo que marca una contradicción abismal frente a los postulados fundamentales que hicieron posible la transición entre el viejo y el nuevo orden. En esta nueva etapa, la que se podría calificar como la clase emergente abandona la línea subversiva inicialmente trazada para enfocarse en retener su control del poder alcanzado, convirtiéndose en una clase reaccionaria, con intereses particulares que defender.

 

En muchos de nuestros países, el impacto negativo de los altos índices de pobreza y de desempleo en las condiciones de vida de millares de familias (generados por una política económica neoliberal), la ausencia de una gestión eficaz en materia de servicios públicos de salud y educación, la reducción del poder adquisitivo de los trabajadores ante el incremento especulativo de los precios de los productos alimenticios y la situación de impunidad de la corrupción que roe la confianza general en los valores y la efectividad de la democracia como sistema político adecuado, han minado el sentido común respecto a cuál sería la mejor forma de acomodar las cosas. Muchos de aquellos que sufren los embates materiales y psicológicos de tal realidad, se inclinan por opciones que, si bien lucen autoritarias y ajenas a cualquier propósito de garantía y de ampliación del ejercicio democrático, ofrecen alguna posible salida; estableciéndose cierto paralelo con épocas pasadas cuando, según su criterio, había orden y progreso. Todo esto sin permitirse descubrir cuáles son sus verdaderas raíces, contentándose con solo atacar los síntomas. El descrédito del estamento político-partidista, por ejemplo, a pesar del descontento de un número estadísticamente significativo de ciudadanos, no impide que éstos continúen eligiendo candidatos que sólo ven escaleras en las elecciones para ascender y mejorar económicamente, con poco o ningún apego al contenido de sus discursos, apenas diferenciados unos de otros. La distancia política, ideológica y/o afectiva que pudo existir en el pasado entre distintas fracciones partidistas (tanto de izquierda como de derecha, en algunos casos, mezclándose) se ha acortado considerablemente, con lo cual el espectro político se halla más expuesto a contradicciones que hace cincuenta o cien años. De ese modo, los marcos discursivos reaccionarios encuentran espacio en la opinión pública y se nutren de las frustraciones de un sector excluido de la población que se siente, en algún modo, amenazado en muchas de sus aspiraciones materiales por aquellos que, cree, no merecen alcanzar ni disfrutar de sus mismos privilegios y derechos, viendo en todo esto una injusticia intolerable.

 

En una entrevista que se le hizo a la autora del libro «Pocos contra muchos», Nadia Urbinati, ésta señaló que «si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al régimen democrático». El repudio a la política tradicional es el basamento principal para que se produzca esta situación. Sin embargo, las dirigencias de las organizaciones con fines político-electorales la pasan por alto, confiadas en la masa de votos cautivos que aún pudieran tener. Ya anteriormente, tras el fracasado intento de derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez, en su discurso en el Congreso de la República, el ex presidente Rafael Caldera lo enunció de forma certera: «Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad». Tras una larga sucesión de regímenes socialdemócratas y conservadores, así como dictatoriales, apegados a los programas económicos neoliberales, se produce una ruptura revolucionaria, teniendo como epicentro el descontento popular, lo que se concretó en la asunción de gobiernos de tendencia reformista, izquierdista y, en algunos países, derivados de la división de los partidos políticos tradicionales. En la actualidad, la autonomía de los individuos frente al poder del Estado es una demanda generalizada. Por consiguiente, ésta deberá concretarse a través de la participación, haciendo necesario el marco legal propio de un verdadero Estado de derecho, lo que nunca será posible de limitarse dicha participación a una adhesión forzada y no natural o espontánea a un determinado gobierno; además de impedirse las condiciones para que se produzca una profundización de la democracia.

LA UTOPÍA ANDINA Y LA COMUNIDAD DE LA VIDA

LA UTOPÍA ANDINA Y LA COMUNIDAD DE LA VIDA

Homar Garcés

 

Como se conoce, la modernidad hegemónica (impuesta por Europa occidental, valga la redundancia) está integrada por el racionalismo científico, la colonialidad y el capitalismo, siendo éste su elemento más destacado y, en cierto modo, el más atacado de todos, dadas las consecuencias negativas que ha tenido su implementación en cada una de las naciones periféricas de África, de Asia y de nuestra América. Frente a ella, a partir de las últimas décadas del siglo pasado, desde nuestra América, se erige la utopía andina, extraida del Sumak Kawsay y la Pachamama de los pueblos originarios que han hecho resistencia por largos siglos a la colonialidad eurocentrista iniciada con Cristóbal Colón y que, a pesar de las independencias proclamadas formalmente en el siglo XIX, continúa afectando la identidad cultural e histórica de todos nuestros países. Esta utopía andina representa una alternativa emancipatoria desafiante y radical que excede lo habitualmente establecido en lo que respecta a la teoría del Derecho y al sistema de conocimiento vigente, pues se basa en tradiciones, concepciones y prácticas ancestrales que han sido negadas, degradadas e invisibilizadas por los Estados nacionales actuales, del mismo modo que sucediera durante la época colonial. Dicha alternativa emancipatoria supone una ruptura con todo lo que ha significado hasta ahora el modelo de civilización en que vivimos. Plantea la interrelación armónica entre los seres humanos y la naturaleza que los sustenta, sin que se siga viendo a esta como simple proveedora de recursos que generan ganancias; el senti-pensar, diferente en muchos aspectos a lo que es el racionalismo científico; el valor de uso, completamente contrario al exclusivo valor de cambio que prevalece en el capitalismo y, finalmente, la concepción de la naturaleza como sujeto de derechos, siendo una reivindicación indígena de la Pachamama y un verdadero cambio revolucionario, como ya señaláramos, en cuanto a los principios del Derecho.

 

El trastorno que supuso para los pueblos originarios la concepción europea de la tierra como mercancía y heredad otorgada por el dios bíblico representó, en palabras de Carlos Rivas, profesor de la Universidad Politécnica Territorial del estado Mérida Kléber Ramírez (De la Cultura Comunera al Movimiento Comunero. Los Andes Venezolanos en su largo proceso histórico), «un proceso de re-ordenamiento, territorial, de un re-planteamiento cultural» que conducirá al despojo del territorio ocupado y a la desaparición de sus creencias y demás elementos que conformaban su cultura ancestral. Como reseña Rivas, «la propiedad de la tierra era una concepción absolutamente desconocida por las poblaciones indígenas en los Andes venezolanos, lo común formaba parte del devenir cotidiano, por tanto, el proceso posterior a la llegada del europeo, va a consistir, no sólo en desarrollar la noción de propiedad sobre la tierra y sobre los cuerpos, sino en implementar una cultura del robo y apropiación de la fuerza de trabajo del individuo en resguardo». Con este objetivo, una gran porción de pueblos originarios son desalojados de sus tierras, acusándolos de salvajes e idólatras que no aportan nada para el progreso de la nación, como ocurre con los mapuches en Chile y Argentina; continuándose la tradición etnocida y genocida de los conquistadores europeos.

 

El liberalismo (y con él, el sistema económico capitalista) ha hecho creer a mucha gente que existen leyes absolutas de evolución del orden, las cuales siempre existirían, independientemente de los distintos eventos que hacen la historia humana. Así, en lo que corresponde a esta realidad, Sally Burch explica que «el neoliberalismo, en lo que tiene de ideología, ha podido presentarse negando precisamente su condición ideológica. De ahí su eficacia, puesto que se trata de un proyecto de dominación que tiene serias dificultades para legitimarse por sí mismo, en razón de que uno de sus componentes intrínsecos es la exclusión. Y de hecho es fácil constatar que su accionar le aleja cada vez más de los objetivos que pretende alcanzar: la modernización y la democracia». Al respecto, solo basta constatar los bajos niveles de participación política de los sectores populares, condenados a ser simple comparsa de quienes se disputan el poder y a ser severamente reprimidos cuando reclaman sus derechos. Otro tanto sucede con el bienestar material, disfrutado a plenitud por aquellos que controlan el poder y la economía mientras que los generadores de sus riquezas se ahogan en problemas y necesidades que no pueden solventar con el exigüo salario que devengan. Con eso a cuestas, se le hace creer a muchos que no existen más alternativas y, por lo tanto, que es herético, irracional e inútil cualquier esfuerzo por alterar el orden establecido. 

 

Con José Carlos Mariátegui de precursor, en nuestra América nació lo que se conoce como socialismo indigenista, uniendo los aportes teóricos generados por Karl Marx y Friedrich Engels y los principios que guiaron la vida en comunidad de los pueblos originarios de Bolivia y Perú. Este tipo de conjugación de aportes teóricos diversos es lo que caracteriza en la actualidad a la mayoría de las luchas y propuestas emancipatorias generadas en el amplio territorio de nuestra América, con una pluralidad de valores que hace prevalecer al pueblo como sujeto capaz de organizar y de transformar estructuralmente todo lo existente hasta ahora, cambiando las reglas del juego para que el poder del Estado esté orientado a proteger los bienes comunes en vez de concentrarse (como lo ha hecho casi de manera exclusiva) en amparar los bienes particulares. Esto daría comienzo a las acciones de un nuevo constitucionalismo transformador donde, entre otras cosas importantes, se le daría rango constitucional a los derechos de la naturaleza como un ser vivo, en una vasta comprensión humanista, que merece igual respeto y defensa que las personas y los animales; en lo que es una exigencia histórica que no puede pasarse más tiempo por alto. 

 

En oposición a estas propuestas y luchas emancipatorias, la lógica de propiedad privada individual nos ha conducido, desde el arribo a estas tierras de los conquistadores europeos, a un determinismo pesimista que nos hace pensar que la especificidad histórica de nuestros países es la de ser una pieza subordinada a los intereses de los grandes consorcios capitalistas internacionales. Ante ello, será preciso generar una propuesta de sociedad donde no se reproduzcan las desigualdades sociales ni las desigualdades económicas que caracterizan el sistema-mundo actual, lo que equivale a darle prioridad a los más preciados valores del ser humano, como lo son la afectividad y la espiritualidad en la organización social y económica, reemplazando, en consecuencia, el consumismo alienante, el individualismo, el egoísmo, la competencia desleal entre las personas, la corrupción y la violencia que son promovidos, en uno u otro sentido, por el capitalismo dominante; lo que supone la tarea de desmercantilizar la vida y producir, por tanto, lo que sería una opción bio-comunitarista, definida por René Ramírez («Socialismo del sumak kawsay o biosocialismo republicano») como «un nuevo pacto de convivencia post-antropocéntrico y trans-estatal». En síntesis: el logro de un cambio cultural revolucionario y profundo; además del establecimiento de una relación armoniosa y de reciprocidad con la tierra.

“GUERRA” Y GENOCIDIO SIN DOLOR DE NADIE

“GUERRA” Y GENOCIDIO SIN DOLOR DE NADIE

Homar Garcés

 

 

Palestina es, como alguien la definió alguna vez, una astilla de tierra que desaparece. Holocausto, diáspora, persecuciones, estigmatización, destrucción de sus hogares, torturas y muerte (incluyendo a niños) son los signos visibles que han marcado la precaria existencia del pueblo de Palestina desde el momento que las potencias occidentales y el sionismo decidieron que su tierra ya no les pertenecía. Aparte de ello, el obstinado silencio y la tergiversación a que son reducidos estos hechos de forma reiterada en la prensa libre occidental, ha logrado calar en la mente de mucha gente la idea de que son bárbaros y, en consecuencia, no se hacen merecedores de ningún gesto de humanidad. En referencia a este tema, en su ensayo “Sionismo y antisemitismo, dos corrientes que se alimentan mutuamente”, Pierre Stambul expone que “tanto los de izquierda como los de derecha propagan la misma fábula sobre la historia del judaísmo, olvidando incluso decir que una buena parte de las víctimas del genocidio (durante la Segunda Guerra Mundial) no tenían nada que ver con su ideología y eran, a menudo, no creyentes. Para los sionistas, los judíos han sido, son y serán víctimas. Como resultado, son totalmente insensibles al dolor del otro o a la situación en la que se encuentra”. El costo de ello, ha convertido a los palestinos en los parias de la humanidad o, en el peor de los casos, en subhumanos despojados de todo derecho legítimo que pudieran reclamar; satanizados, además, por los escrúpulos racistas y supersticiosos de los cuales hace gala la cristiandad en general. 

 

 

Los prejuicios divulgados y explotados de manera sistemática por el sionismo, a través de la gran industria cinematográfica e informativa que los replica y legitima, contribuyen a crear la imagen de un pueblo judío que solo aspira a vivir en paz, en la tierra de sus ancestros, aunque la historia revele que el Estado de Israel no era, precisamente, una aspiración común ni generalizada entre quienes profesan la religión del judaísmo, gran parte de los cuales eran y se sentían ciudadanos europeos, a pesar de los pogromos que sufrían cada cierto tiempo en sus países de origen, no únicamente bajo la Alemania nazi, como habitualmente se piensa. El Estado de Israel representa un sistema de poder económico planetario antes que a un pueblo profundamente religioso; lo que marca una profunda diferencia que muchos, llevados por sus credos particulares, no notan en modo alguno y prefieren acogerse a la matriz de opinión establecida respecto a que este libra una guerra santa contra los infieles por la recuperación total de su tierra usurpada. 

 

 

De acuerdo a esa matriz de opinión (quien la niegue o se oponga a ella, es inmediatamente señalado de antisemita, lo que beneficia ampliamente al sionismo), para muchos, Israel es el único Estado democrático laico en una región dominada por el fanatismo islámico. Sin embargo, esta aseveración queda desmentida al observar el ancho campo de exterminio, o apartheid, instaurado por los cuerpos de seguridad y los colonos israelíes en el territorio de lo que queda de Palestina, sin que haya una acción contundente de la comunidad internacional que lo impida. Esto se hace más manifiesto con la intención de los judíos ortodoxos, colonos y seguidores del Likud mizrahi (judíos orientales) de consolidar a Israel como una nación más apegada a sus preceptos religiosos, más nacionalista y más expansionista, lo que compromete seriamente la delicada estabilidad de la región de Medio Oriente, al sentirse autorizados para ocupar todo el espacio geográfico sobre el cual gobernaran David y su hijo Salomón, entre otros reyes ungidos por el Dios bíblico.

 

 

En medio de este panorama, cuando los palestinos ejercitan su derecho a la resistencia no violenta, el interés internacional se hace completamente nulo o inexistente. Sólo se da cuenta de su existencia cuando los grandes grupos informativos (de mayoría accionaria de estirpe judía) resaltan la violencia, los cohetes y los enfrentamientos armados (como ahora) con que reaccionan los palestinos frente a las arbitrariedades y el uso desproporcionado de la fuerza por parte de las Fuerzas de Defensa y los colonos israelíes. Todo con el deliberado propósito de contribuir a su completa deshumanización y, así, conseguir su definitiva erradicación de los territorios que han ocupado desde siempre. Gracias a las frecuentes campañas de desinformación sobre tal realidad, el asedio total ordenado por las autoridades israelíes contra la población palestina de la Franja de Gaza -a pesar de constituir una flagrante violación de todas las disposiciones del derecho internacional en relación con la preservación de la vida de civiles en cualquier conflicto militar- ha provocado una reacción en cadena favorable de mucha gente, respondiendo más al adoctrinamiento religioso que a cualquiera rasgo de imparcialidad y de comprensión objetiva de los acontecimientos; lo que, justamente, requiere el Estado sionista de Israel para proceder impunemente con su estrategia genocida. 

 

 

Por otra parte, las líneas estratégicas de control político, económico y social a nivel global que trazó la clase gobernante estadounidense, una vez que implosionara la Unión Soviética, coinciden en muchos aspectos con aquellas que, desde hace décadas, está desarrollando el Estado de Israel en su entorno, apuntando al estallido de un hipotético enfrentamiento militar con Irán que le otorgaría el status de máxima potencia en la región de Oriente Medio y, quizá más allá, secundando al sistema imperial global liderado por Estados Unidos. De hecho, la iniciativa de guerra preventiva impulsada por George W. Bush luego de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York es la misma que el Estado de Israel ha descargado sobre sus vecinos árabes, como pasó con los ataques al Líbano (siendo el más agredido), Libia, Siria e Irak cada vez que sintió que su poder militar podría ser rebasado por éstos. No sorprende, por ende, la respuesta de los gobiernos estadounidense y europeos de apoyar a Israel en su guerra asimétrica contra las organizaciones de resistencia palestinas, interesados como están en obtener el control directo de las fuentes de petróleo que se hallan en dichos países, repitiendo la historia de saqueos y de colonialismo a que fueron sometidos. Esto ha hecho concluir a muchos expertos geopolíticos y militares en que, a la par del conflicto bélico iniciado en Ucrania contra Rusia, Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte impulsan la generación de un caos global que les permita el despliegue de sus tropas o, al menos, la dirección de las tropas de cualquier país bajo su órbita, como ya se ve con la fuerza de intervención en Haití autorizada por la Organización de las Naciones Unidas para contener y repeler las bandas armadas que impiden su estabilización. Cosa similar se percibe en el océano Pacífico, aumentando las tensiones con China, contando esta vez con el concurso del gobierno de Australia. O con Venezuela, a propósito del otorgamiento de concesiones a empresas transnacionales estadounidenses por parte del gobierno de Guyana para la extracción de petróleo en el Esequibo. En todo esto no habría ninguna coincidencia ni hecho fortuito sino la comprobación de que el sistema imperialista global mueve sus fichas, siendo el ataque desproporcionado a la población de Gaza quizás el inicio de una estrategia hegemónica de mayores niveles.