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TODAVÍA LOS LLAMAMOS INDIOS

TODAVÍA LOS LLAMAMOS INDIOS

Homar Garcés

 

El trastorno que supuso para los pueblos originarios la concepción europea de la tierra como mercancía y heredad otorgada por el Dios bíblico representó, en palabras de Carlos Rivas, profesor de la Universidad Politécnica Territorial del estado Mérida “Kléber Ramírez” (De la Cultura Comunera al Movimiento Comunero. Los Andes Venezolanos en su largo proceso histórico), “un proceso de re-ordenamiento, territorial, de un re-planteamiento cultural” que conducirá al despojo del territorio ocupado y a la desaparición de sus creencias y demás elementos que conformaban su cultura ancestral. Como reseña Rivas, “la propiedad de la tierra era una concepción absolutamente desconocida por las poblaciones indígenas en los Andes venezolanos, lo común formaba parte del devenir cotidiano, por tanto, el proceso posterior a la llegada del europeo, va a consistir, no sólo en desarrollar la noción de propiedad sobre la tierra y sobre los cuerpos, sino en implementar una cultura del robo y apropiación de la fuerza de trabajo del individuo en resguardo”. Por eso, a los ojos de los europeos y de quienes en el presente defienden esta postura, la tierra no debería ser una posesión colectiva o comunitaria ni, menos, estar ocupada por seres inferiores y poco interesados en explotarla a gran escala, contentos con una exigüa producción agrícola.

 

El nuevo modo de producción surgido en el amplio territorio de nuestra América gracias al saqueo y al robo, legitimado luego por la usurpación formalizada de la soberanía de los pueblos originarios, implicó la puesta en práctica de conceptos que eran, en gran parte, ajenos a su idiosincrasia, por lo que opusieron resistencia a los conquistadores europeos, ya de una forma activa, ya de una forma pasiva. Aferrándose a su creencia católica o protestante, muchos conquistadores europeos estaban convencidos de estar ejecutando los dictámenes de su dios al combatir y sojuzgar a quienes consideraron, indiferentemente, adoradores del diablo e infieles y, por tanto, merecedores de cualquier castigo o tortura que decidieran hasta producirles una muerte atroz, indistintamente de su edad o condición. Con el paso de los tiempos, esta concepción o visión racista respecto a las poblaciones indígenas apenas ha sufrido algún cambio, como lo demuestra el uso despectivo de la palabra indio para referirse a una persona inferior, de poco lustre o ignorante, en una clara demostración de endoracismo. Así, aún cuando se reconozca que han habido avances significativos en materia legislativa en pro del abordaje de la diversidad étnico-cultural que benefician a los pueblos originarios de nuestra América, también debe reconocerse que esto no ha sido obstáculo alguno para que subsista, de distintos modos, el racismo heredado de la sociedad colonial hispana; lo que obliga a preguntarse si realmente hay un cambio relevante, dada la desigualdad social estructural y la pobreza en que éstos se encuentran todavía. El racismo también se pone de manifiesto en la negación que se le hace a la historia de ciertos pueblos, desconociendo sus contribuciones al progreso general de la humanidad. Resulta algo común que se haga -en palabras de Gabriel García Márquez- «la interpretación de nuestra realidad con ojos ajenos», en este caso, pertenecientes a quienes, al otro lado del océano Atlántico, llegaron a dudar sobre si a los indígenas podrían considerárseles seres humanos, con alma incluida, por lo que sería razonable y legítimo que España y Portugal, en una primera etapa, y el resto de Europa, en una etapa posterior, emprendieran la conquista y la colonización del amplio territorio recién «descubierto», ignorándose adrede los derechos de aquellos pueblos que lo habitaban desde hacía miles de años.

 

Prueba de lo anterior, es la negativa sostenida de las autoridades de los países del continente en admitir como válidas las demandas indígenas de autonomía y de defensa de los recursos naturales existentes en el espacio geográfico que ocupan desde tiempos inmemoriales, lo que representa el colofón de la historia de despojo y desposesión que nuestros pueblos originarios han sufrido desde el momento que los conquistadores europeos plantaron sus banderas en este continente; hallándose interesados los Estados en atraer inversiones, tanto de origen nacional como extranjero, en una actitud de desprecio y superioridad semejante a la seguida hace dos siglos por sus antecesores hispanos, portugueses y anglosajones en el poder. Es lo que ocurre con el pueblo mapuche, cuyos derechos le son negados sistemáticamente por los diversos gobiernos de Chile, aplicándosele con arbitrariedad una legislación antiterrorista para hacerlo desistir de sus luchas. Igual pasa en Chiapas con los indígenas que conforman el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, cuyo enfrentamiento con las élites políticas y económicas de México ha representado un replanteamiento serio de la lucha social y política, cuyos efectos han sido adoptados por otros movimientos en contra del neoliberalismo económico. En igual sentido, podría incluirse al pueblo yukpa de la sierra de Perijá, en Venezuela, acosado por terratenientes en complicidad con autoridades regionales y nacionales hasta el punto de sufrir el asesinato de algunos de sus defensores más destacados, en completa impunidad. 

 

Quizás entre estas demandas, las de mayor trascendencia hayan sido las llevadas a cabo en Bolivia bajo el liderazgo de Evo Morales, gran parte de las cuales fueron plasmadas en la Constitución, dando nacimiento al Estado Plurinacional que, a pesar de la oposición de los grupos oligárquicos, rige dicha nación. Esto no obvia el hecho que se continúe hostigando a los indígenas de ese país, al igual que en Perú, padeciendo golpizas, humillaciones e insultos de parte de aquellos que pretenden secesionar la nación, escudándose con el pretexto de querer vivir bajo un régimen democrático y asumiendo una conducta y un lenguaje abiertamente supremacistas. Como bien lo refleja Ricardo Virhuez, "lo que empezó el siglo XVI continúa en el XXI. Todavía los llamamos indios, indígenas, amerindios y no reconocemos sus nombres propios. Todavía les arrebatamos las tierras para beneficio de mineras y petroleras. Todavía insultamos su rica cultura llamándola mitos, cosmovisión, rituales, sagrados. Todavía creemos que sus fiestas y alegrías son folclore, y su arte que viene desde el nacimiento de la humanidad es artesanía. Todavía no comprendemos su equilibrada visión y relación con la naturaleza y les inventamos religiones y dioses. Están ahí y no los vemos. Ellos son nosotros y no podemos vernos". Sin embargo, hay una realidad que no podrá ocultarse: los pueblos indígenas han irrumpido con voz propia en los escenarios políticos de nuestros países, apoyándose para ello en su cosmovisión y sus costumbres ancestrales, lo que ha permitido imprimirle un sello de originalidad a las propuestas de transformación estructural en oposición al actual modelo civilizatorio. Esto, por otra parte, incide en la percepción tradicional que se tiene respecto a la naturaleza y las demás personas, en lo que será, sin duda, una sucesión de cambios en el modo de entender la vida en sociedad, al margen de cuál sea la denominación que le demos.

 

A 200 AÑOS DE LA INFAME «DOCTRINA» MONROE

A 200 AÑOS DE LA INFAME «DOCTRINA» MONROE

Homar Garcés


El 3 de diciembre se cumplieron 200 años de la proclamación de la llamada doctrina Monroe, en medio de una realidad latinoamericana y caribeña cada día cambiante donde resaltan la resistencia protagonizada por los movimientos populares y el surgimiento de gobiernos progresistas y/o de tendencia de «izquierda», los cuales han delineado las posibilidades de acceder a una independencia definitiva y a la construcción de un modelo de sociedad de nuevo tipo, con la incorporación práctica de elementos culturales de nuestros pueblos nativos y afrodescendientes que lo harán algo original y único en la historia humana. El rechazo al «Consenso de Washington» y la descolonización del pensamiento son los rasgos comunes de estos gobiernos y movimientos populares y que los entroncan con las luchas antiimperialistas representadas por Simón Bolívar, José Martí, Augusto César Sandino, Ernesto Che Guevara y Fidel Castro, entre otros no menos renombrados luchadores y pensadores latinoamericanos y caribeños que vieron en las apetencias hegemónicas del coloso del Norte la mayor amenaza al destino de libertades y de soberanía nacional de cada uno de nuestros países. Bajo ninguna circunstancia, se puede negar, menos justificar, que el accionar geopolítico de Estados Unidos sobre el amplio territorio continental e insular de la América hispana y caribeña comenzó a perfilarse, con escaso disimulo, desde los primeros años de su constitución como nueva nación del mundo; lo que sirve, además, para extender esta visión imperial sobre el resto de la humanidad.


En el transcurso de estos dos siglos, los pueblos de nuestra América han sido víctimas constantes del injerecismo imperialista de Estados Unidos. Dicha realidad ha incidido (aunque otros pretendan imponer lo contrario) de un modo determinante en el atraso político, social y, sobre todo, económico de las naciones situadas al sur del rio Bravo, dando forma a un estado de subdesarrollo que pareciera eternizarse, sin opciones concretas que permitan superarlo según los estándares en vigencia. Como base de sus acciones, los distintos gobiernos estadounidenses echaron mano a la obsoleta Doctrina Monroe (a la que se agregó el llamado corolario Roosevelt) para lograr, bajo su amparo, un nuevo género de dominación hemisférica, asumiendo al mar Caribe como su Mare Nostrum, a la usanza de los antiguos romanos en relación con el mar Mediterráneo, y a toda nuestra América como su patio trasero. En este tiempo, Washington implementó diversas medidas para asegurar su hegemonía. En muchos casos, respaldando regímenes abiertamente reaccionarios y vulnerando ampliamente la soberanía y el derecho a la autodeterminación de nuestras naciones mediante el despliegue de sus tropas en sus territorios y el derrocamiento de presidentes que se mostraron reacios a admitir el tutelaje yanqui. Mientras en otros, ha aplicado la imposición de sanciones y de bloqueos económicos unilaterales con el propósito de desestabilizar a los gobiernos que considera sus enemigos. En esta historia, en «defensa de la libertad y la democracia», resaltan el desmembramiento de la mitad del territorio de México; la ocupación colonial de Cuba, Puerto Rico y Nicaragua; la «independencia» de Panamá (lo que, en compensación, le valió terminar la construcción y control del canal interoceánico allí proyectado y la apropiación a perpetuidad de una amplia franja a ambas orillas del mismo); las invasiones a México, Haití, República Dominicana y Grenada; el apoyo brindado a Inglaterra en contra de Argentina durante la guerra de las islas Malvinas de 1982; los diferentes golpes de Estado propiciados en una gran parte de los países del centro y del sur del continente (siendo una práctica habitual, como lo demostraron, en años más recientes, los producidos en Haití, Paraguay, Honduras, Venezuela, Brasil y Bolivia); además de los bloqueos a Cuba, Nicaragua y Venezuela, obstaculizándoseles a sus ciudadanos el acceso garantizado de alimentos, productos farmacéuticos, combustible y suministros sanitarios, en lo que constituirían crímenes de lesa humanidad, al condenárseles a sufrir muertes masivas, necesidades de toda índole, emigración forzosa y sustracción de miles de millones de dólares por funcionarios corruptos.


Así, todos los asuntos internos de las naciones de este hemisferio son considerados por los jerarcas estadounidenses como asuntos del «supremo interés nacional de Estados Unidos». A fin de que ello esté asegurado, el Pentágono posee bases militares convenientemente situadas a lo ancho y extenso de nuestra América, en una especie de extraterritorialidad que convierte al continente en la gran isla estadounidense. Todas estas medidas intervencionistas y expansionistas de Estados Unidos son las causas directas de las crisis políticas, económicas y productivas que padece cada uno de nuestros países y son del todo ilegales, según el derecho internacional y humanitario, ya que violan los derechos humanos al interrumpir los esfuerzos de los gobiernos electos por proporcionar a los ciudadanos acceso oportuno a servicios públicos eficientes, a una alimentación adecuada, a una educación completa garantizada y a una paz que no se halle jamás bajo amenaza de ningún tipo. De ahí que sea necesario y pronto adoptar una estrategia común de nuestros pueblos en contra de las sanciones y la intervención unilateral de Estados Unidos, sea cual sea la razón esgrimida; contrarrestar el militarismo (interno y externo) con acciones de paz y cooperación; forjar un modelo económico independiente; y desenterrar las causas fundamentales que ocasionan la inmigración, lo que implica la suma de todo lo anteriormente indicado. Aunque no se quiera, hay que entender que, en palabras de Claudio Katz, «el sistema imperial es la principal estructura de expropiación, coerción y competencia, que apuntalan los grandes capitalistas para preservar sus privilegios». En consecuencia, es algo totalmente ilusorio creer en las posibilidades de una nivelación bajo el sistema capitalista entre las economías disímiles de Estados Unidos y sus asociados y las economías dependientes y semi-industrializadas de las naciones periféricas, en especial, las de nuestra América, como lo han predicado los apologistas del capitalismo neoliberal al recomendar tratados bilaterales, similares en esencia al fallido ALCA. Ejemplo de ello es lo ocurrido con la economía de México.


En las dos últimas décadas y en respuesta al papel servil de la OEA frente a Washington, se han formado nuevas asociaciones, como la CELAC, el ALBA, la UNASUR y PETROCARIBE, todas ellas inspiradas en el ideal de integración regional, regidas por principios ecológicos, democráticos plurinacionales y basadas en el respeto a la igualdad y a la soberanía entre las naciones. Con todas estas iniciativas, nuestra región busca desprenderse de ese pasado de invasiones, intervenciones y cambios de regímenes que impusieron las diversas administraciones de la Casa Blanca, inspiradas en el supuesto «destino manifiesto» que le reservó la providencia a Estados Unidos. Esto hace que Estados Unidos tenga en mira, por otra parte, impedir la disposición soberana de los gobiernos de nuestra América (sean progresistas liberales, socialdemócratas o de izquierda), de acordar convenios bilaterales de colaboración de amplio espectro con Rusia y China, en lo que califica como una intromisión inaceptable de estas grandes potencias en los asuntos internos de los países que conforman, para tragedia suya, su «patio trasero».


Los gobiernos de Washington de las décadas finales del siglo 20 e inicios del presente siglo han exhibido una innegable incapacidad para comprender esta nueva realidad, adaptándose a ella a través del establecimiento de una nueva política exterior que le permita a Estados Unidos mantener una relación constructiva y cooperativa con las diversas naciones de la región; de una manera totalmente diferente a la que se proponía imponer con la Alternativa de Libre Comercio de las Américas (ALCA), según el modelo económico neoliberal. Esta tendencia se mantiene intacta, haciendo uso de algunos de los postulados del Documento de Santa Fe y el Nuevo Siglo (Norte) Americano cuando todos los países marchan, de uno u otro modo, en dirección hacia la construcción de un mundo pluralista, multicéntrico y multipolar, respetuoso de los derechos humanos y del derecho internacional. El pretexto de la Doctrina Monroe para enfrentar la recolonización europea resulta fuera de lugar, siendo ella parte esencial de la base ideológica con que se defienden los intereses corporativos transnacionales yanquis, como se evidenció en Guatemala con el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz al nacionalizar las grandes extensiones de tierra pertenecientes a la United Fruit Company. Coincidencialmente, en el mismo año que esta «doctrina» se proclamara, el Tribunal Supremo estadounidense legitimó la «Doctrina del Descubrimiento» que permitió legalizar el robo de tierras del oeste, la expansión de los colonos, la limpieza étnica y el genocidio de los pueblos indígenas, lo que ha sido exaltado por la industria ideológica de Hollywood como una hazaña de la civilización sobre la barbarie.


Frente a todo ello, Ramón Grosofoguel, sociólogo y Profesor en la Universidad de Berkeley, California, señala que «tenemos que pensar en un anti-imperialismo que no puede tener una sola epistemología o visión de mundo como punto de partida. El anti-imperialismo del siglo XXI tiene que ser epistémicamente y espiritualmente pluriversal, diverso y plural. La paz, la solidaridad y el derecho soberano a la autodeterminación de los pueblos tienen que ser los principios de unidad anti-imperialistas respetando las espiritualidades y epistemologías diversas. Y tiene que tener como tema central la defensa de la VIDA porque el sistema imperialista con su destrucción ecológica del planeta está llevándonos a la muerte». En contraposición a los designios de Washington, las naciones de nuestra América (lo mismo que las demás naciones subyugadas por éste y sus aliados en todo el planeta) están obligadas a asumir una posición radical que reivindique su rol ante la historia, llamada a cumplir con los ideales que guiaron su lucha por la independencia, en un marco de crecimiento armónico, de justicia social y, sobre todo, de respeto a la naturaleza y a la autodeterminación de los pueblos. En síntesis, todo lo opuesto a lo representado y hecho por el imperialismo gringo hasta el día presente.

 

BOLÍVAR Y SU FALSA PATERNIDAD DEL PANAMERICANISMO

BOLÍVAR Y SU FALSA PATERNIDAD DEL PANAMERICANISMO

 

Homar Garcés


Quienes dirigen el proceso de liberación de nuestra América de la corona española orientan sus primeras acciones -como lo señala Ricardo A. Martínez en su obra «De Bolívar a Dulles. El panamericanismo, doctrina y práctica imperialista» al establecimiento de «primero, los tratados de ayuda mutua para mejor conducir la guerra y para la consolidación de las libertades logradas; después las actividades tendientes a constituir un cuerpo federal político hispano americano que les permitiera a dichas naciones enfrentarse a los planes de reconquista española, a las ambiciones colonialistas de las demás monarquías europeas y a los deseos manifiestos de los Estados Unidos de apoderarse de Cuba». Esta actividad diplomática adquiere un nivel de suma importancia en la estrategia de Simón Bolívar para conseguir la independencia absoluta del continente, por lo que idea la convocatoria para el Congreso Anfictiónico de Panamá a realizarse en 1826, al cual sólo asistirían las delegaciones de los gobiernos recién constituidos de las antiguas colonias españolas, con la expresa excepción de Haití, Brasil y Estados Unidos. Más que divergencias se hallan convergencias entre aquellos próceres que, como Francisco de Miranda, José de San Martín, Bernardo O’Higgins, Bernardo Monteagudo o Victoria José Cecilio del Valle (prócer de la independencia centroamericana), entienden la necesidad de la unión para enfrentar exitosamente cualquier tipo de pretensión extranjera de subyugar a los nuevos Estados.


Bolívar no deja de articular acciones tendientes al logro de la “unidad de la América meridional”. Con esto en miras, desde Lima, extiende su Invitación a los gobiernos de Colombia, México, Río dela Plata, Chile y Guatemala a formar el Congreso de Panamá. El pacto de unión, liga y confederación perpetua que allí se originaría tendría como objetivo principal asegurar la independencia conquistada por los ejércitos patriotas frente a la tentativa de reconquista por parte de la corona española, entonces respaldada por las principales potencias europeas agrupadas en la llamada Santa Alianza; como también frente a las apetencias colonialistas e imperialistas poco disimuladas de Inglaterra y Estados Unidos. La gran confederación de repúblicas de nuestra América -en la cual la integración de los Estados independientes no anularía su autodeterminación- no excluía, por otra parte, la posibilidad utópica de crear entre todos ellos una sola gran nación, incrementando sus potencialidades de desarrollo económico, cultural, social y tecno-científico. No obstante, aún habría que superar los prejuicios localistas sembrados por la fragmentación impuesta por el régimen colonial ibérico mediante sus virreinatosgobernaciones, audiencias y capitanías generales (a los que habrá que agregarse la miopía política, la falta de perspectiva histórica y las ambiciones personales de los estamentos gobernantes, de antes y de ahora), muchos de los cuales se mantienen todavía vigentes, entorpeciendo todo intento de integración y de solidaridad continental.


En carta remitida al general Francisco de Paula Santander, desde Ibarra el 23 de diciembre de 1822, Bolívar al referirse a la situación de nuestra América, le advierte que se halla «a la cabeza de su gran continente una poderosísima nación muy rica, muy belicosa y capaz de todo.» El Libertador no ignoraba la tendencia expansionista y hegemónica de los círculos gobernantes de Estados Unidos (como tampoco los planes de Inglaterra por monopolizar el comercio continental), quienes aspiraban -mucho antes de alcanzarse la independencia hispanoamericana- al control directo de las islas de Cuba y Puerto Rico y de los territorios pertenecientes a México como complemento de la extensión que conformaban, inicialmente, las trece ex colonias británicas. Sin embargo, Santander desconoce dicha advertencia y las instrucciones de Bolívar para no invitar al gobierno estadounidense a la cumbre de plenipotenciarios en Panamá. Contrariamente al proyecto integracionista bolivariano, Henry Clay, a nombre de la Cámara de Representantes, expresaba que «deberíamos convertirnos (Estados Unidos) en el centro de un sistema que constituye el foco de reunión de la sabiduría humana contra el despotismo del Viejo Mundo. Seamos real y verdaderamente americanos, y situémonos a la cabeza del sistema americano». De esa manera, quedó establecida la estrategia, gracias a la «doctrina» Monroe, que daría por fruto el surgimiento del panamericanismo, al gusto de los intereses geopolíticos y económicos yanquis, manteniendo y azuzando las divisiones de las naciones de nuestra América bajo su hegemonía imperial. Además de lo antes señalado, flotaba en el ambiente el tema de la esclavitud que se vería seriamente afectado por la resolución de Bolívar y de los nuevos Estados independientes de acabar, definitivamente, con ese flagelo, lo que se reflejaría, de forma «negativa», según sus sostenedores, principalmente, en el sur estadounidense.


En su siempre citada frase, contenida en la correspondencia dirigida el 5 de agosto de 1829 al coronel Patricio Campbell, encargado de negocios de Gran Bretaña, Bolívar no hace más que ratificar sus aprensiones respecto a la actitud egoísta, hegemónica y economicista de quienes integran el poder constituido en Estados Unidos, demostrada durante todo el proceso de liberación que él encabezara cuando dicha nación se proclamara neutral ante los acontecimientos que tenían lugar al sur de su frontera, beneficiando con ello los esfuerzos de la corona española por revertirlos en su favor, recuperando el dominio perdido. En el cruce de cartas con el agente diplomático J. B. Irvine, entre el 29 de julio y el 1° de octubre de 1818, en ocasión del reclamo de éste al procederse a la confiscación de las goletas norteamericanas Tigre y Libertad al haber éstas violado el bloqueo ordenado por el gobierno colombiano, el Libertador le expectorará: «protesto a usted que no permitiré que se ultraje ni desprecie el Gobierno y los derechos de Venezuela. Defendiéndolos contra la España ha desaparecido una gran parte de nuestra población y el resto que queda ansía por merecer igual suerte. Lo mismo es para Venezuela combatir contra España que contra el mundo entero, si todo el mundo la ofende”. Una posición totalmente diferente a la observada entre las clases dirigentes y acaudaladas criollas en relación con la «doctrina» Monroe, la cual les eximiría de ejecutar cualquier acción en el dado caso que España y, con ella, las potencias europeas coaligadas en la Santa Alianza, dirigiera su fuerza militar contra sus antiguas posesiones, dejando todo en manos del entonces incipiente imperialismo gringo; rasgo que se ha mantenido servilmente a lo largo de estos últimos doscientos años de historia.


Venciendo los pormenores de índole geográfica, económica o histórica que pudieran oponerse a su gran propuesta de solidaridad y de complementariedad de nuestra América, Bolívar se apoya en la convicción de que todos los participantes en la lucha por la independencia mantienen un mismo criterio revolucionario sobre lo que deben ser y hacer las nuevas repúblicas, es decir, que habría una homogeneidad de principios políticos y de organización social. La fragmentación que estas sufrirían durante los años siguientes favorecerá a Inglaterra, primero, y a Estados Unidos, después, mientras que el subdesarrollo será la marca distintiva de nuestro destino como periferia dependiente del sistema capitalista global. «Es con ocasión del Congreso de Panamá -refiere en su libro ’Idea y experiencia de América’ el jurista mejicano Antonio Gómez Robledo- cuando la Doctrina Monroe, que acababa, como quien dice, de ser promulgada, irrumpe en la vida de relación interamericana [...] Es entonces cuando se afrontan por primera vez el bolivarismo y el monroísmo, y se inicia un diálogo patético, que habrá de durar por tantos años, entre el Norte y el Sur». A fin de aclarar, la declaración del presidente estadounidense nunca representó, según lo expuso en «Bolivarismo y Monroísmo» el escritor colombiano Indalecio Liévano Aguirre, «un acto de altruismo o de particular amistad para con las repúblicas vecinas del Sur -como lo creerían candorosamente los gobernantes de Latinoamérica-, ni menos aún que ella implicara para los Estados Unidos la obligación de intervenir en defensa de cualquier país del continente que fuera víctima de una agresión externa. Para los estadistas norteamericanos, la Doctrina Monroe se limitaba a anunciar la eventual intervención de la república del norte sólo en aquellos casos y en aquellas zonas del continente en lo que un interés específicamente nacional de los Estados Unidos lo exigiera». Como demostración de ello, habría que recordar el papel cumplido por Estados Unidos en el conflicto de Inglaterra y Argentina por las islas Malvinas en 1982 al apoyar a la potencia anglosajona e incumplir con lo dispuesto en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (también llamado Tratado de Río) firmado en Brasil el 2 de septiembre de 1947. En ésta, no hay contenida alguna consigna de libertad e independencia a semejanza de las emitidas por Bolívar, muy distintas y distantes de los propósitos que guían a Washington, por lo que no existe nada que sirva para presentar a Bolívar como el padre del panamericanismo y, menos, si se toma en cuenta lo hecho por la Organización de Estados Americanos desde el momento de su constitución.




LAS MINORÍAS EXCLUIDAS Y LA «NUEVA» IDEOLOGÍA DE LO SOCIALMENTE «CORRECTO»

LAS MINORÍAS EXCLUIDAS Y LA «NUEVA» IDEOLOGÍA DE LO SOCIALMENTE «CORRECTO»


Homar Garcés 
Como se ha definido, la disforia de género es el término utilizado para denotar una profunda sensación de incomodidad y aflicción que puede ocurrir cuando las personas perciben y manifiestan que su sexo biológico no coincide con su identidad de género. En el pasado, esto también se denominaba trastorno de identidad de género. En nuestro mundo contemporáneo, a la par de otras reivindicaciones, desde hace algunos años, se han reconocido los derechos que dichas personas reclaman, en lo que atañe, por ejemplo, al lenguaje y el matrimonio igualitario, obligando así a redefinir muchos aspectos de la vida social, al mismo tiempo que generan una serie de polémicas que, de momento, no parecen tener fin.
La inclusión forzada, discriminación positiva o diversidad forzada, como igualmente es conocida, ha tenido un fuerte impacto en lo que concierne -especialmente- a la producción de medios audiovisuales del entretenimiento y, hasta cierto punto, en la difusión de obras literarias clásicas, cuyos personajes y tramas estarían revestidos de una ideología heterosexual dominante que segrega, estigmatiza e invisibiliza a quienes difieren, en uno u otro sentido, de los convencionalismos sociales tradicionalmente establecidos. En tal sentido, gran parte de lo socialmente «correcto» en cuanto al sexo o la «raza» está siendo sacudido por el cuestionamiento y las exigencias de quienes se han señalado como minorías excluidas, lo que ha configurado la factibilidad de una sociedad más diversa e inclusiva que la existente en siglos pasados. Pero, a la par de ello, se hallan aquellos que se muestran en contra, apegados a los valores, las costumbres, las creencias y los estándares de un modelo de sociedad altamente jerarquizado que, producto de los cambios generados por los derechos logrados bajo el amparo de la democracia, el modelo económico predominante y las nuevas tecnologías de las telecomunicaciones y la informática, ahora son percibidos como elementos opresivos, obsoletos y retrógrados. 

En un artículo publicado en 2020, «‘Generación Woke’: las raíces de un nuevo puritanismo», Argemino Barro hace referencia a que las acciones y protestas de quienes promueven la inclusión forzada, discriminación positiva o diversidad forzada apuntan al establecimiento de «un paisaje tenso e hipersensible, sin baches ni ofensas, sin dobles sentidos, donde cada palabra es mirada con lupa, a las opiniones discordantes se las traga la autocensura y todo tiene que ser planchado para quedar perfecto: igualitario, diverso, politicamente correcto, justo». No obstante, lo que debiera apuntar al desmontaje de los mecanismos ideológicos de la desigualdad y al logro efectivo de una convivencia democrática entre personas realmente libres y reflexivas, es utilizado por algunos como herramienta para difundir y asentar lo contrario, estableciendo, de hecho, lo que podrá considerarse como una dictadura perfecta, sin disenso alguno, cuando muchos prefieren callar sus verdaderas opiniones para evitar que se les etiquete de una forma negativa, sufriendo, en consecuencia, otro tipo de discriminación. 

Sin embargo, otras muchas personas, ciegas o indiferentes ante las muestras de racismo, xenofobia, sexismo y misoginia que se producen en su sociedad, dan por sentado que éstas forman parte de la cotidianidad que deben vivir y, por lo tanto, que no podrían censurarse, al ser algo “normal” dentro de su cultura. Defienden, en este caso, un statu quo conservador, ajeno a cualquier cosa que llegue a alterar el modo de vivir establecido, lo que hace de ellas seres que no se atreverán a acompañar ningún cambio revolucionario, por muy pequeño o positivo que luzca, ya que hará tambalear la seguridad de sus convicciones y del papel que creen deben cumplir, sea por el lugar de origen, predestinación, tradición familiar o voluntad propia. La universalidad de la cultura y de la socialización generada por el modelo civilizatorio, de raíz eurocéntrica, bajo el cual mora el mayor porcentaje de la humanidad -sin incluir o reconocer la pertinencia de los valores y la cultura de los pueblos indígenas o nativos, presentes en cada continente- propicia la transmisión de estereotipos que legitiman la discriminación en todos los aspectos, a pesar de las denuncias y de las legislaciones en su contra. 

«En los últimos años -señala el periodista y ensayista español Pascual Serrano en la reseña que hace del libro «#Cancelado. El nuevo macartismo», de Carmen Domingo- han aparecido determinados movimientos muy loables, justos y necesarios. Desde el Metoo denunciando las agresiones sexuales y el acoso, al Black Lives Matter en defensa de la vida de la población afrodescendiente en Estados Unidos y contra la violencia que sufría. Se fueron sumando movimientos: de apoyo al colectivo LGTB, ambientalistas, anticolonialistas… Todo bien. El problema surge cuando, en un determinado momento, y en nombre de esas buenas causas, comienza la caza de brujas, la persecución de los que no las comparten, los que no ajustan a esas bienintencionadas cruzadas. Y digo problema porque ha resultado que no se sabe dónde está el límite de la intolerancia. Es evidente que debemos ser intolerantes al racismo, al sexismo, a la injusticia, pero ¿hasta dónde debe llegar esa intolerancia?, ¿cuál es el límite de lo que no debemos aceptar?». Vista la transnacionalización de la xenofobia contra los inmigrantes y la marginación de las minorías étnicas y sexuales, replicadas ambas actitudes por medio de las redes sociales, a veces con respaldo gubernamental, surge la necesidad de contrarrestarlas mediante la profundización de lo que éstas representan en el desencadenamiento de situaciones conflictivas que merman los valores que debieran sostener la sociedad humana, sin que ello signifique que haya sólo un cambio de una ideología heterosexual dominante por una «nueva» ideología de lo socialmente «correcto» que, en vez de eliminarla, incrementaría una mayor jerarquización de la misma.

EL PODER Y LAS «AMENAZAS» DE UNA CRÍTICA TRANSGRESORA

EL PODER Y LAS «AMENAZAS» DE UNA CRÍTICA TRANSGRESORA

 

Homar Garcés.

Todo ser humano es susceptible a la crítica. Especialmente, aquel que se halla ejerciendo funciones de poder, por lo que la crítica se convierte en una acción incómoda e intolerable, sobre todo si proviene de personas que, se supone, tienen una misma ideología o militancia político-partidista. En términos criollos, suele invocarse la máxima popular que señala que «los trapos sucios se lavan en casa» con lo que se busca acallar y estigmatizar cualquier señalamiento que sea visto como un ataque a la autoridad, con lo cual se pudiera inferir que todo poder, aún el ejercido bajo los cánones de la democracia, siempre tenderá a ser un poder despótico o arbitrario y, en consecuencia, será un poder de esencia antidemocrática, por mucha propaganda que se difunda para convencernos de todo lo contrario. En un sentido general, todo poder cumple una función negativa, excluyente y represora que, a su vez, genera una acción (consciente e inconsciente) de resistencia y cuestionamiento entre la población gobernada. Esto marca una dualidad escasamente resuelta y, poco menos, evitable, dadas las múltiples ambiciones que tienen lugar en el mundillo político.
 
También ocurre que quienes ocupan cualquier cargo en las distintas estructuras del poder público suelen “olvidar” que el mismo tiene como origen el voto popular, expresión de la soberanía nacional, establecida en toda Constitución que se conozca a nivel mundial. Pero muchos se precian de ser bendecidos por la suerte o la providencia (al modo de los antiguos monarcas absolutos), o ven así recompensados sus esfuerzos y lealtades al adherirse a una organización con fines políticos y a sus dirigentes más relevantes; por lo que no se sienten obligados a rendir cuentas al «populacho». Muchas veces, como ocurrió en el siglo pasado en Italia, Alemania, la Unión Soviética y Cambodia, la tendencia es provocar un efecto disuasivo que minimice y erradique toda disidencia interna, creando la ilusión de una unidad partidista y nacional sólida y monolítica. Más aún, cuando surgen en el horizonte nuevas exigencias políticas y se tienen que confrontar otras realidades sociales, culturales y económicas para las cuales no se tuvieron los escenarios previstos de antemano y se carece de la suficiente capacidad para comprenderlas y ajustarse a las mismas. 

Quienes gobiernan por mucho tiempo acaban por aferrarse al poder de una manera irracional y enfermiza. Eso es una realidad constatable a lo largo de la historia. Rodeados por sus adulantes y acosados por sus demonios internos, crean barreras protocolares que acaban por distanciarlos del pueblo. Es aquí cuando las «amenazas» de la crítica comienzan a generar una especie de paranoia entre los estamentos gobernantes, azuzándolos a reprimir toda manifestación contraria a su estatus, no importa si es algo que viole las leyes y los derechos humanos, pasando de un simple ostracismo o destierro a la decisión de eliminar físicamente a aquellos que osan transgredirlo. Algo de lo cual no podría excusarse a ningún régimen, siendo la razón de Estado la fuente frecuente de sus justificaciones. 

En esta situación invariable, la ética y la política, aunque debieran conjugarse o amalgamarse en un todo, se rigen por lógicas que son contrarias entre sí, lo que hace que su estudio y explicación tengan más complejidad de la que pudiera inferirse, dado el sentido común predominante. Por ende, será necesario que la mayoría subordinada (o gobernada) se organice y tome conciencia de cuál es el rol que le corresponde asumir en la construcción y defensa de los valores democráticos que deben guiar su conducta; lo que servirá de muro de contención a los diversos excesos que pudieran cometer quienes se presentan a sí mismos como sus guías y salvadores, atenazados, como lo estarían, por las «amenazas» de una crítica que siempre sería transgresora.

 

EL CHAVISMO Y LA UTOPÍA BOLIVARIANA COMO PROYECTOS Y PROCESOS DE CAMBIO

EL CHAVISMO Y LA UTOPÍA BOLIVARIANA COMO PROYECTOS Y PROCESOS DE CAMBIO

 

Homar Garcés. 

 

A Hugo Rafael Chávez Frías se debe, fundamentalmente, que el ideario bolivariano dejara de ser una simple abstracción y pasara a convertirse en un concepto político motivador y práctico para que un vasto porcentaje de la población venezolana se animara a la acción efectiva de cambiar el mundo que le rodea. Unido a los aportes de Marx y de otros teóricos del socialismo revolucionario (rescatando la fusión del bolivarianismo con el marxismo, elaborada por Pedro Duno y Douglas Bravo en la época de las guerrillas), a través del mismo se pensó en generar un sistema de valores y de leyes justo que acabaría con la pobreza, la explotación, la discriminación, la desigualdad, el neocolonialismo, la corrupción y la ineficiencia estatales que habían mermado considerablemente la autoestima del pueblo venezolano; cuestión esta última que era reforzada por la ideología dominante, la cual -entre otras cosas- le hacía creer en su incapacidad para alcanzar los mismos niveles de desarrollo económico y de democracia logrados en otras naciones. De ahí que los grupos y las clases gobernantes se vieran a sí mismos como recompensados y destinados por la providencia para usufructuar el poder y defenderlo a toda costa de cualquier pretensión de modificar el status quo, así se hiciera en nombre de Bolívar, la Constitución, la democracia o de la soberanía nacional.

 

Sin embargo, la clásica embriaguez producida por el maná petrolero siguió siendo un rasgo distintivo de la nueva etapa histórica que vivió Venezuela, con el añadido que Chávez decidió que los excedentes de la renta petrolera se dedicaran a mejorar las condiciones socio-económicas de la población empobrecida a través de las diversas Misiones sociales que éste impulsara, más allá de los cánones tradicionales establecidos por el Estado. Estas sirvieron para que empezara a saldarse la deuda social que se mantenía respecto a los sectores populares, largamente excluidos, al mismo tiempo que se lograba la inserción de estos en el escenario político nacional con una presencia determinante en los momentos que los grupos y clases dominantes desplazados del control del Estado recurrieron al viejo formato golpista y al sabotaje abierto de la economía, en complicidad con el régimen imperialista estadounidense. Desde entonces se inició una ola de renovación democrática que presagiaba la factibilidad de constituir la organización de un verdadero poder popular, con la suficiente capacidad y autonomía para imponer cambios revolucionarios sustanciales en la manera de entender y de manejar el gobierno mediante la práctica de la democracia participativa y protagónica, sin la dependencia de partidos políticos ni del estamento burocrático estatal. Los Círculos Bolivarianos (a semejanza de los Soviets y de los Comités de Defensa de la Revolución, de Cuba) constituyeron una de las formas germinales de este poder popular que emergía y se proyectaba como la esencia del socialismo bolivariano del siglo XXI proclamado por Chávez Frías, coincidiendo con el auge de los movimientos sociales que tenía lugar en nuestra América y otros continentes en medio de la euforia capitalista ante el derrumbe del bloque soviético y, con él, del fin de la historia.

 

No obstante, se ha visto a muchos de estos nuevos dirigentes políticos convertirse en depredadores descarados de los bienes públicos; a pesar de los reiterados llamados hechos en su momento por Hugo Chávez y, ahora, por Nicolás Maduro para que el PSUV se depure de este tipo de personajes perniciosos y sean castigados con todo el rigor de las leyes. Con su comportamiento abiertamente contrarrevolucionario, esta nueva representación política del país busca promover un inmovilismo social que le permita usufructuar el poder indefinidamente sin que exista ninguna especie de contraloría social o de transformación estructural que disminuye el status alcanzado. Ella, en conjunto, es responsable de los intersticios de los que se aprovechan los grupos de la derecha pro-imperialista para desestabilizar el país e incrementar el descontento que pueda existir entre las mayorías populares. Por eso, vista y comprendida la utopía bolivariana como una herramienta de transformación radical del modelo de sociedad implantado en Venezuela, sus ideas matrices son incompatibles con el comportamiento observado entre tal «élite». Chávez mismo, en diferentes ocasiones, fustigó y puso en tela de juicio este comportamiento cuartorepublicano, instando al pueblo organizado a ejercer plenamente su soberanía y a aplicar los preceptos establecidos en la Constitución como un modo de insuflarle vitalidad permanente al proyecto revolucionario socialista bolivariano.

 

Como expresión y experiencia de la conciencia revolucionaria de los sectores, la utopía bolivariana, convertida en método, es acción colectiva liberadora. Lo que Paulo Freire llamó praxis auténtica. Esta acción se manifestaría  en un entorno cohesionado por la unidad de criterios compartidos, de manera que exista la certeza de que ella no sólo es factible, o deseable, sino que es la piedra fundacional de la organización social futura, suprimidos los elementos negativos del presente; todo gracias a la puesta en marcha de un proceso dialógico, reflexivo, organizacional y participativo, nutrido y llevado a cabo de manera independiente por las diferentes organizaciones revolucionarias populares. Ésto exigía un replanteamiento profundo de la manera de ser de los activistas político-partidistas que accedieran a los diversos cargos de representación popular, sin quedarse en un mero cambio de nombres.

 

El proyecto nacional popular revolucionario bolivariano (entendido también como proceso), a la luz de los diferentes acontecimientos que, de una u otra manera, han marcado la historia reciente de Venezuela, requiere que se propicie un proceso de evaluación crítica, democrática y genuinamente socialista, que le permita a los sectores populares su reapropiación y relanzamiento de modo que se asiente la transformación estructural que el mismo contempla. Esto incluye acentuar la importancia de la teorización sobre la doctrina revolucionaria bolivariana como su puntal principal, sin el cual no habría un elemento convergente que pueda convocar a los sectores populares del país; comprendiendo y dándole espacio a sus distintas motivaciones e intereses, de modo que se elabore (o reelabore) entre todos un proyecto factible de país. Las herramientas están a la orden del día, como se dice popularmente. Falta generar una mayor voluntad colectiva para emprender los cambios políticos, económicos, sociales y culturales que allí están plasmados. Malamente, todavía estamos acostumbrados a la vieja forma de entender y de hacer política, lo que incide en que haya una dependencia de partidos políticos y del Estado, a pesar del cuestionamiento diario que se hace de ellos, la que resulta nociva (así se afirme lo contrario) para el funcionamiento y la organización de un poder auténticamente popular y revolucionario.  

LA DISYUNTIVA DE LA DEMOCRACIA: LA BRECHA ENTRE ESTADO Y PUEBLO

LA DISYUNTIVA DE LA DEMOCRACIA: LA BRECHA ENTRE ESTADO Y PUEBLO

Homar Garcés  
En El Proceso, obra escrita por Franz Kafka, uno de los personajes, refiriéndose al comportamiento observado en el guardián, discurre que “sea cual sea la impresión que nos cause, es un servidor de la ley y, como tal, escapa al juicio humano”. Con un punto de vista parecido, para muchos queda justificada la brecha que separa al ciudadano común del Estado y de los funcionarios que le dan vida, estableciendo una jerarquización (legal y legalizada) contra la cual resultaría inútil luchar, como se extrae de las diferentes experiencias históricas que se plantearon acabar con ella y que trataron de establecer, en su lugar, unas relaciones de poder horizontales que harían factible la vigencia total de la democracia. 
Como norma a seguir en toda sociedad democrática, el imperio del derecho debiera estar en la gente y en la naturaleza. En relación con este tema, en su obra «La Utopía del oprimido», Ramiro Ávila Santamaría explica que «la interpretación popular, la que hace la gente en la cotidianidad, y las formas de expresión de los derechos, son formas válidas y respetables de comprender la Constitución. La gente —individual y colectivamente— y las leyes de la naturaleza son fuentes de derecho. Las interpretaciones tendrán más autoridad en tanto sean fruto del sentir colectivo, del debate deliberativo y se encaminen a fortalecer el poder popular y la transformación social. La interpretación popular no es la única ni la mejor interpretación de la Constitución, como tampoco lo es la interpretación judicial, parlamentaria o de alguna agencia del Ejecutivo. Atrás de menos de una docena de jueces o varias centenas de parlamentarios hay millones de personas que cotidianamente ejercen sus derechos y los reclaman. Los parlamentarios pueden tener motivaciones a corto plazo y defender intereses de un grupo, al igual que los jueces y las cortes. Lo cierto es que cuando las decisiones tomadas por el poder, mediante una ley o sentencia, violan derechos, las personas pueden ignorar lo resuelto por el Estado. Por el contrario, el constitucionalismo del oprimido puede defender las actuaciones de los funcionarios públicos cuando promueven y protegen derechos. No es la competencia legal de los jueces o de los funcionarios estatales lo que se discute, sino su actual supremacía para interpretar y aplicar las normas». Según esta concepción, la cotidianidad colectiva y los reclamos de las luchas populares (en su justa acepción) son prácticas que pueden extenderse a las instituciones y al derecho. Esto se ha visto reflejado, de una forma muy particular, en nuestra América con el impulso y la aprobación de Constituciones y leyes que contemplan, como un elemento innovador destacado e insoslayable, la soberanía y la participación del pueblo; así como la garantía de los derechos de los pueblos originarios y afrodescendientes, y de la naturaleza, trascendiendo los marcos constitucionalistas tradicionales.

A pesar de la inexistencia de las estructuras necesarias para que la justicia y el constitucionalismo populares puedan manifestarse sin interferencias ni intereses de ningún tipo que minimicen y coarten sus acciones y determinaciones, es importante reconocer que éstas no deben obviarse, especialmente cuando se habla de la democracia y de la soberanía encarnadas en el pueblo. Sería un contrasentido que el poder constituido, representado en el Estado, se negara a aceptar como legítimas las demandas de los sectores populares, escudándose en razones y normas seguidas a través del tiempo, gran parte de las cuales fueron establecidas de manera prejuiciosa a favor de los intereses y la hegemonía de minorías dominantes. Al contrario de ello, sería el pueblo quien tenga la responsabilidad de que el Estado funcione de manera eficiente y transparente en vez de delegar tal responsabilidad en los gobiernos, la burocracia y los partidos políticos, los cuales suelen adoptar una conducta alejada de aquel, convertidos en reyezuelos que deciden e imponen cualquier cosa que no afecte su autoridad. Esto podrá constatarse mediante el ejercicio de una democracia deliberativa por parte de los sectores populares que, de profundizarse al calor de la protesta contra el orden vigente, daría origen a hechos constituyentes que lo modificarían amplia o parcialmente, ajustados a las necesidades y a las realidades que surjan en todo momento.

Los diversos movimientos sociales a nivel global han cuestionado las fallas del sistema liberal-burgués representativo, las injusticias y desigualdades derivadas de la estructura económica capitalista y las asimetrías causadas por la concepción neoliberal del desarrollo; temas a los que se agregan, entre otros, la emancipación femenina, la preservación de un ambiente sano y de la biodiversidad que en él se encuentre, los derechos ancestrales de los pueblos originarios y campesinos, la eliminación de cualquier forma de discriminación racial, la inclusión social de los inmigrantes, la soberanía alimentaria, el acceso a servicios públicos eficientes, la diversidad sexual, la educación inclusiva, la salud en igualdad para todos y el derecho de vivir en paz, sin amenazas ni conflictos extraterritoriales. Cada uno de ellos descubre la brecha existente entre el Estado y el pueblo. De esta manera, los movimientos sociales plantean nuevas realidades que deben tomarse en cuenta, a fin de ampliar y profundizar lo que se entiende por democracia; reduciéndose, en consecuencia, esa diferenciación y jerarquización existentes entre gobernantes y gobernados que le restan vigencia, haciendo de ella una aspiración permanente y, aparentemente, sólo posible en nuestra fecunda imaginación. 

LA BATALLA REVOLUCIONARIA CONTRA “DIOS”, EL CAPITALISMO Y EL ESTADO.

LA BATALLA REVOLUCIONARIA CONTRA “DIOS”, EL CAPITALISMO Y EL ESTADO.

 

Homar Garcés

La burguesía, como clase social emergente, ilustrada y poseedora de grandes capitales, es el grupo que le disputa la hegemonía a las teocracias y a las monarquías. Es ella la que pasa a encabezar las aspiraciones revolucionarias de libertad social antiestatal que se dan a conocer en Europa como preludio del final de la era medieval. Con la Revolución Francesa de 1789, la nueva clase burguesa propugna la concepción de un modelo de civilización con que se pretende superar las contradicciones, las injusticias y las opresiones que caracterizaron la historia humana desde la antigüedad más remota. Éstas, en la visión de algunos pensadores (enlazados de alguna forma con teóricos de la sociedad humana o, simplemente, filósofos como Platón, Tomás de Aquino, Tomás Moro o Jean Jacques Rousseau), eran algo más que una exigencia de mejora de las condiciones de vida moral y material en que se hallaba la mayoría de las personas. En muchos casos, las demandas de justicia social estaban acompañadas por otras de regeneración integral, con un retorno, si fuera factible, a una vida silvestre, que motivaron el desencadenamiento de otras experiencias revolucionarias, inspiradas en el legado francés, que produjeron ciertos cambios aunque no con la trascendencia y la novedad profunda que se esperaba de ellos. Así, a los ideales comunes de igualdad, libertad y fraternidad enarbolados históricamente por las masas oprimidas del mundo (que no pudieron concretar los regímenes liberal-burgueses, por muchas leyes o reformas aprobadas) vino a agregarse la alternativa de un orden social, político, económico y cultural completamente distinto al existente, lo que fue plasmado, principalmente, en las propuestas presentadas inicialmente por los socialistas utópicos, los comunistas y los anarquistas; cada una atacando lo que, desde sus puntos de vista, eran las causas fundamentales de los diversos desajustes e injusticias que minaban la libertad, la igualdad y la convivencia pacífica de los seres humanos.

A través de la historia, el Estado burgués liberal ha evidenciado una incapacidad manifiesta para propiciar, realmente, la emancipación integral de las clases desposeídas. Durante este proceso, en especial, desde las décadas finales del siglo pasado, la clase asalariada es quien sufre el impacto causado por la desregulación de la economía, la liberalización del comercio y de la industria y las privatizaciones de las empresas y servicios públicos controlados por el Estado. «La práctica -como lo exponen Raúl Zibechi y Decio Machado en su libro ’El Estado realmente existente. Del Estado de bienestar al Estado para el despojo’- demuestra que no se puede avanzar de forma sólida en la lucha contra la desigualdad sin transformar el modelo de acumulación capitalista e intervenir sobre las grandes fortunas acumuladas de forma violenta por parte de las élites locales generación tras generación». A la par de él, se encuentra la religión como refuerzo del estado de cosas existente, cuya enseñanza principal está dirigida a las clases explotadas y oprimidas para que acepten de una forma resignada la condición depauperada y subalterna en que se encuentren, con la esperanza de ascender a los cielos, una vez llegada su muerte.

Si se observa bien, de una manera desprejuiciada, los cambios profundos, estructurales y radicales que entrañan las exigencias populares a través del tiempo, se concluirá que ellas chocan, frontalmente, contra la ideología dominante, inculcada por los sectores gobernantes a través del control que tienen sobre la educación, la religión, la cultura, y los grandes medios de información y de entretenimiento, lo cual limita la adopción y la aplicación de medidas, de algún modo, revolucionarias, que hagan factibles tales cambios. La historia de nuestros países, desde los albores de la República hasta la actualidad, permite afirmar que la igualdad social no se corresponde, en la práctica, con una igualdad política ni con una igualdad jurídica (entendiéndola, por demás, como igualitaria entre ricos y pobres) y, menos, con una igualdad de tipo económico (mediante una distribución equitativa de la riqueza generada entre todos). La revolución que ello supone tendrá que ser, por tanto, radical y no centrada en un solo elemento; dejando brechas abiertas que faciliten el resurgimiento del viejo orden, pero esta vez con nuevos ropajes (incluso, dotado con un discurso en apariencia revolucionario). 

En un sistema-mundo donde la hipermercantilización, el hiperconsumo y la hipercientifización están siendo impulsados irracionalmente por un despotismo corporativo (ejercido por los dueños de las finanzas y de los grandes medios de producción que manejan el mercado mundial), la batalla revolucionaria contra “Dios” (comprendido como la religión que justifica el orden vigente) y el Estado burgués liberal ahora se extiende a dilucidar el fetichismo de las mercancías advertido en su época por Karl Marx, cuyo efecto en las personas les convierte en marionetas fáciles de manejar por los dueños del capital, exacerbando su narcisismo e individualismo a grados superlativos que rompen con cualquier noción ética y moral. 

Por eso, proponer un cambio de vida al margen de “Dios” y del Estado implica proponerse crear una nueva estructura conceptual respecto al sistema-mundo que ha conocido hasta ahora la humanidad. En éste deben incorporarse las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, indigenistas, afrodescendientes, ecológicas, antiimperialistas y antirracistas que han germinado a lo largo de los últimos cien años, enriqueciendo la concepción de la Revolución por la cual dieran sus vidas tantos hombres y tantas mujeres, muchas veces sin mucha teorización, pero conscientes de la importancia del esfuerzo hecho. Todo lo anterior nos conducirá a la máxima expresión de la democracia (entendiéndola como el ejercicio efectivo y permanente de la soberanía por parte del pueblo organizado); sería, entonces, la negación de toda sujeción política, suprimiéndose, en consecuencia, la relación habitualmente aceptada de gobernantes/gobernados que es, igualmente, una relación de amos/esclavos o de dominación/servidumbre (aunque los términos hayan cambiado). Gracias a esta alteración profunda de las relaciones de poder, el ser humano podrá de libertad y convertirse, finalmente, en un ser humano socializado.